El 2022 musical comienza a lo grande
Tres de los mejores intérpretes clásicos actuales protagonizan un fulgurante arranque de temporada en sendos conciertos celebrados en el Teatro Real y el Auditorio Nacional
Resulta difícil imaginar un comienzo de año más atractivo: en el Teatro Real, el sábado, los dos músicos noruegos más internacionales del momento, la soprano Lise Davidsen y el pianista Leif Ove Andsnes, en un encuentro natural que estaba llamado a producirse más pronto que tarde y que no ha podido defraudar a nadie; en el Auditorio Nacional, el domingo, por el contrario, una visita ya clásica a fuer de reiterada, la de Yevgueni Kissin a los ciclos de Ibermúsica, que frecuenta fielmente desde su debut en 1988, cuando tenía tan solo 16 años, sin que sea posible recordar tampoco desde entonces una sola actuación decepcionante del pianista ruso. En el caso de la visita de los primeros, hemos sido doblemente afortunados, porque el concierto inicial de la gira prevista, que tendría que haberse celebrado en la Ópera de Oslo el 4 de enero, se canceló por las actuales restricciones vigentes en el país, y el segundo, dos días después en la Staatsoper de Berlín, contó con James Baillieu como pianista, ya que Andsnes había dado positivo en un test de covid. La tan anhelada primera gira de Davidsen y su compatriota ha comenzado, por tanto, en Madrid, y va a proseguir, si los hados no vuelven a interferir en sus designios, en Múnich, Viena y Londres.
Voces del Real y Temporada LII de Ibermúsica
Obras de Bach/Tausig, Mozart, Beethoven y Chopin. Yevgueni Kissin (piano). Auditorio Nacional, 9 de enero.
A diferencia de los teatros de estas ciudades, donde están agotadas o a punto de agotarse las localidades (también se vendieron todas las entradas en Berlín), en el Teatro Real había muchas —demasiadas— butacas vacías. La fidelización del público para las producciones operísticas parece una asignatura en gran medida aprobada desde hace años, pero los recitales —los sustanciales, no los insípidos o comerciales— siguen sin atraer a los aficionados a la plaza de Oriente de Madrid: en un sábado, con dos artistas del máximo nivel, en el cenit de sus capacidades y con un programa atractivo e inteligente a partes iguales, cuesta comprender el porqué. Pero es muy posible que sean conciertos de altísimo nivel como este, y no La bohème o Nabucco, el verdadero termómetro para calibrar con mayor precisión el nivel real de la cultura musical de una ciudad.
La pasada semana se publicó la primera grabación conjunta de Davidsen y Andsnes (un disco dedicado monográficamente a Edvard Grieg, como no podía ser de otra manera), de ahí que la primera parte de su recital estuviera dedicado íntegramente a su compatriota. Con excelente criterio, eligieron dos colecciones completas: la op. 48, reveladora del Grieg con una formación germánica, devoto del arte de Robert Schumann y que recurre a varios de los grandes poetas del canon romántico alemán (Heine, Goethe, Geibel, Uhland) e incluye, además, un original guiño al Minnesänger medieval Walther von der Vogelweide; y la op. 67, Haugtussa, un ciclo de canciones que el propio Grieg tenía por su mayor efusión lírica y cuya elección de los poemas, de Arne Garborg, trascendía lo puramente musical, ya que se encuentran escritos en nynorsk, el nuevo noruego, una síntesis lingüística de diferentes dialectos noruegos occidentales, que algunos defendían como la verdadera lengua nacional en contraposición al riksmål, el danonoruego entonces oficial.
A sus 34 años, Lise Davidsen fue recibida y despedida como una gran diva del canto, algo que sin duda va camino de ser, aunque quizá sea algo prematuro entronizarla como tal. Su carrera no ha podido empezar mejor, por su planteamiento, por sus logros y por los diferentes pasos que va dando la soprano noruega. Su actitud sobre el escenario, en el que lució los dos vestidos de rigor, uno por parte, fue casi en todo momento seráfica, comedida, y eso es justamente lo que trasladó a su canto. Davidsen es, ante todo, una cantante de ópera: por temperamento, por potencia vocal, por técnica, por formación, en una representación operística se siente como pez en el agua y así pudo constatarse en su importante debut en el Festival de Aix-en-Provence en Ariadne auf Naxos o en su impactante Fidelio en la Royal Opera House junto a Jonas Kaufmann y Antonio Pappano. Ella, como un imán, y no solo por su altura y su imponente físico, acaba concentrando todas las miradas. En la intimidad del lied, sin embargo, se entrevé en ella un afán constante por cuidar la línea, por esmerar la dicción, por no cantar nunca demasiado fuerte, por dejarse envolver por el piano, por marcar distancias, en suma, respecto al género operístico.
