‘Toji’, de Pak Kyungni: la novela que explica el trauma de Corea
El país lidera los índices de suicidios de la OCDE. ¿Qué sucede, por qué esa estrecha relación con la muerte voluntaria?
Hace seis años estuve en una residencia para escritores en Seúl. Un día, al salir a la calle, vi un coche patrulla y dos policías que miraban hacia arriba. Había un joven en el borde la cornisa del edificio. Los policías esperaban, bromeando. Nadie se paraba a mirar lo que pasaba, cruzaban a la otra acera y seguían su camino. El joven no se decidía a tirarse, tampoco a renunciar a ello.
Camus sostenía que el suicidio es el primer asunto filosófico que debe abordarse. Ahí están el dilema de Hamlet y el impulso que lleva al chico de la novela de Hermann Hesse a lanzarse bajo las ruedas del tren. Gottfried Benn, el poeta que practicaba autopsias y vio muchos suicidas, aseguraba que la mayoría habían sido impulsados por una decisión repentina. La duda no suele llevar a la muerte voluntaria. Ni Kabawata ni Mishima dudaron. “Aquí el suicidio está en todas partes” escribió el autor coreano Young-ha Kim, también entre sus colegas. Corea lidera los índices de suicidios de la OCDE. Es la cuarta causa de muerte, y aunque la cifra ha disminuido entre los varones adultos, aumentan los jóvenes, mujeres y ancianos que ponen fin a sus vidas.
He vuelto a Corea para pasar el otoño en el Centro Cultural Toji, fundado por la escritora Pak Kyungni (1926-2008), referente literario nacional. Cerca de Wonju, rodeado de campos de arroz y de sésamo, de pájaros y bosques, Toji es un lugar para la contemplación y la escritura. Al poco de instalarme, el curso de un riachuelo me condujo a una laguna idílica. Hacía calor, diminutas ranas saltaban en los márgenes, libélulas lilas planeaban sobre el agua inmóvil. Todo invitaba a lanzarse al espejo y un nadador no puede resistirse a esa llamada. Esto lo sabe Murakami y también lo sabía Byron. Al mencionar mis largos felices en el agua pura, un escritor local me dijo que estaba prohibido: “La gente pensará que quieres suicidarte y llamarán a la policía”.
Los coreanos, muy centrados en el deber, son alegres y abiertos y se emborrachan más que nadie en el mundo
¿Qué sucede en este país, por qué esa estrecha relación con la muerte voluntaria? Lee Myung Hun, autor de una novela sobre los años de la crisis que golpeó a la imparable economía coreana, me dice que ella tuvo bastante culpa en el auge del suicidio. “La fractura sigue generando miedo. Ya no sólo es el estrés de las endeudadas familias y de los adolescentes: las parejas se quiebran, los jóvenes no se comprometen, la natalidad se ha detenido. La incertidumbre alienta un egoísmo que no existía ni en los períodos más negros de nuestra historia. Muchachas abofetean a personas mayores en el metro porque las han rozado sin querer. La generación de nuestros padres era más solidaria.”
¿Acaso no es propio todo ello de cualquier nación occidental? Tiene que haber otras razones. No se ven niños en las calles. Los coreanos, muy centrados en el deber, son alegres y abiertos y se emborrachan más que nadie en el mundo. “El alcoholismo nos cuesta más de 21.000 millones de dólares al año”, dice Lee. ¿Será quizá por esa embriaguez desmedida, tanto a la hora de trabajar como a la de beber, que hay tantos suicidios?
Empecé a leer Toji (Tierra), la saga novelística de Pak Kyungni, en la edición inglesa. Quizá ahí había alguna clave que explicase lo que sucede en este país. Toji arranca en 1897 con el Chuseok y acaba, en la primera de sus cinco partes, con el traumático éxodo a Manchuria. El Chuseok celebra la cosecha de la luna de otoño. Ahora son unas familiares vacaciones urbanas, pero entonces era la gran fiesta del campo. Mientras los mayores ofrecen sacrificios ancestrales y visitan las tumbas de sus deudos, la inflexible voz narradora cuestiona “si la luna, que cruza el río de la oscuridad como una sombra de la muerte, puede ser considerada un símbolo de la abundancia”.
La persecución de la abundancia rige la vida coreana. Esa industrial fiebre de producir con una energía kamikaze, que ha dejado exhaustas a varias generaciones, ya era criticada por Pak en los setenta, cuando seguía escribiendo Toji, una novela infinita que cubre medio siglo, hasta la derrota japonesa de 1945. Siete mil páginas con gran variedad de estilos, marcadas por el diálogo continuo de unos personajes completos en su humanidad. La diligencia, modestia y estoicismo de los coreanos se ven reflejados con una poderosa inspiración que evoca personajes de Brönte y de Hardy.
Pak leyó a los clásicos occidentales en japonés. Toji desprende ambivalencia respecto de la larga ocupación nipona, veinte años de su vida, los decisivos. Más allá de penurias y humillaciones, Toji gira en torno a la identidad nacional y cómo ha sido forjada, capa a capa, a través de su compleja relación con Japón, de la hostilidad al acomodo, entre la fascinación y el odio. “Nunca sabes lo que piensa un japonés”, me dice una poeta de Seúl. En la curiosa ósmosis de dos culturas hermanas que siguen necesitándose puede estar el quid del asunto. Pak condena en su obra las masacres y la violencia imperiales, así como el culto estético a la muerte. Sin embargo, se aleja cuanto puede del nacionalismo patrio mediante la universal corriente compasiva que circula en Toji; gracias al personaje de Ogata Jiro, acaba por no distinguir entre víctimas y verdugos, entre ellos y nosotros. Aflojando el nudo confuciano que aprieta la sociedad coreana, la compasión budista puede ayudar a apartarla ahora de una senda autodestructiva que lleva, igual que le ha sucedido al país del sol naciente, tantas veces al suicidio.
“Una nación”, escribió Pak Kyungni en el gran pajar de Toji, “¿no será un mero colectivo unido por la necesidad, como animales agrupados para sobrevivir? Un conjunto de inestables seres humanos, la soga de las llamadas afinidades de sangre apretada en torno suyo, una estaca clavada en el suelo a la que se llama nación, una calle de un solo sentido”.
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