Juliette Binoche, odisea en el Ártico
Cinco meses de oscuridad, el Polo Norte, un viaje emocional… Entre esos vértices discurre la nueva película de Isabel Coixet, 'Nadie quiere la noche', que inaugura la Berlinale. Un recorrido realizado de la mano de Juliette Binoche, la señora del cine francés. El nuevo riesgo de un camaleón que cambia con los colores del arte.
Cuesta acostumbrar la vista a la oscuridad del estudio. En el interior hay un silencio intrauterino. Acolchado por el zumbido constante de los conductos de ventilación. Los técnicos hablan en susurros. Casi caminan de puntillas sobre virutas blancas. Nieve falsa. De goma. Diseminada por el suelo del plató. Se supone que estamos en el Polo Norte. La cineasta Isabel Coixet se confunde en la negrura con una sombra o un espectro. Va vestida completamente de negro. Se la reconoce por lo que posee de caricatura: una melena rojiza y desmadejada, de la que sobresalen unas gafas (solían ser de pasta; hoy simplemente son muy visibles) y una barbilla prominente. Dice, en un susurro, que el tono de iglesia responde a que han tenido unos bebés en el rodaje, recién nacidos, de apenas dos semanas. Hablaban bajito para no despertarlos. Y se han quedado atrapados en ese volumen suave y embriagador. Al fondo de la estancia fosforece una luz tibia, procedente de un cascarón blanco de poliespán. Un iglú. Cortado a la mitad, en sección, quedando las tripas al aire, de tal modo que los focos, el micrófono de pértiga y la cámara de cine puedan acceder a lo que sucede ahí dentro. De ese lugar, teóricamente gélido, brota una carcajada, que rompe el silencio como un fogonazo. “¡Ja, ja, ja!”, ríe una voz rotunda y poderosa. “¡Cambió mi vida!”.
Esa es Juliette Binoche, charlando de forma estentórea en un descanso entre escenas. Como si intentara liberar un demonio. La observamos indirectamente, a través del combo, un par de pantallas ubicadas en otro extremo de la sala, desde donde el equipo puede ver en todo momento lo que registra la cámara. “Uy, están desatadas las chicas”, dice Coixet. Y acto seguido se desvanece en la oscuridad, para empuñar ella misma la cámara y dirigir la siguiente toma. Dentro de la casa de hielo falso, Binoche aparece seria. Demacrada. Moribunda. Envuelta en una melena fosca y sucia. Las mejillas chupadas. Los ojos hundidos en dos cuevas. Ausentes. La espalda apoyada sobre el poliespán. Cubierta toscamente con pieles. La actriz japonesa Rinko Kikuchi, que interpreta a una inuit, y tiene un aspecto también deplorable, se encuentra a su lado. Remueve un puchero alimentado al calor de tres llamas escuálidas. Llena la cuchara. Y acerca el contenido cartilaginoso a los labios de Binoche. Le dice en un inglés rudimentario: “Come, Josephine, come, por favor”. La actriz francesa, inmóvil, abre la boca. Sorbe con dificultad. Pero no traga. Se lo guarda. Coixet dice un “corten” tan susurrado que parece una declaración de amor. Binoche, en cambio, reclama con aspavientos un recipiente para poder escupir.
Tráiler de 'Nadie quiere la noche', de Isabel Coixet, con subtítulos en español. / Youtube
Mientras se prepara la siguiente escena, se abre una puerta de emergencia del estudio. La usan los fumadores, y quienes quieren tomar el aire. Fuera la luz es cegadora. Se ve un solar vacío con matorrales chamuscados por el sol, una nave en la que se lee “Pescados Ramón e Hijos”, una hilera de palmeras delgaduchas. El mar oscuro ahí al fondo. Es verano de 2014 en el exterior del plató Atlántico de Tenerife, en Canarias. Quedan tres días para acabar el rodaje de Nadie quiere la noche, la undécima película de la directora catalana, que se estrena el 5 de febrero en el Festival Internacional de Cine de Berlín (Berlinale). El largometraje transcurre en 1908, y casi todo el tiempo en el Ártico. Quizá por eso, Coixet, de 54 años, dice echando una mirada el entorno industrial: “Esto es raro de cojones”. Las últimas semanas han estado rodando en orden cronológico una historia inspirada en hechos reales en la que su protagonista, Josephine Peary (Juliette Binoche), sigue los pasos de su marido, el explorador estadounidense Robert Peary, en su expedición al Polo Norte geográfico. En estos momentos, Josephine se encuentra atrapada, helada y bastante maltrecha; con la única compañía de una inuit llamada Allaka (Rinko Kikuchi). Ha sufrido, en palabras de Coixet, “calamidades sin fin […] vamos, le caen hostias por todos lados”.