El resultado es extraordinario técnicamente, pero no tanto emocional o expresivamente, en parte porque, si es que puede verbalizarse así, el canto se impone o se sitúa por encima del texto de los poemas, que quedan relegados, como unidad de sentido, a un segundo plano. En algunos casos, Davidsen sí que logró habitar mejor poemas concretos y verter su contenido con mayor espontaneidad, como sucedió en Die verschwiegene Nachtigall, en parte gracias al estímulo brindado por la excepcional interpretación pianística de Andsnes. Algo parecido sucedió en la segunda y la octava canciones del ciclo de Grieg, donde se percibió cómo el tono del poema sí que había sido perfectamente interiorizado y traducido con música. De hecho, la última canción de Haugtussa, la muy ambiciosa Ved Gjætle-bekken, fue la que marcó quizás el punto interpretativo más alto de la primera parte, con una excepcional coda de cinco compases del piano en solitario cerradas con un acorde en un triple piano. El ciclo ya había arrancado con un alarde de sutileza y precisión por parte de Andsnes: los dos amplios acordes arpegiados, el primer trino con resolución y el segundo seguido de una escala de semifusas de más de una octava. Fue el pianista el que guio en todo momento a Davidsen a través de los fuertes contrastes de Haugtussa, que se abre y se cierra con vívidas manifestaciones de un misticismo natural de fuerte impronta noruega, Seducción y la ya citada En el arroyo de Gjætle. Junto a una y otra, dos íntimos retratos psicológicos (La muchacha y Día triste), seguidos o precedidos de otras dos estampas naturales de carácter desenfadado (La loma de los arándanos y Danza de los cabritillos), con dos canciones de amor como eje central del ciclo: Encuentro y Amor. Todas las miradas estaban puestas en Davidsen, pero buena parte de las maravillas nacieron o fueron fomentadas en o desde el piano.
Tras un larguísimo descanso (que superó en duración a la primera parte), los acordes iniciales —de fuerte impronta wagneriana— de Ruhe, meine Seele¸ admirablemente tocados por Andsnes, nos trasladaron a un mundo poético y musical completamente diferente, a pesar de que Haugtussa y los Lieder op. 27 de Richard Strauss son prácticamente coetáneos (1895 y 1894). Aunque no se frecuenta, la secuencia Grieg-Strauss resulta enteramente natural, ya que ambos vivieron larguísimos matrimonios con sendas cantantes, y Grieg confesó que Nina, su mujer, era la “única auténtica intérprete” de sus canciones. Lise Davidsen se sintió muy cómoda en este territorio de mayor cromatismo y armónicamente tortuoso, más aún cuando muy pronto (en Cäcilie) le brindó la oportunidad de mostrar sus perfectos agudos: un La y un Si en los que su voz mostró su inmensa calidad y su timbre terso, rico y redondo. Al final de Morgen, un espectador reincidente, situado en las primeras filas del patio de butacas, volvió a hacer gala de una muy notable insensibilidad musical y auditiva, y se empeñó en aplaudir mientras aún estaban sonando las últimas notas del piano (y cuando aún faltaba otro Lied para que se cerrara el bloque dedicado a Richard Strauss), creyéndose quizás que ello le haría acreedor a alguna medalla al aplaudidor más raudo. Y lo peor es que, como suele suceder, al momento se vio secundado por otros potenciales medallistas, empeñados todos en premiar a destiempo a los artistas cuando lo que estaban haciendo en realidad era perturbarlos y, en apariencia, como pudo verse claramente en el rostro y la actitud de Andsnes, enervarlos.
Más de uno debió de pensar en la histórica grabación que realizó Kirsten Flagstad de los Wesendonck-Lieder de Wagner junto con el pianista Gerald Moore en 1948 antes de escucharlos a Lise Davidsen. La sombra de su compatriota va a acompañarla siempre, como es natural: porque cultivan un repertorio idéntico y porque voces privilegiadas como las cuyas surgen solo muy de tarde en tarde. La joven estrella noruega, sin embargo, no imitó a su compatriota, a pesar de que Wagner es, hoy por hoy, su territorio natural y donde está llamada a cosechar sus mayores triunfos. De nuevo volvió a ponerse de manifiesto que sus aproximaciones a los poemas llegaban más desde fuera que desde dentro: un canto perfecto, inmaculado, contenido, pero que no acababa de profundizar en la enorme carga emocional de los poemas y de una música poseída, explícitamente en dos casos, por la letra y el espíritu de Tristan und Isolde. Suenan también, más o menos literales, motivos de El oro del Rin, de Tannhäuser, aunque son los dos amantes de la leyenda medieval (transmutados en Mathilde Wesendonck y el propio Wagner) quienes que se cuelan con fuerza entre las rendijas de todos sus compases. La Isolde de Davidsen llegará con el tiempo (su Elisabeth y su Sieglinde permiten augurar lo mejor), al igual que su mayor profundización y humanización de esta música y estos versos, en los que también se desliza el propio texto de Tristan und Isolde, como sucede en Stehe still!
