Los misterios de Joni Mitchell
Un libro de entrevistas y la publicación de la más reciente caja recopilatoria de grabaciones inéditas ayudan a perfilar la personalidad indómita de la cantautora canadiense-californiana
Según el famoso dicho de F. Scott Fitzgerald, “no hay segundos actos en las vidas norteamericanas”. La trayectoria de Joni Mitchell (Fort Macleod, Alberta, Canadá, 1943) sugiere que, al menos en el territorio de la música popular, sí pueden surgir las segundas oportunidades. Sintetizando su caso: en lo que llevamos del siglo XXI, Joni ha publicado dos álbumes con lustrosas recreaciones orquestales de standards y de su propio radiante cancionero, con arreglos realizados por Vince Mendoza, más un único disco conteniendo temas nuevos, Shine (2007), de tono comparativamente minimalista. También alejada de los escenarios, la Mitchell parecía haber dado por cerrada su carrera musical —eso sí, continuaba pintando sus cuadros impresionistas— cuando en 2015 sufrió un aneurisma cerebral que puso en alerta al mundillo de Los Ángeles. Un puñado de amigos y admiradores reaccionaron con conciertos de homenaje, facilitando a continuación su vuelta al directo en las llamadas Joni Jams, ocasionales actuaciones estelares que evocan las sesiones mensuales homónimas que se desarrollan en su casa de Hollywood Hills.
Puntualización apresurada: la altísima reputación de Joni Mitchell se circunscribe principalmente al ámbito anglófono, aunque recibió el Polar, premio otorgado por la Real Academia Sueca de la Música y entregado por el rey Carlos XVI Gustavo. Eso fue en 1996; como ella gustaba de recalcar, cuatro años antes de que el mismo honor recayera en Bob Dylan (los altibajos de la relación entre Dylan y Joni, advierto, requerirían otra doble página). Hay explicaciones para su relativa falta de universalidad: la reticencia a realizar giras fuera de Estados Unidos y Canadá, la densidad literaria de sus letras, su conexión con coyunturas poco conocidas en el extranjero y, sobre todo, su pasmosa evolución musical, que desde fuera se podría interpretar como una necesidad caprichosa, incluso hasta patológica, de cambiar.
Joni debutó en el circuito del folk, antes de instalarse como abeja reina del rock suave californiano (sí, Carole King vendió entonces más discos, pero no tuvo tanta influencia entre sus colegas cantautores). Y la huida por la tangente —la Ruta del Jazz, para simplificar— que afectó a su comercialidad, seguida por bandazos bruscos hacia el pop a partir de 1982, que escuchados hoy sugieren que Joni se dejó arrastrar por las tendencias de moda en los estudios californianos.
Tan intensa vida ha generado una copiosa bibliografía, en la que merece un lugar prioritario un volumen ahora editado en español: Joni Mitchell. Desde ambas caras. Un libro más que valioso para el oyente que quiera ir más allá del hilo musical de Spotify: las abundantes letras aquí recogidas se presentan en versión bilingüe y han añadido un aprovechable posfacio. El punto distintivo de Desde ambas caras es que la autora, Malka Marom, conoció a Joni en 1966, en un garito de Ontario, e inmediatamente se convirtió en una propagandista de las virtudes de aquella chica “vestida con una minifalda de mercadillo”, que a primera vista “parecía una camarera sin nada mejor que hacer que jugar a ser artista”. Marom, por aquellos tiempos una cantante profesional, quedó impactada por la tesitura de su voz y, muy especialmente, por la madurez de sus letras: pocos meses mayor que Joni, sintió que aquellas canciones articulaban sus propios sentimientos sobre la urgencia de vivir una existencia auténtica, libre de la losa de un matrimonio fracasado; los venerables folk clubs no fueron ajenos al zeitgeist de la década prodigiosa.
