Y Viriato no se presentó en la batalla
Los arqueólogos descubren que Roma abandonó un complejo militar de 50 hectáreas en Badajoz porque los lusitanos rechazaron el enfrentamiento
A unos siete kilómetros del municipio de Llerena (Badajoz), en las estribaciones de Sierra Morena, hace más de 2.000 años, los romanos se preparaban para una gran batalla contra los rebeldes lusitanos. Sobre una superficie de unas 50 hectáreas, levantaron dos campamentos, fortines de distinto tipo poligonales y circulares, así como construcciones lineales, una especie de grandes muros dispersos por el terreno. “Un proyecto planificado y ejecutado de manera coordinada y sincrónica en un emplazamiento cuidadosamente elegido”, lo califica el reciente estudio El complejo militar romano republicano del Pedrosillo. ¿Un escenario de las Guerras Lusitanas?, firmado por los arqueólogos Ángel Morillo Cerdán, Rosalía Durán Cabello, Esperanza Martín Hernández y Germán Rodríguez Martín.
Para levantar tan imponentes defensas, a orillas del arroyo Pedrosillo, los romanos arrasaron unas estructuras prehistóricas —aprovecharon sus piedras― y esperaron que aconteciese la batalla. Sin embargo, algo ha llamado la atención de los expertos: a pesar de la gran extensión y la potencia de los muros de la zona militar excavada, apenas han encontrado material bélico. Solo proyectiles y armas sueltos, alguna hebilla, un talismán y clavos para tensar tiendas de campaña. La conclusión es obvia: los enemigos nunca se presentaron y los romanos terminaron abandonando el lugar llevándose todo. O, algo menos probable, huyeron ante un eventual ataque lusitano.
El estudio que rubrica el catedrático de Arqueología de la Universidad Complutense Ángel Morillo y su equipo relata que, además de dos campamentos, los romanos diseñaron a ambas orillas del arroyo Pedrosillo “un dispositivo táctico para controlar y defender el vado. Los fortines circulares, protegidos con parapetos y con un amplio dominio visual, parecen destinados al empleo de la artillería ligera (honda, venablos), mientras las fortificaciones lineales dificultarían y retrasarían entretanto el cruce del regato y harían más vulnerable a cualquier enemigo de las descargas de proyectiles lanzadas”.
Los objetos que se han hallado estaban en su mayor parte dentro de los dos campamentos, lo que indica que fueron perdidos de manera involuntaria o abandonados por las tropas que se encontraban en su interior. Sin embargo, extramuros apenas se han localizado, dado que el enfrentamiento previsto nunca sucedió. Solo hay una excepción: la ribera izquierda del arroyo, donde se hallaron piquetas, glandes (proyectiles) y pila (jabalinas, dentro de una construcción poligonal). Según el informe arqueológico, esto demuestra “una presencia más permanente de tropas en el lugar, un puesto avanzado al otro lado del vado”. Los investigadores consideran que se trata de armas legionarias, aunque también podría pertenecer a aliados (socii).
Para determinar el momento de la ocupación romana, se han estudiado las monedas encontradas, que marcan una datación entre el 179 y el 170 a. C., aunque estas piezas tuvieron un largo uso, por lo que no se puede establecer un tiempo preciso para el complejo militar. No obstante, los arqueólogos proponen que, dado su ámbito geográfico, este correspondería a la segunda mitad del siglo II a. C., “en algún lugar de la Beturia túrdula [un área entre el Guadiana y el Guadalquivir], dentro del contexto de las Guerras Lusitanas (155-138 a. C.)”; es decir, a la campaña del general Quinto Máximo Fabio Serviliano contra el rebelde caudillo Viriato, aunque no se puede descartar que correspondan a otros enfrentamientos de finales del siglo II a. C.
