La esperanza de paz resiste en Bojayá
Los habitantes del municipio que sufrió una de las peores masacres del conflicto armado en Colombia viven entre el anhelo de paz y las cicatrices de la guerra
Nadie se imaginaría que la masacre ocurrió muy cerca. Después de que uno de los actos más atroces del conflicto armado en Colombia partió su historia en dos, Bellavista fue reubicada a un kilómetro de donde quedaba. La nueva cabecera municipal de Bojayá es un lugar tranquilo, a orillas del río Atrato y rodeado por la espesa selva del Pacífico. “Bojayá hace rato pagó el precio de la guerra. Un precio muy alto”, afirma uno de sus habitantes. Ahora Bellavista es una especie de oasis que se respeta entre la incesante violencia, como pocos lugares del Chocó.
En las otras zonas, salir después de que oscurece es exponer la vida. La presencia del Estado es escasa y la de los grupos armados ilegales abunda. Durante décadas se han disputado el control del territorio por su ubicación estratégica para el narcotráfico y otras actividades ilícitas como la tala ilegal, con la población civil de por medio. El Chocó, con más de medio millón de habitantes, es el único departamento del país con salidas hacia Panamá y a los océanos Pacífico y Atlántico. Es un lugar privilegiado pero condenado a la indiferencia.
Monseñor Mario Álvarez Gómez, administrador apostólico de la Diócesis de Quibdó, advierte el recrudecimiento de la violencia. “A la corrupción que impide que los pocos recursos que llegan se traduzcan en bienestar, se suma que es un espacio propicio para los grupos que han llegado a una guerra sangrienta, a una destrucción del medio ambiente por la explotación del oro a gran escala y economías ilícitas. Es un caldo de cultivo para que no cesen la violencia, el desplazamiento, ni el confinamiento. Todos los días asistimos a situaciones de dolor y muerte”, lamenta. Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, Indepaz, en 2022 se presentaron cuatro masacres que dejaron 16 víctimas en Chocó.
La Defensoría del Pueblo ha emitido múltiples alertas sobre la situación. “El escenario de riesgo se configura por el reciente proceso de incursión del ELN hacia Nuquí y Bahía Solano desde el municipio del Alto Baudó, territorios que venían siendo controlados ampliamente y casi de manera hegemónica por las AGC [el Clan del Golfo]”, dice una de ellas, del 15 de julio de 2022. La más reciente, de diciembre pasado, señala la disputa armada entre las mismas agrupaciones en todo el Baudó. Más de 34 mil personas soportaron confinamientos forzados el año pasado, denuncia la Defensoría.
Para Álvarez, la propuesta de paz total del presidente Gustavo Petro es una luz de esperanza. “Hay mucho que superar en ese compromiso, pero hay una percepción de que se puede alcanzar. Nuestra gente necesita sentirse segura. Esa seguridad hará posible que entremos en un ritmo mucho más claro de la reconciliación”, sostiene.
Quienes han padecido la guerra comparten ese anhelo. “La paz significa el silenciamiento de los fusiles y que haya oportunidades para el campesino, para los jóvenes, para las madres cabeza de hogar. Si todo se tranquiliza y todos tenemos un apoyo o un trabajo, todo se va organizando porque todo el mundo tiene qué hacer y no piensa en cosas que no debe pensar”, sostiene Luz Marina Cañola, cantaora de Voces de Resistencia, una agrupación de cantos fúnebres tradicionales para despedir a los muertos, expresar resiliencia ante el dolor y denunciar los actos de violencia.
La capital del Chocó también padece el horror de la guerra. Las autoridades reportan, en promedio, un asesinato cada dos días por enfrentamientos entre bandas criminales que se disputan el dominio de los barrios. El año pasado, Quibdó fue la ciudad del país con la mayor tasa de homicidios, seis veces más alta que la de otras capitales, según estadísticas de la Policía. La mayoría de los 169 asesinados eran jóvenes.
La inseguridad ha presionado a algunos habitantes a abandonar la ciudad. “Acá me gano una cuarta parte de lo que me ganaba en Quibdó, pero vivo tranquilo”, confiesa un comerciante que prefirió trasladarse con su familia a Bellavista. “No se puede perder la esperanza de la paz total, pero ellos [los grupos criminales] no van a soltar sus negocios”, opina.
Bojayá está a cinco horas en lancha de Quibdó por el río Atrato. El recorrido es un viaje de contrastes. Las canoas navegan con lentitud, cargadas de plátanos que se cultivan en la región. Los ocupantes cubren su piel con sombrillas de colores. En las orillas, los pobladores arreglan pescado o se sientan afuera de las casas pequeñas de madera a contemplar el día. Los niños nadan o juegan fútbol sobre improvisadas canchas de tierra. Esa magia se interrumpe cuando se divisan letras pintadas en aerosol sobre vallas, postes o viviendas, con las iniciales del grupo armado que se impone en cada territorio.
