Bucles temporales y días de la marmota en el mundo de los videojuegos
Las cárceles temporales son un importante soporte narrativo. Y cada vez más
Exceptuando algún antecedente literario, el concepto de bucle temporal aterrizó de forma masiva en la cultura popular con El día de la marmota (1993), la inolvidable película de Harold Ramis en la que Bill Murray revivía un helado día de febrero en la localidad estadounidense de Punxsutawney. No se trataba exactamente de viajes en el tiempo, sino de una cárcel temporal: al terminar el día (o al morir), el protagonista volvía a empezar la misma jornada. Exactamente la misma, en la que todo el mundo actuaba de la misma forma y los acontecimientos se sucedían en el mismo orden. Una y otra vez, así hasta el infinito. Su título en español no dejaba lugar a dudas sobre de qué iba todo aquello: Atrapado en el tiempo.
Cuando Tom Cruise protagonizó en 2014 Al filo del mañana (en el que el héroe despertaba en el mismo punto tras morir durante una salvaje invasión extraterrestre), muchos críticos hicieron la misma afirmación: era la mejor película de videojuegos jamás hecha. ¿Cómo era posible eso, si ni siquiera se basaba en un videojuego? Pues, sencillamente, porque la mecánica del reinicio no estaba explícita en los videojuegos, pero evidentemente es la mecánica más implícita en ellos: da igual de qué vaya el juego que, cuando mueres, se reinicia la partida. ¿Cómo era posible que el mundo interactivo no hubiera explotado ese filón narrativo del bucle temporal?
En un bucle temporal el jugador pierde todo lo que consigue (objetos, dinero, progreso) durante la partida excepto una cosa: la información que guarda en su memoria. Y si uno se para a pensarlo, el bucle es otro ejemplo perfecto de esa identificación total con el protagonista que solo puede acontecer en un videojuego: nosotros no es que juguemos con un personaje que va recogiendo información, es que somos los que recolectamos esa información; somos literalmente los detectives que van resolviendo el misterio que nos propone el juego. Eso ya de por sí enriquece la obra, pero cuando encima se trata de un gran juego, con un guion sólido y un mundo excitante, entonces nos encontramos ante algunas de las experiencias interactivas más plenas que podemos disfrutar. Los bucles temporales, con su información dispersa, propician la cristalización de una idea maravillosa: la narrativa no sucede en el juego, que solo te da las piezas del puzle, sino que sucede en el interior de tu cabeza. Toda una audacia lúdica.
Existen grandes ejemplos de juegos con bucles temporales, como The Legend of Zelda: Majora’s Mask (2000), en el que contábamos con tres días (en el juego) para impedir que una luna se estrellara contra nuestro mundo. Pero desde ese 2014 es como si las piezas hubieran encajado. Llegó Minit (2017), un juego estupendo y modesto, en formato pixel art y que supone una deconstrucción del modelo aventurero de Zelda, en el que solo contamos con ¡un minuto! para investigar el pequeño mundo hasta que se reiniciaba el bucle. Llegó The Sexy Brutale (que publicó en 2017 la española Tequila Works), donde el jugador debía evitar una serie de asesinatos durante una fiesta a lo Gran Gatsby; The Forgotten City (2021), que nos sumergía en la civilización romana y desnudaba muchas de sus contradicciones o Twelve Minutes (2021), en el que, desde una única vista cenital de un apartamento, teníamos que evitar que un hombre (Willem Dafoe) asesinara a nuestro personaje (James McAvoy) y a nuestra mujer (Daisy Ridley), a la vez que desenmarañábamos una compleja y traumática trama familiar.
Para quien esto firma, la cima de este tipo de narrativa se alcanzó con Outer Wilds en 2019. El juego, un prodigio de aparente sencillez en primera persona, nos sumergía en un sistema solar cuya estrella estallaba cada 20 minutos, tiempo en el que debíamos ir con nuestra rudimentaria nave a los cinco diminutos planetas (estilo El principito) para intentar descubrir cómo evitar la catástrofe. Intentar descubrir eso o algo todavía más importante, porque, a través de un uso muy sugerente de la física cuántica, el juego se atrevía a internarnos en los grandes misterios del cosmos (y de la vida): de dónde venimos, a dónde vamos, por qué existe todo esto. En una época más bien descreída, para muchos jugadores ha sido (suena exagerado, pero es la verdad) una forma de acercarse a un concepto trascendente de la existencia. Vamos, que jugar (pasarte) Outer Wilds te hace mejor persona, que es una rara cualidad que tienen algunas obras de arte.
El último gran juego basado en un bucle temporal, y que de alguna manera justifica la percha informativa de esta columna, es Deathloop (lanzado el año pasado para PlayStation 5 pero que acaba de llegar al Game Pass de Microsoft para XBox Series). Más centrado en la acción desenfrenada, su parte narrativa bebe de La invención de Morel para mostrarnos una isla donde sus habitantes han alcanzado la inmortalidad a través del bucle.
En Deathloop el armazón temporal le quita hierro al asunto en sí, que es eliminar a varias personas. Es decir, al contrario que en otros juegos, la liviandad con la que se trata el asesinato no obedece tanto a la voluntad de los desarrolladores como al artefacto narrativo: matar se convierte, literalmente, en un juego, con lo que el tono de la obra (jocoso, más parecido a Tarantino o Guy Ritchie) nunca parece impostado sino natural, señal de que las piezas encajan: la narrativa sirve al propio concepto del juego, y viceversa. Es decir, fondo y forma se dan la mano como en los matrimonios (artísticos) bien avenidos. Es difícil resistirse al chiste: a todos los juegos aquí mencionados dan ganas de jugarlos una y otra vez. O sea, en bucle.
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