Vendaval y calcetines
Textos inéditos de un escritor que se iba de compras “como cualquier mortal”
"1 de enero de 1998.
Durante la noche, el viento ha andado con la cabeza perdida, dando continuas vueltas a la casa, sirviéndose de cuantos salientes y hendiduras encontraba para hacer sonar la gama completa de los instrumentos de su orquesta particular, sobre todo los gemidos, los silbidos y los rugidos de las cuerdas, punteados de vez en cuando por el golpe de timbal de una persiana mal cerrada. Nerviosos, los perros se abalanzaban impetuosamente por la gatera de la puerta de la cocina (el ruido es inconfundible) para salir a ladrarle al enemigo invisible que no los dejaba dormir. (...) Antes incluso de desayunar, bajé al jardín para ver los desperfectos, si los había. La fuerza del vendaval no había amainado, al contrario, sacudía con injusta ferocidad las ramas de los árboles, sobre todo las de la acacia, que se mueven con una simple y apacible brisa. Los dos olivos y los dos algarrobos, aún jóvenes, peleaban con valentía, oponiendo a los tirones del malvado la elasticidad de sus fibras juveniles. Y las palmeras, ya se sabe, no las arranca ni un tifón. Por los cactus tampoco valía la pena que me preocupara, lo resisten todo, llega a dar la impresión de que el viento da un rodeo al verlos, pasa de largo, con miedo a clavarse las espinas. Rama baja y el suelo, pero el resultado fue desalentador, la oscilación intermitente del tronco hacía que la improvisada estaca resbalara. Di la vuelta al jardín, buscando otro objeto más apropiado, y vi unas cajas de madera que parecían estar allí esperando este día: cogí la tapa de una de ellas, que una racha repentina casi me arrancó de las manos, y volví al pino en apuros. (...)"
"14 de enero de 1999.
Pilar me había dicho al salir de Lanzarote: "Si tienes tiempo, pásate por El Corte Inglés y cómprate unos cuantos calcetines, que falta te hacen". (...) He tenido tiempo para encaminar mis pasos hacia El Corte Inglés. Estaba eligiendo los calcetines (lo que los españoles llaman "calcetines" está más cerca de lo que nosotros llamamos peúgas (...), cuando oigo preguntar: "¿Es usted José Saramago?". Vuelvo la cabeza (hay que explicar que en ese momento me encontraba en cuclillas, examinando las estanterías más bajas) y veo a un hombre de mediana edad que me miraba con aire dudoso. He vuelto a mi posición vertical y le he respondido: "Sí, soy yo". "Eso me parecía —ha dicho—, pero como lo he visto aquí solo...". Ha añadido unas palabras simpáticas de felicitación, que le he agradecido, y se ha marchado, ya no dudoso, pero, por la expresión de su cara, sí perplejo. Evidentemente, su extrañeza no provenía de verme eligiendo calcetines (...): un hombre, por más incompetente que sea en estos asuntos, no necesita estar siempre acompañado cuando va de compras. Lo que (...) había desconcertado a mi interlocutor era que un premio Nobel (...) estuviese comprando calcetines como cualquier mortal, sin contar, por lo menos, con la ayuda de dos secretarios y la protección de cuatro guardaespaldas. Y encima en una postura tan poco digna...".
Babelia
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