Flaubert no es profeta en su tierra
El bicentenario del nacimiento del autor de ‘Madame Bovary’ se celebra en Francia con discreción, tal vez porque nunca encajó en la categoría del gran escritor nacional
Gustave Flaubert mantuvo con su ciudad natal, Rouen, una relación que osciló entre el amor y el odio. Más bien lo segundo que lo primero, a juzgar por los reproches que le dedicó en su correspondencia privada. “Es un lugar lleno de bellas iglesias y habitantes estúpidos”, escribió. “Que un rayo destruya Rouen y todos los imbéciles que viven en ella, incluido yo”. No es de extrañar que, en el 200º aniversario de su nacimiento, que se celebra este domingo, Rouen dedique un homenaje discreto al más peculiar de los hijos pródigos. En la ciudad, solo un par de exposiciones recuerdan al padre de la novela moderna, que no contó con una calle a su nombre hasta los años cincuenta del siglo pasado, siete décadas después de su muerte. Una tercera muestra, dedicada a su obra Salambó en el Museo de Bellas Artes de la ciudad, terminó hace pocas semanas. En la plaza que rodea al museo, se divisa una estatua a lo lejos. Basta con acercarse para descubrir que no rinde homenaje a Flaubert, sino a Guy de Maupassant, pese a que este naciera a 60 kilómetros del lugar, ya casi en el océano.
Para toparse con Flaubert, hay que alejarse un poco más del centro y adentrarse en la casa donde nació, en el llamado Hôtel-Dieu, una pequeña mansión pegada al antiguo hospital de Rouen, donde su padre trabajó como cirujano jefe. Hoy alberga un museo dedicado a su memoria, tan entrañable como polvoriento, lleno de esas reliquias que llevaron a Julian Barnes a escribir El loro de Flaubert: su primer artículo, su colonia de niñez, el pájaro disecado que habría inspirado Un corazón sencillo (aunque su otra casa-museo en Croisset, en las afueras de la ciudad, asegure tener “el de verdad”). El aura del lugar es relativa: la habitación de su infancia es una reconstrucción de 1923. Todo es ilusorio, menos las molduras de la pared. Pero fue entre estas paredes donde transcurrió su primer cuarto de siglo, en una residencia de techos bajos donde tenía de vecina a la enfermedad y la muerte. “Solo una puerta nos separaba de la sala donde los enfermos fallecían como las moscas”, escribió una vez. En el jardín, un bajorrelieve neoclásico representa al autor como una cabeza flotante con cara de malas pulgas; se diría que preferiría estar en cualquier otro lugar. En esa época, Flaubert fue un niño que devoraba a Shakespeare y Montaigne, nada interesado en seguir los pasos de su padre (el primogénito, Achille, lo liberó de esa carga) y que encontró en la escritura, ya desde los 9 años, su única afición.
Flaubert nunca quiso casarse. Para él, su oficio solo era compatible con la soltería. Solamente así podía escribir cada día hasta el alba, en su búsqueda incesante del ‘mot juste’, la palabra adecuada
Flaubert despreciaba Rouen por su mentalidad burguesa, que retrató con despiadada precisión en algunas de sus novelas, y soñó durante media vida en huir en dirección a Oriente, que terminaría descubriendo de adulto, algo decepcionado al no sentir el éxtasis de Chateaubriand en Tierra Santa. Y, a la vez, la capital de Normandía, perezosa y acaudalada ciudad de provincias donde los palacetes de estilo Haussmann siguen ocultando travesías medievales con las vigas de madera a la vista —como es obligación en este rincón de la geografía francesa—, fue una inspiración constante en su obra, para lo bueno y lo malo. En realidad, Flaubert siempre se sintió normando hasta la médula e incluso se comparó, sin miedo al ridículo, con sus ancestros vikingos. “Soy bárbaro, tengo su apatía muscular, su languidez nerviosa, sus ojos verdes y su gran altura, pero también su testarudez e irascibilidad. Normandos como somos, llevamos sidra en las venas”, escribió a Louise Colet, la amante con la que siempre se resistió a casarse.
