‘The Mummers’ Dance’
Escucho por YouTube una canción de Loreena McKennitt y quedo prendado de los paisajes célticos que acompañan la música. Se suceden imágenes de belleza turbadora, estampas de una naturaleza húmeda y salvaje: la niebla de la madrugada, las nubes cerradas, los acantilados atlánticos, el sol blanco del amanecer, las aguas frías de lagos estrechos y profundos donde, dice la tradición, habitan serpientes gigantes… Son paisajes de una hermosura singular, vastas estepas desoladas donde asoma la ruina de un castillo o el resto de un muro de piedra. Y con la música, profundamente lírica, de Loreena McKennitt, uno se deja llevar por la melancolía.
En nuestro imaginario estético y moral se enfrentan la admiración ante la naturaleza y la vulgaridad funcional del bienestar. Esa contradicción es una de las servidumbres que paga el ser humano por haber resuelto sus necesidades primarias. Porque la admiración estética de la naturaleza sólo es posible a partir del bienestar garantizado. Y, del mismo modo, la indignación porque una carretera afee el verde de una colina o porque una especie animal desaparezca del planeta es el privilegio de quien ni debe vivir en la colina ni siente al animal como enemigo. Esas preocupaciones tienen sentido ahora, cuando vivimos en viviendas confortables y nos permitimos sentimientos elevados mientras aguardamos la hora de cenar. Pero para aquellos que padecían frío, hambre e infecciones, para los hombres y las mujeres que morían jóvenes y veían morir a lo largo de la vida a muchos de sus hijos pequeños, un paisaje brumoso de montaña no era una estampa conmovedora: era una jodienda.
Parte de la simpatía que despierta el ecologismo (que no es un sentimiento, sino una ideología de intereses concretos) nace de explotar esos resortes emocionales. Estamos sensibilizados, más que ante el dolor, ante su exposición. El sacrificio de un cordero nos eriza los cabellos. Pero para la gente que peleaba día a día contra las contingencias de la naturaleza el sacrificio de un cordero era un motivo de alegría. Los niños saltarían de gozo ante los chorros de sangre: el hambre, por unas horas, iba a estar lejos.
Ahora, ante la naturaleza, tenemos la sensación de vivir en el exilio. Y claro que esto es el exilio, el exilio de la civilización. Pero esa nostalgia de la naturaleza no responde a una telúrica llamada sino que es una construcción cultural. La belleza de la naturaleza ni siquiera está en la naturaleza. No tiene nada que ver con ella: está dentro de nosotros, es nuestra, nos pertenece. Si ahora vemos con indulgencia el mundo físico es porque nos sentimos a salvo de los peligros que hacían de él un infierno.
Vuelvo al vídeo de Loreena McKennitt. Los paisajes desolados de las llanuras célticas son fascinantes. Pero ahora pienso también en otra cosa: en esa casita de ahí, que asoma entre la bruma, tenía de hacer un frío de mil demonios.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.