Cuando ya no eres un niño: la transición hacia la edad adulta mina el equilibrio emocional
Varios estudios indican altas tasas de problemas de salud mental en la franja 18-25 años. A una nueva presión para sentir y actuar como personas maduras, se suma un aumento en la exigencia de logros académicos o laborales
Al terminar el Bachillerato y cumplir la mayoría de edad, Berta ya arrastraba un largo historial de bullying. Desde los 12 años siempre se había sentido fuera de lugar, castigada socialmente por no amoldarse al rol de chica adolescente prototípica. En el paso oficial a la adultez, las altas expectativas de su entorno se unieron a una total confusión sobre qué estudiar. “No tenía ni idea de nada”, confiesa. También comenzó a censurarse por experimentar intensamente un miedo y una zozobra que, en teoría, una persona adulta no tenía derecho a sentir. “A mí se me escapaban las emociones y se me criticaba mucho por ello”, explica. Ya no procedían “pataletas de niña”, así que empezó a drogarse para “vivir entumecida”. El consumo voraz fue el detonante de una tormenta perfecta que derivó en un brote psicótico. Con apenas 20 años, Berta ya sabía lo que era pasar unos meses ingresada en una clínica de salud mental.
Según un informe de la Confederación Salud Mental España (CSME) publicado el pasado año, la etapa de los 18 a los 25 años arroja las peores cifras en cuanto a “percepción subjetiva” sobre salud mental: el 26% juzgan la suya como mala o muy mala. En EE UU, un estudio de la Universidad Harvard, también de 2023, cifró en un 36% los jóvenes en esa franja con problemas de ansiedad, y en un 29% aquellos con síntomas depresivos, en ambos casos casi el doble que durante la adolescencia.
En el análisis de Harvard, liderado por Richard Weissbourd, los factores que más afectan negativamente en el bienestar de los llamados adultos emergentes son la falta de un propósito vital y las presiones para rendir satisfactoriamente en los estudios o el trabajo. “Es en esa época cuando uno se plantea, como Hamlet, que en la obra se está haciendo adulto, preguntas existenciales tipo ser o no ser”, reflexiona Weissbourd. El temor a no dar la talla puede abrumar. “Asusta pensar que no vas a ser capaz de cumplir, digamos, con el código adulto”, prosigue.
Tampoco ayudan la escasa perspectiva temporal y una cultura que fomenta miradas en exceso egocéntricas. “Transmitimos a las nuevas generaciones que todos tenemos una misión o una llamada únicos, y que si hacemos suficiente autoexploración, la encontraremos. Pero lo cierto es que, en la mayoría de los casos, no hay un sentido de la vida inmutable”, afirma Weissbourd. El presidente de la CSME, Nel González Zapico, ahonda en la importancia de aflojar tensiones, de relativizar la sensación de urgencia que cunde a esas edades. “Uno cumple 18 o 20 años, no ve una senda clara y se frustra. Hay que enseñar que los proyectos vitales suelen construirse mientras vamos aprendiendo”.
En el pasado, prosigue Weissbourd, la sociedad asignaba —incluso entre las clases media y alta de los países occidentales— una senda clara de “intenciones vitales, como ser un buen cristiano o tener hijos”. El menor margen de acción podía asfixiar a algunos, pero mitigaba las dudas y la inseguridad que estas conllevan. Hoy prevalecen mayores cotas de libertad, un concepto en principio positivo pero que —como no se cansó de repetir el filósofo existencialista francés Jean-Paul Sartre— lleva aparejado un reverso oscuro: la angustia de equivocarse o no aprovechar las infinitas oportunidades de ser más libre.
Aun así, sostiene Mediss Tavakkoli, investigadora iraní afincada en España, todas las sociedades marcan sutil o explícitamente “qué implica ser un adulto de éxito”. Tavakkoli publicó recientemente un estudio en el que vincula percepciones sobre adultez y salud mental. Y concluyó que, en todas las edades, considerarse a sí mismo un buen o mal adulto —de acuerdo a variables subjetivas como la madurez para asumir responsabilidades u objetivas como la independencia financiera— impacta significativamente en el bienestar. “Verse como un fracaso de adulto supone una enorme amenaza para la salud mental”, explica esta investigadora.
Soledad y falta de proyecto vital
Entre los adultos de nuevo cuño, añade Tavakkoli, impera además una idea de autosuficiencia que no contribuye a suavizar los sinsabores de la vida misma: “Tienden a pensar que han de sobrevivir solos y estar bien sin ayuda de otros”. Según un estudio de 40dB. para este diario publicado el año pasado, un 37% de jóvenes menores de 24 años se sienten solos, el porcentaje más alto entre todos los tramos de edad.
Durante la veintena y más adelante, “las altas tasas de desempleo juvenil y las dificultades para emanciparse añaden otros elementos de riesgo”, apunta Patricia Bolea, directora de la clínica de salud mental ITA La Garriga (Barcelona), donde ha creado un programa específico para adultos emergentes. Esta psicóloga resume un panorama de sobra conocido en países como España: “Jóvenes superbién preparados con salarios muy precarios, problemas en el acceso a la vivienda, etcétera”. Factores socioeconómicos aparte, Bolea estima que “el exceso de protección de las familias durante la adolescencia hace hoy más compleja la transición a la vida adulta”. Y sostiene que una clave a estas edades pasa porque cada cual vaya definiendo prioridades “de acuerdo a su sistema de valores” y abriéndose sin ideas rígidas “a la inmensa diversidad de formas para encontrar satisfacción en la adultez”.
Tras su paso por la universidad, a los 21 años, Berta estudia ahora para ser auxiliar de veterinaria. “Ha llevado su tiempo, pero me he dado cuenta de que quiero dedicar mi vida a ayudar a los animales”, afirma. Además de haber encontrado un camino propio, en su mejoría está cobrando un gran valor la mayor permisividad con sus emociones: “Lo único que consigues si no te dejas sentir perdido, o incluso desamparado, es acabar sintiéndote así con más frecuencia”. Con ese aprendizaje, Berta va, poco a poco, deconstruyendo las imposiciones sobre cómo ha de ser una cuando ya no se es una cría.
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