No volverán a ser jóvenes
'La Bohème', estrenada este lunes en el Teatro Real, es una ópera que pasa casi directamente del planteamiento al desenlace
Como Jaime Gil de Biedma, los jóvenes protagonistas de La Bohème también parecen dispuestos a llevarse la vida por delante. Hacen chanza de su precaria existencia y viven al día, despreocupados e irreflexivos. En la puesta en escena de Richard Jones, la juventud parece primar sobre la bohemia y, por fortuna, el británico huye de toda experimentación, evitando incluso lo que podrían considerarse los rasgos más característicos de sus producciones. Cuando se estrenó en la Royal Opera House el pasado mes de septiembre, sustituía a la venerable de John Copley, repuesta en múltiples ocasiones en el teatro londinense durante nada menos que 41 años. Quien esperara una gran vuelta de tuerca por parte de Jones, se equivocó de palmo a palmo. No es La Bohème una ópera que se preste mucho a la experimentación: es un título indestructible, “a prueba de balas”, en palabras del director inglés, pero es mejor no jugar con sus señas de identidad. Ofrece lo que ofrece, con concisión extrema, sin trampa ni cartón. Deconstruirla es desnaturalizarla, como sabe bien el propio Jones tras su primer montaje gigantista de la ópera estrenado al aire libre en Bregenz.
LA BOHÈME
Música de Giacomo Puccini. Anita Hartig, Stephen Costello, Etienne Dupuis y Joyce El-Khoury, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Paolo Carignani. Dirección de escena: Richard Jones. Teatro Real, hasta el 8 de enero.
Al contrario que en el clásico montaje de Copley, las tripas del artificio teatral que ha imaginado Jones están aquí al descubierto: vemos cómo cae la falsa nieve, cómo esperan los cantantes entre bastidores, cómo mueven los tramoyistas la escenografía, que se mantiene en escena aun después de haber cumplido su función, casi ominosamente agazapada, al acecho, a la espera de poder resurgir cuando vuelva a tocarle el turno, como si los distintos decorados fueran recuerdos inconexos almacenados en algún lugar de la memoria. A pesar de la bondad de las premisas, el espectáculo que propone Jones funciona únicamente, sin embargo, al cincuenta por ciento. El primer y el segundo actos resultan fríos, desvaídos, deshilvanados, descentrados casi, con una extraña desconexión espiritual entre foso y escenario. La extraña perspectiva con que se han construido las galerías comerciales y el poco bullicioso y demasiado refinado Café Momus no dan el resultado apetecido. El Jones más reconocible asoma por fin en el tercer acto y, sobre todo, en el cuarto, en los que parece sentirse infinitamente más cómodo: La Bohème es una ópera que pasa casi directamente del planteamiento al desenlace. Y es aquí donde su dirección de actores es —como en él es habitual— precisa, inteligente, sutil, alcanzando su cenit en la magnífica polifonía de voces y gestos de la última escena. Es en ambos actos donde la manipulación emocional de Puccini surte su efecto sin ninguna traba: desde el extraordinario cuarteto final del tercer acto, visualmente irreprochable, hasta el acorde que pone fin a la ópera, la representación no cesa de crecer.
Aparte del excelente hacer de Carignani al frente de la orquesta —con una dirección nada complaciente ni facilona, generosa en dinámica y atenta a resaltar la prodigiosa paleta de colores pucciniana—, buena parte del mérito de este crescendo emocional es de la soprano rumana Anita Hartig, una Mimì de sobrados recursos vocales, timbre hermosísimo y perfecta composición escénica. Fue ella también la que, casi por ósmosis, logró arrancar los mejores momentos de Stephen Costello, un cantante más limitado, tendente a un canto fácil pero a menudo inexpresivo y con demasiadas inseguridades en la zona aguda. Su actuación como Rodolfo, en cambio, especialmente también en los dos últimos actos, sí resulta mucho más consistente. Más que sólidos —ambos son excelentes cantantes y actores— el Marcello de Etienne Dupuis y la Musetta de Joyce El-Khoury, adecuadamente excesiva hasta su metamorfosis radical en el último acto. Joan Martín-Royo, que ya demostró su excelente vis cómica como Papageno en La flauta mágica de Barrie Kosky, compone un Schaunard hiperactivo y muy bien cantado. El coro recupera aquí por fin su mejor ser.
Al final de la ópera, transcurrido el tiempo suficiente desde que comenzó, tras la catarsis grupal provocada por la muerte de Mimì, los ya un poco menos jóvenes protagonistas de La Bohème, de nuevo como Jaime Gil de Biedma en No volveré a ser joven, descubren en sus propias carnes, o cuando menos vislumbran, que “envejecer, morir / es el único argumento de la obra”.
Babelia
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