La acción, cuenta la realizadora, empieza de forma épica, al estilo de las grandes aventuras, con barcos de época surcando los mares y trineos atravesando la nieve; pero a medida que avanza el metraje comienza a hacerse cada vez más pequeña e íntima; se va desprendiendo de todo ornamento. Hasta que solo quedan la inuit y la señora de la alta sociedad de Boston frente a frente. “Viene una tormenta brutal y se lleva por delante el refugio en el que estaban; ellas huyen y se guarecen en un iglú”. Dos mundos opuestos. Dos civilizaciones. Dos mujeres. Y el invierno polar ahí fuera. Cinco meses de oscuridad total. “La nocheeeee”, carraspea Coixet con voz de brujo. Sin alimento, sin combustible, sin agua. En el lugar más inhóspito de la tierra. Tal y como lo contaría Binoche más adelante: “Parece un viaje geográfico, pero cuando queda atrapada lo que hay es un descenso a su interior”.
La tiniebla reina en el plató. Se distingue a duras penas a la actriz francesa en las inmediaciones de la mesa de catering. Muerde una manzana. Con gesto serio y duro. Parece cabreada. Quizá agotada. En el último mes ha perdido “ocho o nueve kilos”, apunta Coixet. “Se lo ha tomado muy en serio. Empieza la película llena de energía, fuerza y vitalidad. Luego la comida va escaseando, el frío, las vicisitudes, la espera van pudiendo con ella. Desde el principio hablamos que tenía que haber una transformación física, aparte del maquillaje y la peluca”. Binoche, con la cara pálida y heridas en los labios, deja asomar una mirada que muerde. Dice lacónica: “Como. De otra forma no estaría viva”. Su siguiente escena es sencilla: un primerísimo primer plano del anillo de casada con Peary entre sus dedos mugrientos y sus uñas machacadas. De nuevo en el interior del iglú. Cuando terminan, ella levanta la mano con el aro y grita con todas sus fuerzas: “¡Qué hijo de puta!”. Un exabrupto de rabia, probablemente dirigido al causante, en la ficción, de todos los males que se prolongan en su vida real. “Fin de la jornada”, anuncia un ayudante de dirección. Ya solo quedan dos días de rodaje. Alguien grita: “¡Yuju!”. Esa noche, Coixet organiza un karaoke en su habitación del hotel y mostrará al equipo algunas de las escenas ya montadas pertenecientes a los exteriores rodados en Noruega. Trineos, perros y ventisca. Binoche, al parecer, agradece este tipo de reuniones. “Le hubiera gustado salir más”, cuenta la directora, pero, debido a la dieta, “no puede beber, no puede comer…”.