Al año siguiente, Marom dejó la música profesional y se introdujo en la CBC, la radiotelevisión estatal (y una de las glorias de Canadá, dicho sea de paso). Ya como periodista, entrevistó a Joni entre 1973 y 2013. Fueron largas conversaciones de amigas en las que ambas se ponían al día de sus últimas vicisitudes. Marom tenía un permiso implícito para hacer preguntas incómodas y Joni se abría más de lo habitual que con otros entrevistadores, que a veces acudían con agendas ocultas y ganas de hurgar en su supuesta pretenciosidad, su fama de comehombres, su sentido de la competitividad…
Asuntos que, obviamente, son dignos de atención. Cuando Marom pregunta por las cantantes que considera sus iguales, Joni ofrece un trío de ases: Édith Piaf, Billie Holiday, Oum Kalthoum…, todas convenientemente difuntas. Se puede entender que, en otras páginas del libro, rechace a artistas tendentes al exhibicionismo, sea escénico o vocal, como Beyoncé o Whitney Houston. Pero no se priva de compartir una anécdota del disquero Clive Davis, que lanzó a la Houston y que informó a sus hijos: “Bueno, Joni no es una estrella famosa, no tan famosa como Whitney, pero es más importante”.
Uno puede aceptar que Joni atesore los halagos, vengan de donde vengan. A lo largo de su carrera se ha sentido menospreciada, y no tanto por el hecho de ser mujer (sorpresa: Joni no se reconoce feminista) como por el modelo de artista que encarna: culta, sofisticada, musicalmente audaz, rabiosamente independiente.
En el libro se desentiende de la escena de Laurel Canyon de finales de los sesenta, principios de los setenta, donde ella funcionó como esencial elemento catalizador. Asegura que “James Taylor era un perfecto desconocido” cuando salían juntos. Riñe a David Crosby por atribuirse la inspiración de su ‘Woodstock’, que ella asegura que vino directamente de la cobertura mediática del festival. Apenas menciona a otro compañero de vida, Graham Nash, que dedicó una canción tierna (‘Our House’, en el elepé Déjà Vu) al hogar que compartían y que está muy presente en los surcos de uno de sus álbumes más apreciados, Blue (1971). Disco que, aparte de ser un best seller desde 1971, ha proyectado su sombra sobre las últimas generaciones musicales, algo reconocido explícitamente por Rufus Wainwright, los Fleet Foxes, Laura Marling, St. Vincent, Weyes Blood…
Ah, respecto a su ninguneo de antiguos compinches. No pasa nada: todos elegimos una versión de nuestra biografía según las circunstancias. En su momento, Joni detestó particularmente el seguimiento de las turbulencias amorosas de Laurel Canyon que hizo Rolling Stone, entonces una potente publicación bisemanal, donde se la retrataba como una especie de aventurera sexual. Se quejaba del doble rasero y, característicamente, se escudaba en Picasso: “De la misma forma que sus mujeres marcaron sus diferentes etapas, yo me emparejo con hombres, generalmente músicos, que amplían mis horizontes creativos. ¿Qué hay de malo?”.
Para Joni, el machismo de Rolling Stone era el reflejo de una industria musical en general “llena de cerdos”. Cabe imaginar que Joni paladeó el agridulce elixir de la revancha cuando el fundador de la revista, Jann Wenner, hundió lo que quedaba de su reputación al publicitar su libro sobre el olimpo del rock, The Masters, y —en conversación con The New York Times— defender torpemente su decisión de no incluir mujeres ni artistas negros.
Por el contrario, ella alardea de haber conectado siempre con el público afroamericano. Prince era un admirador que cantaba sus composiciones y Joni asegura que, cuando todavía no había alcanzado la fama, ella le reconocía por destacar entre el público de sus conciertos. También recogió elogios de Nina Simone, Janet Jackson o del temible Kanye West. No sé si esa afinidad explica una insólita metedura de pata, cuando acudió a una fiesta con la piel oscurecida, una peluca afro y disfrazada de uno de los arquetipos del gueto, el chuloputas, una ocurrencia que repitió en la sesión de fotos para la funda de Don Juan’s Reckless Daughter (1977). Reconociendo demasiado tarde que aquello pudo resultar ofensivo, el álbum tiene ahora otra portada.
Hablemos de sus años jazzísticos. Una fase retratada en el volumen 4, de la serie Joni Mitchell Archives, que cubre desde 1976 a 1980. Seis CD que revelan su gloriosa flexibilidad. La retrospectiva comienza en onda folky con la Rolling Thunder Revue, aquel carnaval dylaniano que hoy recuerda alimentado por montañas de cocaína. En verdad, ella jugaba literalmente en otra liga, como revela la portada, Joni con boina, una variación chic sobre la estética beatnik, posiblemente anticipando el look de Rickie Lee Jones. Su acercamiento al jazz fue paulatino y motivado, explica, por su falta de entendimiento con los bajistas y bateristas del planeta rock.