El yacimiento fue localizado en 2003, pero no fue hasta 2006 cuando comenzaron las prospecciones y se realizaron ocho sondeos y se detectó un muro perimetral y decenas de amontonamientos o majanos (piedras colocadas en seco) que “llamaban la atención por su regularidad en las dimensiones y su disposición en líneas paralelas”. Se procedió a excavarlas y se determinó que tenían más de 20 metros de longitud por dos de anchura. Las construcciones más sobresalientes del conjunto militar se localizaron en una pendiente que desciende hacia el torrente. Se trata de dos campamentos poligonales y delimitados por muros de piedra de medidas regulares, en realidad parapetos de 1,30 entre 1,40 metros de altura y unos 1,80 de anchura, construidos con dos muros de piedra y un relleno interior de piedra menor.
En el más grande, la defensa pétrea alcanza los 1,2 kilómetros de longitud y ocupa unas 9,80 hectáreas (aproximadamente diez campos de fútbol). En su extremo meridional se hallaron también restos de “estructuras prehistóricas de planta circular, unos seis metros de diámetro y cerámica calcolítica (III y II milenio a. C)”, pero sus ruinas fueron desmontadas con urgencia para levantar el campamento militar con su piedra y despejar el terreno.
El campamento más pequeño, también de forma trapezoidal, ocupa 3,45 hectáreas y a él se accedía por un vano de 0,7 metros. Al desbrozar el terreno, se detectaron clavos de hierro aún hincados a distancias regulares, que se correspondían con las piquetas de las tiendas de campaña, halladas aun donde fueron clavadas para sostenerlas, lo que ha permitido reconstruir el tamaño y disposición de estas alineadas a cierta distancia del muro perimetral, un hallazgo de enorme interés para conocer el funcionamiento del Ejército romano republicano en campaña.
Igualmente, los arqueólogos hallaron en la orilla opuesta del arroyo otros ocho recintos poligonales y 15 circulares de menor tamaño de dimensiones y morfología diversa. Pero las estructuras que más llamaron la atención de los investigadores eran un centenar de “muros rectilíneos aislados”, levantados en piedra y al tresbolillo. Miden entre 10 y 30 metros con una anchura que oscila entre los 1,5 metros y los tres. “Dichas secciones aisladas”, manifiesta Morillo, “se adaptan a las curvas de nivel y se disponen intercaladas en filas paralelas, de tal manera que los espacios abiertos entre segmento y segmento coinciden con muros tanto en la fila anterior como en la posterior, lo que obligaría a un recorrido zigzagueante y mucho más lento a cualquier enemigo de caballería o infantería que atravesara este intrincado recorrido, haciéndole más vulnerable además a las descargas de los proyectiles romanos”.
La mayoría de los objetos identificados son metálicos, de hierro, bronce y plomo, pero no cerámicos. La arqueóloga Esperanza Martín lo explica: ”Este es un rasgo característico de los asentamientos militares de campaña romanos, que se movían con rapidez sobre el terreno transportando un ajuar limitado evitando así recipientes cerámicos pesados y frágiles a la vez”. De la impedimenta militar destacan diferentes proyectiles de hierro y plomo, dos virotes de pilum catapultarium (artillería), tres proyectiles de plomo para honda, 10 clavos de hierro o piquetas de tienda y un pasador de bronce para hebilla. En cuanto a monedas, se han desenterrado, entre otras, una hispano-púnica, un quinto de bronce acuñado entre el 221 y el 218 a. C. y tres piezas más republicanas.
De todas formas, el objeto más curioso hallado es un amuleto de plomo con forma de falo esquemático (6,95 centímetros), en el que se aprecia perfectamente el glande y el tronco del órgano sexual, además de la bolsa escrotal. “Es evidente su carácter apotropaico como talismán contra el mal de ojo. Su asociación al plomo, metal con connotaciones mágicas de ultratumba, refuerza el carácter supersticioso. La bibliografía se hace eco de la abundancia de amuletos fálicos en recintos militares de la frontera romana y en ámbitos civiles militarizados. Son propios de ambientes castrenses, donde la virilidad constituye una virtud inherente”, recuerda el catedrático Morillo. Sin embargo, sus virtudes mágicas nunca fueron necesarias, porque los lusos no se presentaron, obligando a los romanos a dejar el lugar de la batalla que habían preparado minuciosamente.
Babelia
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