‘Memorias ahogadas’: formas de mirar el agua
El libro de Jairo Marcos y María Ángeles Fernández recupera las historias políticas y personales de los habitantes que lo perdieron todo en los pueblos anegados por los embalses
Visite los fiordos leoneses, dice el cartel. El paseo en barco de una hora cuesta 15 euros. Carmen Allende, una de las pasajeras, no mira al agua, sino al cielo. Soy incapaz de ver un lago bonito, dice, porque sé lo que hay ahí debajo. La grabación que acompaña la visita explica que el embalse de Riaño anegó ocho pueblos, pero la principal practicidad de los números consiste en la reificación: convertir lo vivo en una cosa que debe ser útil. El libro de Jairo Marcos y María Ángeles Fernández recoge las historias vitales de un proyecto que se aceleró para eludir la legislación europea sobre medioambiente. El desarraigo y la resistencia al grito de Riaño vivo: los cortes de carreteras, los antidisturbios o las excavadoras que tiraban las casas ante la desesperación de sus habitantes.
Memorias ahogadas nos hace mirar más allá de la superficie quieta de los embalses para conocer las historias políticas y personales que hay detrás, la gente que se quedó hasta que el agua les llegaba por las rodillas. La propiedad de la tierra siempre ha provocado conflictos, pero el agua parece quedar fuera de ese debate. Aparentemente, es de todos. El libro recuerda que su gestión no lo es y que el diseño de la política hídrica siempre ha respondido más a intereses privados y centralizados. Como sucede hoy con las renovables, una parte del país queda como zona de sacrificio para la extracción de recursos. El libro nos recuerda cómo todo el poder del Estado se puso al servicio de empresas constructoras y energéticas. La resistencia de Riaño era imposible en la dictadura, que también proporcionaba a las empresas mano de obra casi gratuita a través del servicio de redención de penas. En el embalse del Ebro, la placa de recuerdo tuvo un debate encendido y las autoridades se negaron a que apareciera la palabra republicanos.
El libro abre con la historia del embalse del Porma, diseñado por el escritor e ingeniero Juan Benet y que anegó Vegamián, el pueblo del escritor Julio Llamazares. El encuentro entre ambos, que merecería una obra de teatro, se recoge en el libro. Así que escribes gracias a mí, dijo el autor de Volverás a Región. El libro hace hincapié en las historias personales y, en ocasiones, puede ser un poco prolijo, pero las narraciones siempre buscan un hilo que las estructure: un grupo de música, un funcionario honesto. Hay una segunda parte donde se recoge la historia oral de los desplazados, los que tuvieron que abandonar su modo de vida y recibieron promesas de indemnizaciones, reasentamientos o nuevas infraestructuras. En la tercera, tres textos singulares sobre el agua. El primero es uno de los más interesantes y narra la historia de cómo los internos del sanatorio psiquiátrico de Ciempozuelos acabaron en el balneario La Isabela, en Guadalajara.
El libro cierra con dos tragedias, la de Torrejón, en Extremadura, y la de Ribadelago, en Zamora. Mucha prisa y malos materiales. Conozco bien la última. Pasé los agostos de mi infancia en el Lago de Sanabria y, como Carmen Allende, no sólo veía algo bonito en el agua quieta. Se decía que podías oír las campanas del pueblo anegado cuando estabas a punto de ahogarte. Aún hoy, vuelvo a la orilla en cuanto dejo de ver el fondo.
Memorias ahogadas
Pepitas de Calabaza, 2024
368 páginas, 26,50 euros
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