“Experimento esta película a un nivel muy personal”, dice Binoche
Al día siguiente, cuando ya todo parece en marcha para comenzar a rodar en el plató, la maquilladora Sylvie Imbert, con un Premio Goya por su trabajo en Blancanieves, describe, a partir de su trabajo, el instante que atraviesan el personaje de la actriz francesa y su compañera de reparto japonesa: “Vamos por la tercera peluca. Se les ha caído mucho pelo; ya es la demacración total. ¡Te da pena ponerlas tan feas!”. Y enseguida desaparece rumiando para sí misma: “Voy a ver si se ha colocado los dientes…”. Por la tarde, sin embargo, Binoche recibe en su camerino radiante. La puerta se encuentra entornada. La luz es tenue, como de estudio de escritor noctámbulo. Ella se encuentra sentada en el borde de un sofá, con las manos en el regazo y la espalda muy recta. Tiesa e inmóvil como una tabla. Cubierta por un vestido de franela beis, de principios de siglo XX, acabado en cuello de cisne, y con un apretado corsé. De nuevo, en la piel de una bostoniana de buena familia, caracterizada para las fotografías que recorren estas páginas. Y cubierta con la primera peluca, exhibiendo una cabellera poblada (aunque, debajo, Binoche tiene un pelo muy corto). El vestido han tenido que cogérselo con alfileres. Meses después del inicio del rodaje le queda grande. El guion descansa sobre la mesa. Extiende una mano huesuda. Apenas sonríe. Como actriz, suele mostrar una intensidad inusitada. En alguna ocasión ha dicho que cuando se lanza a interpretar otras vidas ha de tomar “un riesgo en contarlo”. Si no, no merece la pena. En la salita, describe Binoche apenas sin introducción: “Estoy experimentando esta película a un nivel muy personal. Nos encontramos al final del rodaje y siento que ya es hora de largarse de aquí. Es una historia extrema. Casi como pasar por la muerte. He dado todo lo que he podido. Emocionalmente, no puedo más. Hemos atravesado tantas capas de ir desnudándonos…”. En un momento dado, parece incluso que se le quiebre la voz. Se explica en un inglés exquisito de la Costa Este de Estados Unidos.
Dice Coixet que cuando conoció a Binoche, hace una década, “tenía ese acento francés como de Peter Sellers en el Inspector Clouseau”. Lo ha trabajado durante tres meses con un especialista en dicción, el que han empleado de Kate Winslet a Penélope Cruz. “Se lo ha currado de la hostia”, en palabras de la realizadora. Si hay algo que resulta notable en la filmografía de la catalana es el renombre internacional y la talla de los actores con los que ha rodado: Mark Ruffalo, Sarah Polley, Tim Robbins, Penélope Cruz, Ben Kingsley. “Yo siempre les convenzo”, dice Coixet. Pero no sabe cómo. Explica el caso de Binoche. “La conocí hace unos 10 años. Un productor italiano que había visto Mi vida sin mí (2003) me llamó por si me interesaba hacer una película basada en la II Guerra Mundial; muy bonita, aunque el guion no estaba a la altura de la historia. Pero además era con Juliette Binoche. Y me pareció que me había tocado la lotería. Me fui a París, la conocí, nos entendimos muy bien, estuvimos de acuerdo en muchas cosas que había que cambiar del guion… Pero nunca más volvimos a saber del productor. Esas cosas pasan”. En cualquier caso, se mantuvieron en contacto de forma esporádica. “Yo siempre he esperado el proyecto para poder decirle: ‘Esto es para ti”, asegura Coixet. Le ocurrió con el libreto de Nadie quiere la noche, escrito por Miguel Barros (Blackthorn), que le habían ofrecido dirigir. “Pensé: es que es ella [Binoche]. La conozco un poco, sé cómo trabaja. Y este personaje, o tenemos un pedazo de actriz como ella, o es que no sale”.
Binoche es una de las actrices más reputadas del planeta. Una estrella libre. Independiente. De culto. Y con medio siglo de vida. En los noventa, cuando su belleza tumbaba al espectador de un puñetazo, y comenzaba a brillar con luz propia, rechazó trabajar con Steven Spielberg en Parque Jurásico para colocarse a las órdenes de Krzysztof Kieslowski en la obra maestra Tres colores: azul. No había cumplido los 30 y ya había rodado con leyendas como Louis Malle o Jean-Luc Godard. A los 23, su rostro dio la vuelta al mundo con La insoportable levedad del ser (1988), una adaptación de la novela de Milan Kundera que protagonizó junto a Daniel Day-Lewis.
