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Falsos positivos
Columna
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Breves apuntes sobre la decencia, el dolor ajeno, las redes sociales y los nuevos congresistas

Con un show barato y frívolo, en el que desmontó un homenaje a las víctimas de ‘falsos positivos’, Miguel Polo Polo demostró, por si alguien lo dudara, que siempre se puede caer más bajo

Miguel Polo Polo
Miguel Polo Polo mientras habla durante una sesión en el Congreso, el 13 de noviembre de 2024, en Bogotá, Colombia.Juan Camilo Díaz / Cámara de Representantes (EFE)
Juan Gabriel Vásquez

En un país cuya clase política nos da todos los días motivos para la vergüenza, en un Congreso cuyos miembros constantemente rebajan los límites de la decencia (o cuyos hombres y mujeres decentes sufren todos los días por estar donde están), ese personajillo patético que es Miguel Polo Polo demostró, por si alguien lo dudara, que siempre se puede caer más bajo. Su ridícula puesta en escena –metiendo en bolsas de basura las botas pintadas que evocaban a las víctimas de los “falsos positivos”, todo entre aspavientos insultantes– ya tiene un lugar bien ganado en la larga historia de la imbecilidad política en Colombia, pero además nos puso a muchos a lamentarnos por enésima vez del momento en que algo o alguien les permitió a esos influencers con ínfulas una silla en la mesa de los adultos. Entre los muchos daños que le han hecho las redes sociales a nuestra vida política –no sólo empobreciendo la conversación y banalizando los debates importantes–, está la circunstancia imprevisible de haber dado poder a gente sin brújula moral que nunca sabrá para qué sirve.

Los “falsos positivos”: qué dolorosas son esas comillas. A mí, por lo menos, me recuerdan la cantidad de veces que los colombianos hemos inventado palabras para disfrazar el horror, para camuflarlo, justificarlo hipócritamente o mirar hacia otra parte. “Retenciones con fines económicos”, decían las guerrillas cobardes para referirse al obsceno crimen del secuestro, que siguieron obscenamente justificando hasta hace muy poco. Pero ya he visto en alguna parte que las comillas se le empiezan a caer a los “falsos positivos”, como si hubiéramos naturalizado ya la expresión. A fin de cuentas, nada de esto importa realmente, o no importa mucho: lo que importa es recordar lo que la expresión designa, los miles de asesinatos cometidos por militares colombianos para hacer pasar a jóvenes inocentes por subversivos muertos en combate y así cobrar premios o estímulos. Entre los muchos momentos de degradación de esta guerra nuestra –que están ahí, en el informe de la Comisión de la Verdad, para todo el que no quiera taparse los ojos: la crueldad inverosímil de las guerrillas, los paramilitares, el ejército–, estos crímenes son uno de los más espeluznantes.

En alguna página de ese informe están las palabras de un grupo de mujeres, las que hemos llamado Madres de Soacha, que hablan de sus hijos asesinados por el ejército de su país. Dan el nombre de la víctima, la fecha en que desapareció de su casa y la fecha en que lo mataron, a veces con la hora precisa de su muerte, y a veces, pero no siempre, se les quiebra la voz contando –por ejemplo– que su hijo mayor tuvo que sacar al menor de una fosa común en Ocaña, y que ni siquiera tenía una pala para hurgar en la tierra. Estas mujeres que han sufrido lo indecible, que lo vuelven a sufrir para seguir con su causa personal, aparecen en varios videos, declarando ante las cámaras en conversaciones con los comisionados, y hay que ser muy cínico o estar muy podrido por dentro para conocer esos relatos y hacer lo que hizo Polo Polo: burlarse de esas víctimas, burlarse de esas madres. No sólo con su negacionismo a la vez pueril e insultante, que ya sería lo bastante vergonzoso si lo hubiera exhibido en una declaración ante ese Congreso que envenena con su presencia; pero hacerlo como lo hizo, como un show barato y frívolo dirigido a sus frívolos seguidores –alguna responsabilidad les cabe a ellos, que lo jalean y le aplauden sus majaderías–, es una manera particularmente indigna de reírse del dolor ajeno.

Pero ese es el grupo del que viene Polo Polo: así son sus cómplices del Congreso, los que comparten con él pupitres, ideologías, videos de redes sociales. Desde luego que ya no puede sorprender a nadie el negacionismo que se ha expandido por todas partes como manera de hacer política (o de reemplazar la política cuando algunos se dan cuenta de que la realidad no está de su lado). Todo el mundo niega la existencia de lo inconveniente, y si lo hacen es porque pueden: porque suficientes seguidores son lo suficientemente ignorantes, ideologizados o bobos. María Fernanda Cabal hizo el ridículo hace ya varios años tratando de negar que hubiera existido la Masacre de las Bananeras, que llamó risiblemente “mito de la narrativa comunista”, y la reacción de los historiadores la puso en evidencia. Ahora Polo Polo niega otra masacre, u otro tipo de masacre, con las mismas motivaciones de esa derecha indecente que tenemos, y lo hace, como lo hizo Cabal, cuestionando las cifras. Pero el espacio es distinto: Polo Polo lo hace de otra forma, más infantil y más boba si cabe.

Un día sabremos cuánto nos han envilecido o idiotizado (o las dos cosas al mismo tiempo) las redes sociales. Pero lo que será más difícil medir es cuánto les creen los ignorantes, los fanáticos o los incautos a personajes como este congresista. Alguno habrá que le crea, seguramente, no por convicción, sino por odio o prejuicio o envenenamiento: porque el odio ajeno es el material que alimenta los comportamientos en redes de estos individuos. No sé si odio sea una palabra demasiado grande o incluso noble para lo que puede ser mera maldad, mero envilecimiento. Entre las razones que daba Jaron Lanier, un viejo pionero de Silicon Valley, para cerrar las redes sociales, estaba una que me viene a la mente cuando pienso en Polo Polo y los que se le parecen, tanto en la derecha como en la izquierda: “Las redes sociales te están convirtiendo en un idiota”. ¿Por qué? Porque han hecho que sea rentable comportarse de manera indigna.

Y así pasan cosas como la que pasó en el patio del Congreso. Se trata de herir, de agredir, de mentir a mansalva, y de exhibir ese negacionismo facilón que ni siquiera espera entrar en un debate. No sirve de nada dar pruebas en contrario: no sirve de nada decirle mentiroso a Polo Polo, ni tampoco decir que su comportamiento es indecoroso, ni que su presencia en el congreso de mi país me da vergüenza y debería dársela a todo congresista decente. No sirve tampoco hacer el inventario de las confesiones de los soldados culpables, ni remitir al negacionista –es un ejemplo entre miles– al periódico El Tiempo, en cuya primera página, el 11 de mayo de 2022, se publicó la foto de una de esas madres de Soacha con la imagen de su hijo asesinado y la siguiente leyenda: “Catorce años después de los asesinatos de jóvenes inocentes llevados desde Soacha hasta Norte de Santander, los militares responsables de los falsos positivos llegaron hasta esta población vecina de Bogotá para reconocer sus crímenes y pedir perdón”.

También Polo Polo debería pedir perdón. Pero eso pasaría solamente si estuviéramos en otro país: un país con sentido de la vergüenza, un país menos envenenado por el odio y la sinrazón de todos, y un país donde el odio y la sinrazón no pudieran rentabilizarse a punta de clics y de likes y de frivolidades semejantes. Donde no baste tener seguidores para ser congresista: donde se necesite, además, tener cierta mínima decencia.


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