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Bellavista renace, pero no olvida. Un grupo de niños juega en un parque infantil en una tarde de viernes. Se abrazan uno detrás del otro para lanzarse juntos por el rodadero, entrelazados por la emoción de la aventura. Los muros de la plazoleta donde se divierten están adornados con mariposas, flores y caras felices que los alumnos de la escuela municipal pintaron en tonos pastel. El espacio les pertenece. “Este mural recoge el sentir de los niños y las niñas que cuestionan la guerra, el dolor y el abandono. Nos recuerda la responsabilidad que implica el no olvidar. Soy lo que otros no pudieron ser y por eso no los olvido. Somos niños renacientes, no queremos más violencia, los niños en este mural demostramos resistencia”, escribieron.
Juan Carlos Murillo Rivas, 10 años
Kevin Rengifo Rivas, 6 años
Leyfer López Rengifo, 17 meses
Diana Milena Mena Palacios, 3 años
Fredy Chaverra Córdoba, 1 día
Allí aparecen los nombres de 46 niños y niñas que perdieron la vida en la masacre del 2 de mayo de 2002. Ocurrió una mañana de jueves, tras más de 24 horas continuas de combates entre paramilitares y guerrilleros de las Farc en el corazón de Bellavista. La población buscó refugio en la iglesia San Pablo Apóstol, pero un cilindro bomba que el frente José María Córdoba de la guerrilla lanzó contra el bloque Élmer Cárdenas de las llamadas Autodefensas Unidas de Colombia cayó en el templo. Había ancianos y mujeres, algunas de ellas embarazadas. Por lo menos 81 personas murieron, según el Centro Nacional de Memoria Histórica. La mayoría eran menores. El Cristo de la iglesia quedó mutilado.
En su informe final sobre el conflicto, la Comisión de la Verdad recuerda que “varios de los heridos murieron por la negativa de las Farc de dejarlos salir para brindarles atención médica. Ni siquiera pudieron enterrar a sus muertos; 5.771 personas se tuvieron que desplazar”.
La tragedia estaba anunciada. “A pesar de las alertas levantadas por los organismos de control del Estado advirtiendo de la eventual operación liderada por los paramilitares para retomar el control del eje de navegabilidad sobre el río y de las solicitudes de la comunidad a los actores armados para que abandonaran el territorio, fue poco lo que se hizo para evitar lo ocurrido”, agrega la Comisión. Más de 20 años después, las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo se siguen repitiendo.
La fuerza pública llegó a la zona una semana después de la masacre. El Estado, las Farc y los paramilitares tuvieron responsabilidad compartida en lo ocurrido, subraya la Comisión. Las víctimas fueron enterradas en fosas comunes. Sus familiares sólo pudieron empezar a cerrar el duelo 17 años después, tras la exhumación y la plena identificación de los restos.
Poner un pie en Bojayá es desafiar la fragilidad de la memoria. En la entrada del nuevo Bellavista reposan los cuerpos de las víctimas. “No pude ver tu rostro que anhelaba tanto”: Albeiro Córdoba Romaña, tres meses de gestación. Las letras están talladas, como el sufrimiento que causó la tragedia, en las lápidas de mármol que se levantan a ambos costados del mausoleo. Cada paso recuerda una ausencia. “No se va quien se muere, sino quien se olvida. Te recordaremos por siempre”, dice otro epitafio. Llueve casi todos los días, con tanta fuerza como si las gotas fueran a romper los techos de lata de las casas. El cielo no deja de llorar a los muertos.
Del viejo casco urbano solo queda el vacío de la desgracia. La iglesia se conserva para conmemorar aquella fecha imborrable. “Cuando viajamos por nuestro río, cuando caminamos por nuestro pueblo, cuando nos congregamos en este templo, recordamos el 2 de mayo de 2002″, dice la placa conmemorativa a un costado de la puerta. Desde una reja se observan en el interior imágenes a blanco y negro captadas por Jesús Abad Colorado, el fotógrafo que ha retratado el dolor de las víctimas del conflicto. Una de ellas muestra la mirada de un niño sobreviviente. Es la cara del olvido y el sufrimiento. En las ruinas de la escuela, que quedaba contigua a la iglesia, está el vestigio del tablero de un aula de clases. Lo demás son paredes sin techos ni ventanas, cubiertas por la maleza, como si la selva quisiera tragarse el horror de la guerra.
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