Hija de polaca y francés, ambos progenitores eran artistas, profesores, bohemios vinculados a la escena teatral. Ella, que estudió baile desde niña, dice que se sintió actriz desde muy pronto. En 1996 ganó el Oscar a mejor actriz de reparto por la producción británica El paciente inglés. Y volvió a ser nominada por Chocolat (2000). En la última década ha sido la musa atormentada de Michael Haneke en Caché (2005) y también una científica nuclear en la superproducción de Hollywood Godzilla (2014). Entre medias, se convirtió en la primera actriz en lograr el mismo año los tres grandes premios de la interpretación europea –Cannes, Venecia, Berlín– por su papel en Copia certificada (2010), de Abbas Kiarostami. Ha hecho de todo. En todas partes. Cuando ha querido. Como ha querido. Con quien ha querido. Tiene dos hijos. Nunca ha estado casada. “No puedo soportar repetir algo”, asegura, con la espalda rígida como un muro en su camerino. Practica todas las artes. Baila. Escribe. Pinta. Y le gusta darle vueltas a la creación. “Todo es una posibilidad de expresarnos. Me interesa el movimiento. Moverme. Trasladar de un lugar secreto a un lugar externo… Arriesgar. Ir muy dentro de uno para revelar algo, con ese movimiento de dentro hacia fuera. Es la magia de la vida. En la pintura hay movimiento, igual que en el baile y en la interpretación. Para mí son lo mismo, solo es cuestión de expresarlo de forma diferente”.
En 2008, por ejemplo, se embarcó en una tournée mundial de danza junto al reputado bailarín y coreógrafo británico Akram Khan. Le faltaban los músculos, cuenta. Pero buscó en otro sitio, según intenta explicar: “Mi energía, la capacidad de transformar las emociones… Eso me hizo moverme”. A la pintura, en cambio, le empujó mucho antes el cineasta Léos Carax, con quien rodó dos películas y convivió cinco años. “Él escribía y yo no me podía quedar allí simplemente mirando. Empecé a pintar, y a dibujarle, y él fue incluyendo esos dibujos en el guion de Los amantes de Pont Neuf (1991) [en la que ella interpreta a una pintora vagabunda]. Se convirtió así en un juego que se retroalimentaba…”. En ese momento, alguien abre la puerta del camerino e interrumpe el hilo de su pensamiento. “Espera”, dice hacia la persona de la entrada con la palma abierta y un aire severo. Su rostro es de una belleza cálida y fría a la vez. “No he terminado todavía”. Cuando se cierra y vuelve a centrar la mirada, se ha quedado en blanco: “Oh, Dios”, dice. Y lanza la mandíbula hacia adelante, molesta, pronunciando una leve “k”.
“O la tenemos a ella, o este personaje no sale”, afirma Coixet
Con el guion de Nadie quiere la noche bajo el brazo, Isabel Coixet fue a buscarla esta vez a Avignon. Era julio de 2012. Y Binoche participaba allí en un recital de la obra De A para X junto a su autor, el escritor John Berger. Fue Berger, amigo de Coixet, quien le avisó. “Así que cogí el coche”, recuerda la realizadora, “vi la obra, me gustó muchísimo lo que hacía… Y le di el guion”. Pasó un año sin respuesta. “De cuando en cuando ella me decía: ‘No lo he leído, estoy muy liada”. Y el productor de la película, exasperado ante la espera, sugería moverlo entre otras actrices de Hollywood. “Pero yo estaba convencida de que si lo leía, le gustaría y vería que era un gran personaje para una actriz”, recuerda la directora. Al cabo de un tiempo, un día le llamó y le dijo: “Adelante”. Tal y como lo rememora Binoche, se oyó un sollozo al otro lado del teléfono. Era Coixet emocionada. En palabras de la intérprete, “porque sabía cuánto costaba contar esta historia. Es una de las primeras directoras que he visto realmente pasando por la historia con nosotros [los actores]. Me da la sensación de que los hombres ponen un poco más de distancia. Es como si controlaran más. No digo que ella no controle la película, es que hay una implicación diferente. Esta es una historia de mujeres. Hay algo de la feminidad que le está tocando específicamente”.