Davidsen se mostró más afín justamente a los dos “estudios para Tristan und Isolde”, esto es, Im Triebhaus y Träume, que nos trasladan, en orden inverso, a los actos tercero y segundo del drama. Pero también aquí mantuvo ese tono seráfico y algo distante que caracterizó su recital, lejos del fuego interior que sabía imprimir a estas canciones Kirsten Flagstad, una Isolde de referencia. También en Wagner fue esencial la prestación de Andsnes, un pianista del que no debería alejarse (también como consejero) que dio muestras ininterrumpidas de su enorme clase. En su propio Festival de Rosendal, un modelo de camaradería entre músicos de disciplinas, países y generaciones diferentes, Andsnes ejerce de maestro e inspirador de sus colegas y sus frecuentes colaboraciones con Ian Bostridge fueron en su día su máster en Lied, por lo que volver a escucharlo en estos repertorios fue sin duda uno de los mayores regalos de este recital, coronado por tres canciones fuera de programa: la inevitable Zueignung de Strauss y Jeg elsker Dig y Ved Rondane de Grieg. Todo perfectamente coherente.
Un breve comentario final para los sobretítulos. En los que proyecta en sus óperas el Teatro Real se leen desde hace años traducciones inefables: Rusalka fue convertida la pasada temporada en una criatura “lunática” en vez de “lunar”. Este recital, con el más escueto programa de mano que quepa imaginar, sin indicación siquiera de los autores de los poemas de las canciones, se ha sumado al carro de los dislates con algunas perlas cultivadas difíciles de olvidar: al referirse a la casa de verano, o del jardín, desde la que observa la amada en Lauf der Welt de Grieg, la traducción la sitúa misteriosamente junto a una “glorieta”; Goethe se refiere en Zur Rosenzeit al hecho de no ponerse o adornarse con las rosas, no a no “usarlas”; y muchos verbos transformaron el singular del original en un extraño plural (en Träume de Wagner, por ejemplo, donde se leyó “decidme” en vez de “dime”), como si se hubieran traducido del inglés y no del alemán. También fue sorprendente que en Dereinst, Gedanke mein de Grieg no se utilizara el poema original de Cristóbal de Castillejo que tradujo al alemán Emanuel Geibel (la canción forma parte también del Spanisches Liederbuch de Hugo Wolf). A falta de un programa de mano de verdadera entidad, los sobretítulos no pueden incurrir en tantos errores.
En octubre de 2017, en días contiguos, tocaron en el Auditorio Nacional Leif Ove Andsnes y Yevgueni Kissin. El azar ha vuelto a repetir la coincidencia, y en el mismo orden, si bien en este caso en salas y con géneros diferentes. Ambos son coetáneos casi estrictos (nacieron en 1970 y 1971) y, recién inaugurada la cincuentena, se encuentran en el cenit de sus carreras, aunque en el caso del pianista ruso, con un comienzo tan precoz y deslumbrante, es muy difícil saber cuándo va a tocar techo, porque parece instalado en la cima desde su adolescencia. Es casi imposible referirse a él sin incurrir en una sobredosis de superlativos, porque oyéndole tocar un piano los sentimientos que despierta son, por encima de todo, asombro e incredulidad.
Kissin ha decidido dedicar este recital madrileño a la que fue su primera —y única— profesora, Anna Pavlovna Kantor, fallecida a punto se ser centenaria en julio del año pasado y que pasó a convertirse en un miembro más de la familia del pianista ruso. Hay que pensar que una semilla como la que atesoraba en su interior este músico prodigioso habría germinado igualmente en cualquier territorio y bajo la guía de casi cualquier maestro, pero lo cierto es que Kantor se ha ganado un lugar en la historia del piano por haber guiado los pasos de este hombre que, aunque ha dulcificado y humanizado algo sus gestos y maneras desde su matrimonio, sigue pareciendo un ser de otro planeta: basta ver cómo anda, cómo saluda, cómo sonríe, para constatar que habita en un mundo diferente al nuestro.
Su recital se abrió con una novedad, la famosa Toccata y Fuga en Re menor habitualmente atribuida a Bach, pero que difícilmente puede tratarse de una obra suya (o, cuando menos, escrita originalmente para órgano). La versión de Kissin fue decididamente enfática, aunque esto es probablemente lo que reclama la transcripción un tanto hinchada, de estirpe lisztiana, de Carl Tausig. Casi en el extremo opuesto se sitúa el desnudo Adagio en Si menor de Mozart, que el genio ruso fue desgranando parsimoniosamente nota a nota, respetando la repetición de las dos secciones, lo que hizo que sus tan solo 57 compases se dilataran durante un cuarto de hora largo. Volcado sobre el teclado, sin forzar la indicación de tempo original, sonó a un planto fúnebre sobrio, desnudo y contenido por su profesora. Quizá faltó resaltar algo más sus elementos retóricos, aunque Kissin sí tradujo magistralmente ese guiño prechopiniano de los seisillos de fusas del compás 54, trazando con ello un puente con lo que sería luego la segunda parte de su recital.
