Marta Sanz: “Todavía tenemos cuentas que saldar con nuestros óxidos franquistas”
La escritora apela a la memoria colectiva y cierra su trilogía negra con ‘pequeñas mujeres rojas’
Antes de escribir pequeñas mujeres rojas (Anagrama) –así, en minúscula, como un juego subversivo que se convierte en homenaje–, Marta Sanz tenía varias deudas que saldar. La primera, con la voz de los asesinados por el franquismo, los fantasmas perdidos en las cunetas de España, que ya clamaron en su poemario Vintage (Bartleby). La segunda, con la denuncia de ciertos terrores que se creían olvidados o superados. La tercera, con el género negro y con la trilogía de su detective Zarco que ahora cierra para siempre. “Esta es una novela sobre la mala memoria y también sobre los silencios forzados de manera interesada para construir un relato histórico a la medida de los vencedores. Para hacer eso inevitablemente hay que amordazar bocas, emborronar la verdad de los hechos”, cuenta Sanz (Madrid, 53 años) en su casa, bajo la atenta mirada, solo por un rato, de su gata Calabardina.
Quería una novela que subrayara la necesidad de hablar de la verdad frente al discurso de la tergiversación, la posverdad
pequeñas mujeres rojas es la historia de Paula, una inspectora de Hacienda de mediana edad que llega a Azafrán (o Azufrón si aceptamos el guiño a Dashiel Hammettal estilo Cosecha Roja) para trabajar en un proyecto de memoria histórica. Pero también es la historia de los olvidados, de la familia de Jesús Beato, patrón del pueblo, delator y trepa. Paula se da cuenta pronto de que las cifras no cuadran e inicia la búsqueda de una segunda fosa con un ímpetu y un amor por la verdad que le saldrán caros, porque en aquel pueblo asfixiante, cómplice y maloliente, los de siempre no quieren ni necesitan recordar. “Quería plantear un orfeón de personajes que, además de ser buenos en su vida y tener cosas que los humanizaran, fueran buenas personas por sus actitudes épicas, porque tienen un protagonismo en el espacio público que los convierte en alguien valiente. Y eso, lamentablemente, a veces se paga”, explica para dar cabida a su coro de fantasmas y al resto de voces de este relato coral, de este western habitado por una violencia nada gratuita. “Sabía que no quería que las escenas de violencia, especialmente las ejercidas contra el cuerpo de una mujer, pudieran ser leídas de manera complacida, de una manera que se pudiera decir ‘qué bonito’. No quería que mi sistema nervioso personal, eso que se llama el estilo, hiciera posible esa recreación en los cuerpos castigados de las mujeres", cuenta Sanz, preocupada por el lenguaje, porque la novela se pueble de contrarios en un juego de estilo y metáforas, de narradores poco fiables que da un cariz político a la novela. “Es una manera de tener una confianza en la literatura como elemento de resistencia. El estilo extremadamente literario del libro es una apelación sistemática a la conciencia política”.
El auge de la ultraderecha en España, y en medio mundo, ha dado a esta historia una actualidad inesperada. O no tanto. “Creo que el gran tema de la novela es cómo la memoria democrática tiene sentido en la medida en la que el pasado está en nuestro presente. Todavía tenemos cuentas que saldar con nuestros óxidos franquistas y esto se conjuga con un estado general de la política en la que lo que prima es la visceralidad, la irracionalidad”, reflexiona la autora de Farándula. “Quería una novela que subrayara la necesidad de hablar de la verdad frente al discurso de la tergiversación, la posverdad y las barbaridades que dice por ejemplo [el líder de Vox Javier] Ortega Smith. Hemos vuelto a tener miedos que no teníamos, de los que me había olvidado durante mucho tiempo. Que vuelvan a renacer esos miedos a esas violencias explícitas, directas, contra el cuerpo y las maneras de vivir de mucha gente me parece aterrador”.
El sufrimiento de Paula, la protagonista, no es convencional, aspecto que conecta con las preocupaciones que la autora mostró, por ejemplo, en Clavícula. “Está en un momento de su vida en que todo te magulla más. No es un cuerpo completamente joven, sano, es un cuerpo que empieza a notar que todos los roces le molestan”. En esta novela los animales se humanizan, y los humanos se animalizan antes de morir en el bosque o en un descampado. El lugar asfixia. “Para mí era importante que el pueblo tuviera un relieve, una consistencia, una textura; que lo olieras, que lo sintieras, que esa sensación que tiene Paula de que se le viene el cielo encima y de que hay una burbuja gelatinosa que no la deja salir de allí, que esa sensación la tengan los lectores”.
Jugando con el género
La novela bebe de muchos géneros y a la vez los trasciende, los manipula. Pero al igual que las dos entregas anteriores de la trilogía, se empapa del negro y juega con él, abre vías que no cierra, adelanta hechos esenciales de la trama para subvertir el orden y subrayar que “en esta sociedad serializada el desenlace es importante, naturalmente, pero lo que importa es la calidad de página, el estilo, la inventiva literaria que tiene que ver con cómo se combinan las palabras y no solo con que el mayordomo sea el asesino”. Con Black, black, black (2011) Sanz creo a Zarco, detective gay, personaje turbio y adorable, y dio el salto a Anagrama, donde el libro se publicó después de que la autora lo enviara al Premio Herralde. Ahora, con pequeñas mujeres rojas cierra un ciclo: “Si lo que hice con Black, black, black era intentar enunciar que la literatura negra ha perdido parte de su pegada política por su rutinización estética, lo que no puedo hacer es eternizarme en una saga”, apunta. “La literatura es entretenimiento, por supuesto, pero también denuncia, testimonio, una manera de ampliar tu campo de visión, de adquirir una lucidez que pueda ser dolorosa y que al final repercute en que puedas ser más feliz”.
Un barroco rojo contra lenguaje anoréxico
Marta Sanz dispara a lo que se mueve. Sin prisa, sin vehemencia, con complicidad con el interlocutor va desgranando sus grandes enemigos. Y el lenguaje, siempre presente, sirve de medio y sustancia. “Uso un lenguaje que llamo barroco rojo. Soy una escritora que no proviene de buena familia pero sí de una familia muy buena y los escritores que no provenimos de buena familia tendemos a utilizar un lenguaje no anoréxico, que puede ser exageración, y en esa exageración hay una manera de molestar, de llamar la atención y de meter el dedo en el ojo. Soy la mujer que necesita ponerles muchos nombres a las cosas para al final entender algo. El hecho de usar muchas palabras no es un engreimiento lingüístico sino en realidad la constatación de una duda. Soy muy partidaria de los excesos, y estoy absolutamente en contra de esa ética protestante y el espíritu del capitalismo, de esa mentalidad de ahorro. Pues yo tampoco ahorro en palabras. Se acabó”.
Babelia
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