Dentro del iglú, Binoche aparece algo más calva, algo más pálida que el día anterior. Nos ha explicado la directora sobre su método de trabajo: “Juliette necesita… tiempo. Estar ahí mientras iluminamos, metida en el personaje, metida en el momento”. Sin embargo, hoy el ambiente parece distendido. “¡Es como el Kamasutra!”, se oye bromear a la directora y las actrices. Ambas de nuevo envueltas en pieles. Cuando la cámara comienza al fin a rodar, se desplaza delicadamente del rostro de Rinko Kikuchi al de Binoche. La luz de la escena, según ha contado poco antes el director de fotografía, busca reproducir la penumbra y los claroscuros de los lienzos de Georges de La Tour. No hay diálogo. No hay movimiento. Dos mujeres con la mirada en el infinito. Coixet susurra en inglés: “Ahora cierra los ojos”. Y la francesa deja caer los párpados, exánime.Transmite cierta paz el instante. El silencio queda suspendido en el plató. Kikuchi sigue con los ojos abiertos. Mira muy dentro de sí misma. La intérprete japonesa, de 33 años, que ha rodado, entre otros, con Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu, exterioriza poco después el privilegio de compartir cartel con Juliette Binoche: “Soy una gran admiradora de su trabajo. Desde que era adolescente. He visto muchas de sus películas. Es como un sueño hecho realidad”. Y tras pensarlo unos segundos, define a su compañera: “Ella es como un camaleón, tiene un montón de colores dentro”.
El arte. De eso hablaba Binoche antes de que la interrumpieran en el camerino. Prosigue: “Para mí es el vínculo entre lo visible y lo invisible. Pero lo que me interesa en realidad es cómo se crea algo nuevo. Sin copiar. Es el camino más fascinante. Lo nuevo siempre es arriesgado. Porque la gente no siempre lo entiende. Tenemos tendencia a quedarnos en cosas que sabemos, porque uno se siente más cómodo. Pero para mí es al contrario. Es como hacer otra toma. Cuando alguien dice en el plató: ‘Vamos a duplicarlo’. Es la frase más matadora que he escuchado jamás. No quieres duplicar, no eres una máquina, solo quieres recrear algo, y recrear significa que no sabes lo que va a pasar. Ha de ser impredecible. Realmente creo que la interpretación es el arte de la transformación. Quiero decir… Es una encarnación, así que las células se tienen que transformar. Por ejemplo: experimentamos calor vestidas con estas pieles, pero, aun así, tenemos que simular que estamos heladas. ¿Cómo haces esto posible? Cuando estoy afinada, en la frecuencia de onda, me siento helada y me sacuden escalofríos. Estoy creando una memoria emocional que me hace sentir el frío. Tenemos este poder, el poder de las células”.
Da la sensación de que acaba de confesar los secretos del camaleón. Es la última toma del día. Y ahora las dos mujeres se encuentran tumbadas. Un cuerpo junto al otro. En el interior del cascarón de hielo. Ajenas a lo que sucede a su alrededor. Permanecen inmóviles mientras los foquistas y los ayudantes de fotografía revolotean a su alrededor y terminan de ubicarse. Cuando Coixet empuña al fin la cámara, pronuncia un “¡acción!” serio y agresivo. Según Binoche, con esa inflexión de voz con la que la directora catalana introduce y acompaña cada escena, le confiere “un espíritu, un soplo, una exhalación” única a cada instante. “Porque la interpretación pertenece a un lugar sagrado”, añade. “Y ella es consciente de esto”. La cámara graba. Las dos mujeres, acaloradas en la realidad, pero muertas de frío en la ficción, se abrazan poco a poco hasta fundirse en un solo cuerpo. En una sola piel. Apenas queda una llama en el hogar. Las sombras titilan en la bóveda blanca. Coixet pronuncia un “corten” suave y sigiloso como un arrullo.
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