Ante la idea romántica del amor, el autor prefería la amitié amoureuse, ese invento tan francés que evitaba los celos y, sobre todo, el compromiso. “Lo primero en la vida no es amar, sino escribir”, dijo en otra misiva, dejando claro que lo suyo era casi un sacerdocio. Contrario a las convenciones burguesas, pese a proceder de esa clase social, creía que su oficio solo era compatible con la soltería. Solamente así podía trabajar cada día hasta el alba, en su búsqueda incesante del mot juste (la palabra adecuada), en la casa familiar de Croisset, donde se instaló tras ser absuelto del juicio por inmoralidad que provocó Madame Bovary, que lo convirtió en estrella literaria a los 35 años, pero también en enemigo público. Esa mansión con vistas al Sena, actualmente en obras, albergará una reconstitución del estudio donde pasó 15 años firmando sus tres grandes novelas, a un lustro por cada título: Madame Bovary, Salambó y La educación sentimental. Allí pasó horas declamando sus frases en voz alta, atento a cualquier repetición o asonancia, y luego anotando y reescribiendo sus manuscritos, objetos de culto para quienes se dedican a estudiar la genealogía del texto.
En la región, distintos municipios se disputan el dudoso honor de haber inspirado los paisajes de las novelas de Flaubert. Por ejemplo, tres localidades se han reconocido en Yonville-l’Abbaye, el pueblo “apartado de la llanura y situado a ocho leguas de Ruan” donde transcurría Madame Bovary. Entre ellos está Ry, donde una joven llamada Delphine Delmare se suicidó en 1848 tras acumular deudas impagables y vivir distintas aventuras, dejando a una hija de seis años de la que nunca se ocupó en exceso. Es decir, lo mismo que sucedía en la novela. Presidida por una calle pintoresca donde varios comercios lucen el nombre de Emma, la protagonista del libro, Ry se erige en capital de una Flaubertlandia que saca todo el provecho turístico que puede a la fama que le dio el autor, aunque fuera mala.
“El hombre no es nada; la obra lo es todo”, dijo Flaubert, prefigurando la ‘muerte del autor’ que Barthes decretó en 1968. Mario Vargas Llosa, Orhan Pamuk y Annie Ernaux juran que se lo deben todo
A falta de grandes homenajes, la mejor reverencia para un autor que nunca encajó en la categoría de escritor nacional seguirá siendo la de sus compañeros de oficio, que siguen considerándolo algo así como un comendador. Poco después de su muerte, Proust y Kafka reivindicaron su estilo. Faulkner peregrinó a Rouen, mientras que James Joyce se inspiró en su estilo indirecto libre, ese realismo subjetivo donde el narrador entraba y salía de las cabezas de sus personajes. Sartre le dedicó una larga biografía, El idiota de la familia, igual que Foucault y Bourdieu le consagraron ensayos. Claude Simon lo citó al ganar el Nobel, confirmando la deuda que el nouveau roman tenía con su legado, con la noción de que lo primordial era el lenguaje y el estilo, y en ningún caso el autor. “El hombre no es nada; la obra lo es todo”, dejó dicho Flaubert, prefigurando esa muerte del autor que Barthes decretaría en 1968. Mario Vargas Llosa y Orhan Pamuk admiten que se lo deben todo. También Annie Ernaux, normanda como él. “Fue mi primer maestro, mi primer modelo”, confesaba hace un par de años en el sofá de su casa. Para Leila Slimani, estrella literaria de última hornada, Flaubert sigue siendo “el único, el verdadero, el mejor de todos”.
Hay muchas leyendas falsas en torno al autor. La de su temperamento obsesivo al escribir no es una de ellas. Al terminar La educación sentimental en 1869, mandó una carta a los hermanos Goncourt: “Sudo sangre, meo agua hirviente, defeco catapultas y eructo pedruscos”. En cambio, es probable que nunca pronunciara su frase más célebre —“Madame Bovary, c’est moi”—, que nunca fue escuchada de primera mano y que solo aparece documentada en un ensayo de 1908. Si la llegó a decir en voz alta, puede que tuviera otro significado que el que ha pasado a la historia. “Yo era hombre y mujer a la vez, amante y querida juntos”, expresó en una carta a Colet en la que describía qué sintió al rubricar el mítico pasaje del coito en el bosque, que le valió la condena de la censura. “Yo era los caballos, las hojas, el viento, las palabras que se decían y el sol rojo”. Es probable que Flaubert se identificara más con la obra en su conjunto, que sentía como un órgano propio, como una extremidad imposible de amputar, que con un personaje al que, en el fondo, trató como una pobre ilusa que creyó que el amor la iba a salvar. Él nunca cayó tan bajo.
Babelia
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