En el librito incluido en la caja de Rhino, ella deshace algunos de los mitos que se han adherido a Mingus (1979), su disco-de-suicidio-comercial. Se sintió honrada de conocer al contrabajista Charles Mingus, ya entonces en silla de ruedas por la ELA. Tras descartar la idea de adaptar poemas de T. S. Eliot al lenguaje callejero, Mingus ofreció varias composiciones para que Joni añadiera letras. Ella rechazó algunas y hurgó en el tesoro de melodías clásicas del contrabajista, poniendo palabras a su honda evocación del saxofonista Lester Young, ‘Goodbye Pork Pie Hat’.
Por su parte, Mingus no terminó de apreciar el tratamiento que Joni dio a sus creaciones. Aunque ellos no pertenecieran a su escuela de instrumentistas, el hombre podía entender lo que hacían Wayne Shorter al saxo o Don Alias en la percusión. Pero se le atragantó el torrencial bajo eléctrico de Jaco Pastorius, que funcionaba efectivamente como su alter ego: cuenta aquí Joni que, cuando se desplazó a la localidad mexicana de Cuernavaca, donde Mingus se sometía a un tratamiento desesperado para su enfermedad, con la intención de ponerle la primera tanda de grabaciones, el jazzman —ya incapacitado de hablar— lanzaba unas miradas tan feroces que el equipo de música misteriosamente dejó de funcionar. Fue menos tormentoso el trato con otro gigante del jazz, el pianista Herbie Hancock, que en 2007 contribuiría con su River: The Joni Letters a la rehabilitación de Joni ante la industria; ganó el principal Grammy aquel año, algo que ella —siempre recelosa respecto a los premios y honores— supo valorar.
Asombra comprobar el poderío económico que Joni Mitchell desplegaba en 1979, cuando hizo una gira por Estados Unidos con un dream team que incluía a Jaco, Pat Metheny, Lyle Mays o Michael Brecker. Y antes ensayó con Gerry Mulligan, John McLaughlin, Stanley Clarke, Tony Williams o Phil Woods. Como ella suele pensar la música en términos pictóricos, se puede argumentar que esos pesos pesados aportaban los colores, las texturas que su repertorio precisaba en ese momento. Aparte, ellos validaban sus intuiciones musicales, producto de sus introspectivos acercamientos al piano o las afinaciones atípicas de su guitarra.
En su libro, Malka Marom no desdeña el componente de cenicienta de la biografía de Joni. Criada en la digna pobreza del Canadá rural, sin acceso a educación de nivel, debió tomar decisiones desagradables: con 20 años, sola y embarazada por un novio que se desentendió, tuvo que dar su hija en adopción (happy end: madre e hija se reencontrarían en los años noventa). Su primer matrimonio, con el músico estadounidense Chuck Mitchell, no parece que fuera un cuento de hadas: aunque facilitó la profesionalización de Joni, el marido más bien desalentó su incipiente talento como compositora; sí lo harían Tom Rush, Eric Andersen, Judy Collins o Leonard Cohen, que incluso preparó una lista de libros que ella debería conocer.
Marom incorpora a su libro las voces de Elliot Roberts, mánager de su periodo triunfal, o de Henry Lewy, ingeniero de sonido con la agilidad necesaria para captar y guardar las improvisaciones de Joni en el estudio. Por mucho que ella abomine de la industria, podemos concluir que ha sido afortunada en las ligazones con sus diversas discográficas; asunto diferente es que se manifiesta decepcionada con sus ventas, sin llegar a computar los radicales cambios en los medios o incluso en los gustos musicales. Al menos, logró conservar cierto sentido del humor al respecto: en el mismo día de 1996 publicó una colección de Hits (éxitos) y otra de Misses (pinchazos).
En realidad, Joni siempre ha gozado de presupuestos satisfactorios y compañías comprensivas. En los últimos 10 años ha publicado directos, maquetas, ambiciosas recopilaciones temáticas (busquen Love Has Many Faces) y esas cajas que sirven para corregir problemas de ecualización en los discos oficiales o para recordar que Joni tuvo la inteligencia de archivar todo lo grabado, desde 1963 en adelante. Parafraseando el lema que motivaba a Frank Zappa, vecino suyo en Laurel Canyon, digamos que “la compositora del tiempo presente rehúsa morir”.
Joni Mitchell. Desde ambas caras
Traducción de Elena y Cristina Vilallonga
Libros del Kultrum, 2024
279 páginas
22 euros
Joni Mitchell
Rhino / Warner
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