Menos interés tuvo, en cambio, la Sonata núm. 31 de Beethoven, un autor con el que Kissin no acaba de mostrar una sintonía natural. Le sucedió algo parecido en aquel recital de 2017, o en otro anterior de 2014, donde ni la Hammerklavier ni la Waldstein permitieron hablar de un beethoveniano nato. Hay algo en la música del alemán que sigue resistiéndosele, no técnica, por supuesto, sino espiritualmente. Como ejecución, todo fue el dechado de maravillas habitual (con tan solo un par de borrones aislados e intrascendentes). Como interpretación, sin embargo, faltó el tono confesional, humano, de esta música, que no se consigue tan solo extremando la lentitud del tempo, como hizo Kissin en el primer movimiento, en exceso moroso y carente de la fluidez y la suave propulsión que saben imprimirle sus mejores intérpretes. Los pasajes marcados leggieramente no sonaban realmente ligeros (¡qué engañosa y difícil es la escritura falsamente ornamental del último Beethoven!) y un tono majestuoso no es lo mismo que un carácter hondo o sustancial. Algo parecido sucedió en el Allegro molto, con impecables síncopas y contratiempos, pero otra vez algo más lento de lo que pide la música y no suficientemente descoyuntado, como parece reclamar Beethoven a modo de contraste con los dos movimientos que lo flanquean. Mucho mejor fue el último movimiento, especialmente las dos fugas (rectus e inversus), en las que sí se percibió esa combinación imprescindible de lógica y fluidez, amén de una milagrosa claridad de las voces. Los ariosos sonaron menos libres y en esa secuencia de acordes, con dinámica creciente, que preceden a la segunda fuga volvió a vislumbrarse esa resistencia —leve a veces, mucho más que eso otras— que el lenguaje beethoveniano sigue planteándole al pianista ruso.
Tras otro larguísimo intermedio, como en el Teatro Real, Kissin se enfrentó en la segunda parte de su recital al músico por el que parece sentir, sin embargo, la mayor de las afinidades: basta que toque dos, tres notas, o un par de acordes, para que todo nos remita a Frédéric Chopin. Muy pocos pianistas han sabido traducir mejor su música y recrear con mayor riqueza su compleja y multiforme sensibilidad. De entrada, se refugió en la intimidad de sus mazurcas, ni las mejores ni las más conocidas, una secuencia ascendente de siete piezas que acabó con una de las más ambiciosas y complejas, la op. 33 núm. 4. Como traca final propuso una lectura primero libre y poética, y luego poderosa y electrizante, del Andante spianato y Gran polonesa brillante de Chopin, un obra desigual, algo reiterativa en su segunda sección, pero que permitió a Kissin desplegar todos sus poderes: trinos, terceras, cuartas, sextas, octavas, arpegios, puntos cadenciales con cascadas interminables de pequeñas notas ornamentales. Le hemos oído muchas otras veces despliegues técnicos similares, pero no por ello deben suscitar menos admiración. Tocar esta obra así, con una ecuación tan perfecta entre musicalidad y virtuosismo, es algo al alcance únicamente de los elegidos. En el pasado, quizá tan solo Claudio Arrau. Hoy, Yevgueni Kissin.
El programa tenía una lógica interna oculta, articulada en torno al editor Maurice Schlesinger, en cuya imprenta vieron la luz inicialmente las obras de Tausig, Beethoven y buena parte de las de Chopin. Fuera de programa, y con el público que llenaba la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional entregado de lleno a la feria de las propinas, Kissin se dejó llevar también por el sentido común: el preludio coral Nun komm der Heiden Heiland de Bach, esta vez en la extraordinaria transcripción de Ferruccio Busoni; el Rondó K. 485 de Mozart, y el Estudio op. 25 núm. 10 y el Vals op. 70 núm. 2 de Chopin. Las cuatro conocieron interpretaciones superlativas, sin que el cansancio hubiera hecho mella aparente en las facultades omnímodas del pianista, que volvió a dar lo mejor de sí en las dos piezas del compositor polaco, un alma gemela. Concluía así un fin de semana excepcional: con el primer recital de Lise Davidsen y Leif Ove Andsnes, una pareja llamada a perdurar, y con la enésima manifestación del genio de Yevgueni Kissin. Pero la costumbre de lo ya conocido no debe restarle un ápice de su excepcionalidad.
Babelia
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