La retratista del lado más humano de la gente corriente
La Fundación Mapfre dedica una retrospectiva con 200 imágenes al delicado blanco y negro de la fotógrafa estadounidense Judith Joy Ross
Judith Joy Ross es una fotógrafa estadounidense que nació hace 75 años en Hazleton, un pueblo minero de Pensilvania. Camina despacio y parece algo ausente, pero empieza a ver y a hablar de sus 200 imágenes que expone la Fundación Mapfre, en Madrid, su mayor retrospectiva, y se transforma: gesticula, suelta unos cuantos “fucking”, agarra del brazo con complicidad y habla con ternura de sus retratados, excepto algunos de su serie sobre congresistas de EE UU. Esa delicadeza está plasmada en su precioso blanco y negro, logrado con una voluminosa cámara de fuelle sobre trípode y con un papel de impresión directa en contacto con los negativos, de gran tamaño, que luego se expone a la luz natural. Un proceso de la era victoriana. En camiseta negra y vaqueros, con su pelo corto gris, revuelto, se detiene casi ante cada foto; podría estar hablando horas de su trabajo que, al fin y al cabo, ha sido su vida.
La primera fotografía de la muestra, comisariada por Joshua Chuang y que permanecerá hasta el 9 de enero de 2022, es la última que ha hecho de las expuestas, en 2015. Es un retrato a una joven que tituló Perséfone, por la diosa griega del inframundo, que sostiene en una mano un móvil con una funda decorada con una calavera brillante y que lleva una diadema de flores. “Era una chica rusa, normal, que trabajaba en una gasolinera y con la que quedé para dar un paseo. Entonces, un hermano mío se estaba muriendo y para mí, ella, en esa imagen, expresaba esa idea de la diosa, de alguien con quien todos nos vamos a encontrar”, explica. Ross, gran maestra del retrato, no sabe explicar qué le lleva a elegir a sus fotografiados: “Soy como un radar, una coleccionista de gente”.
Su obra, que puede verse en el MoMA, la ha desarrollado con un equipo fotográfico especial, que pesa unos 13 kilos. “Llamaba la atención, como si el circo llegase a la ciudad. Me meto debajo de la tela negra de la cámara y desde ahí hablo al modelo. Les digo que tienen un aspecto magnífico y así la foto la hacemos entre dos. Suele llevarme cinco o diez minutos”. Ross abre los brazos cuando se le pregunta si no ha tenido la curiosidad del digital y el color: “Tengo 75 años, no he tenido otra maldita elección. No sé cómo utilizar otro equipo. Tampoco sabía que esto [la fotografía] iba a cambiar tanto para convertirse en algo estúpido”.
De joven empezó a estudiar arte en una escuela en Filadelfia, pintaba, luego cursó un máster en fotografía en el Instituto de Diseño de Chicago y comenzó a dar clases. Con 17 años había hecho la foto que le llevó al arte de la imagen: “Vi a ese veterano de Vietnam que estaba recostado, durmiendo en un autobús. Ese vínculo con lo que estaba fotografiando, esa conexión con el ser humano, me convenció para dedicarme a esto. La fotografía me permite adentrarme en la vida de los demás sin que ellos lo sepan”, dice.
Esto ocurre con sus “primeras fotos muy buenas”, las que hizo a niños en un parque de Weatherly (Pensilvania), en 1982. “Mi padre había muerto un año antes y estaba triste, así que me fui a ese sitio y vi que la gente que estaba sentada también tenía un gesto triste, excepto los niños, y como necesitaba alegrarme, los fotografié”. Lo hizo con una luz tenue que refleja la inocencia de sus caras.
Esa inquietud por la tristeza que muestran las personas cuando no se saben observados le impulsó a ir al Monumento a los veteranos de Vietnam, en Washington, en 1985. “No muestro el monumento en ningún momento. El monumento está en sus rostros”, aunque reconoce que “tienes que leer la puta cartela para saber de qué van estas fotos”. Niños, jóvenes que quizás perdieron a un familiar y están apesadumbrados. “Pasaban cientos de personas y me daba corte preguntarles si podía hacerles una foto, me sentía fuera de lugar, pero aceptaban porque su corazón estaba roto, lo puedes sentir”. Como ese chaval que mira los nombres de los muertos. A cada uno de esos retratados les envió una copia junto a un pequeño objeto, una costumbre de sus primeros tiempos como fotógrafa.
Más adelante, gracias a una beca Guggenheim, pudo desarrollar en 1987 su serie sobre 100 congresistas. “Era la oportunidad de mostrar a la gente que tiene el poder. Son aburridísimos, pero son seres humanos. Uno sale con ojeras, exhausto, a otro se le ven gotas de sudor en la cabeza…”. Señala a un hombre y recuerda: “Este fue tan arrogante que se estaba cepillando los dientes y mientras hablaba conmigo seguía haciéndolo. Sin embargo, fue un trabajo que me permitió darme cuenta de lo que podía hacer, de que podía tener la sartén por el mango”.
Sin nuevos encargos, Ross trabajó limpiando casas durante tres años, hasta que un premio, en 1992, la devolvió a lo que le gustaba. “Me dije: ‘Voy a fotografiar la educación’. Me llamó la atención que los libros de texto apenas tenían imágenes, lo que indica lo que le importa a EE UU la enseñanza”. Es una conmovedora serie realizada en escuelas públicas de Hazleton: una niña con gafas, “que podría haber sido yo”, ríe; “las malas de la clase esperando para entrar en el despacho del director a que las regañen, un profesor polaco que enseñaba español; mira este joven, qué pelo…”.
El recorrido continúa con más niños, los que vivían cerca de su casa. “Los quise mostrar tal y como son, no como les dice la publicidad cómo deben ser y vestir”. Ross se acerca a otra toma fantástica: la de dos gemelas y su hermana mayor, descalzas en un parque. “Míralas, con sus pies como patitos. Las más jóvenes son inocentes, no saben aún de qué va la vida”. Al fondo, desenfocado, un chaval las observa: “Parece Romeo esperándolas”.
Las gentes del noreste de Pensilvania se suceden en el tramo final de la exposición. “A todo el mundo le gusta quedar bien en una foto, bueno, supongo que a este hombre no le agradó salir con ese tripón, pero es entrañable porque está posando con su amigo”.
Es la autenticidad, la pureza que emanan los rostros de la gente corriente que ha fotografiado Ross. La que está en los transeúntes que retrató mirando desde Nueva Jersey con estupor las Torres Gemelas humeantes tras el atentado de Al Qaeda. “Lo normal, lo común, me parece magnífico. Soy fotógrafa porque me gusta explicar las cosas con imágenes”.
Judith Joy Ross, en la Fundación Mapfre (Madrid)
Hasta el 9 de enero de 2022.
Precio: 5 euros.
Babelia
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