Corten el ‘teleprompter’
La de Trump fue una comunicación basada en símbolos, gestos, actitudes, rostros, semblantes; no en palabras o discursos. Un ejemplo fue lo que hizo faltando horas para el cierre de la campaña: se puso un delantal y fue a servir a un McDonald’s
Los expertos en comunicación pública se pasarán años debatiendo acerca de las elecciones que colocaron a Donald Trump en la Casa Blanca. Ésta quebró muchos de los paradigmas hasta ahora incuestionables. Es sabido que las competencias electorales de los Estados Unidos son un modelo que influye en todas las democracias del mundo. De ahí que hoy sea imposible planear una campaña electoral, en ningún lugar, sin analizar lo que condujo a Trump a la victoria.
Sería pretencioso intentar siquiera enumerar las múltiples lecciones que dejó este evento, pero hay un aspecto que de suyo evidente: que la convergencia entre el miedo y la impaciencia, de un lado, y el reinado de las redes sociales, el comercio electrónico, el trabajo a distancia y la IA, han transformado profundamente el modo cómo opera la comunicación y cómo se forma la opinión pública. Es una cuestión sobre la que se ha escrito y debatido hasta la saciedad, pero los actores públicos aún no lo asimilan del todo. Kamala Harris es un buen ejemplo.
La de Harris fue una comunicación básicamente racional. Conceptos, palabras, discursos. Sus propuestas se comprendían como eslabones lógicos de planes de larga duración. Cada medida iba acompañada de la creación de nuevas entidades estatales. Todo definido al milímetro, sin margen para la improvisación. Al final lo que se se retenía eran muchos procesos, etapas, organigramas, pero escasas medidas tangibles y memorables.
¿Podía eso tener éxito en un electorado atrapado por una angustiante sensación de peligro e inmediatez y por un deseo —exacerbado por las redes sociales— de emanciparse de los intermediarios y los expertos? Se vio que no. Lo que se vio en EE UU es que los votantes quieren cambios aquí y ahora, no procesos; buscan quiebres concretos y mensurables, no mas comisiones, leyes o instituciones; desean medidas inmediatas y concretas (tipo “no tax for tips”, de Trump), no planes ni burocracias.
En materia económica el contraste fue especialmente brutal. Trump ofreció crecimiento apelando a su ejemplo como billonario. Por si fuera poco, dispuso del respaldo enfervorizado de Elon Musk, ícono mundial del emprendimiento, la innovación y el éxito. Su adversaria, con una trayectoria de vida dedicada al servicio público pagada con un cheque fiscal, apelaba al respaldo de 29 Premios Nobel. Ya sabemos en quién pusieron su confianza los electores.
La de Trump fue una comunicación basada en símbolos, gestos, actitudes, rostros, semblantes; no en palabras o discursos. Un ejemplo de esto fue lo que hizo faltando horas para el cierre de la campaña: se puso un delantal y fue a servir a un McDonald’s; luego se puso uniforme y manejó un camión de basura para responder a Biden, quien había calificado de garbage a sus seguidores. Éstas fueron las imágenes con las cuales los electores entraron a la urna.
“Corten el teleprompter, aunque se indignen mis asesores”, gritaba Trump en sus rallies. Las audiencias estallaban. Sabía que la credibilidad descansa en la autenticidad, y que esta brota de la improvisación, no de lo pauteado y ensayado. En el momento más crítico de la campaña destinó tres horas a una conversación con guion abierto con Joe Rogan, un famoso y controvertido presentador de podcasts. Pero lo más poderoso fue su reacción ante el atentado en Pensilvania, cuando se levanta con el puño en alto llamando a no rendirse. Este gesto lo volvió invencible.
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