Cuando salí del barrio
Salía a la calle y había riadas de humanos que iban a gastar sin medida, a beber smoothies y comer ensalada de quinoa. Y yo, que vivía ahí, empecé a sentir que estaba encerrada en una postal.
Debo reconocer que al llegar a la universidad se me subió lo de ir a diario a la capital. Me consta que no tiene mucho sentido, puesto que está a algo más de una decena de kilómetros, pero me creí alguien por sumergirme en atascos insoportables a bordo de la blasa (comencé a estudiar periodismo antes de que nos pusieran metro), salir los jueves hasta tarde por discotecas de Madrid-Madrid (repetirlo es importante para evidenciar que hablo de la almendra central) o por hacer pellas en parques gigantes con personas que venían de muchas partes de la comunidad y de todo el país. En Madrid, quedaba con gente de mi clase para ver películas sesudas en versión original, iba a librerías del tamaño de mi barrio donde podía tomar té y escuchaba grupos de música indie en cafés.
Salir de la periferia me sirvió para tomar conciencia de la manera en la que nos percibían fuera de ella. De repente, Alcorcón dejó de ser “aquí” para ser “allí” e, incluso, “el más allá”. Fue como si me sacaran del armario del barrierío, donde yo estaba la mar de bien, y me calzaran un montón de etiquetas. Hasta llamaba la atención mi manera de hablar, que mezcla refranes de abuela con expresiones de los 90, algún cultismo y unos cuantos macarrismos. No es que me pareciera mal, es que yo no entendía que nos vieran diferentes, que eso significara algo y que ese algo fuera si no malo, sí, medio pintoresco.
Cuando me independicé, me fui a compartir piso a Madrid-Madrid, por supuesto. Era increíble poder quedar y salir con quince minutos de antelación, en lugar de con una hora como solía hacerlo; me fascinaba decirle a mis amistades de fuera de Alcorcón que vinieran a casa y que no se llevaran las manos a la cabeza por considerar que tenían que atravesar la tierra media; me encantaba llegar a mi hogar por siete euros de taxi, no congelarme esperando el búho en Príncipe Pío o que no me preguntaran de qué forma llegaba a los sitios, como si en el extrarradio no hubiera transporte.
Más adelante, me mudé a otro lugar aún más céntrico. Salía a la calle y había riadas de humanos que iban a gastar sin medida en tiendas de ropa casual, a beber smoothies y comer ensalada de quinoa, a pasear sus hurones cuando se llevaban o a perros de la raza que en ese momento estuviera de moda. Y yo, en cambio, que vivía ahí, a medida que fue pasando el tiempo empecé a sentir que estaba encerrada en una postal.
Lo cierto es que nunca dejé de comprarme el B1 y cada día que pasaba me tiraba más todo lo que no fuera la zona A. En mi periferia no había conciertos de esos, pero sí de otro estilo, tenía vecinos de más de cincuenta años, quedaban comercios pequeños, había zapateros que ponían tapas en las suelas en lugar de tachuelas y chuchos adoptados sin pedigrí.
Madrid-Madrid es genial, pero yo prefiero ir, ver y disfrutar de todas las cosas buenas que ofrece y luego volver sin mirar atrás.
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