Houdini Bernabéu en el más difícil todavía
¿Cómo enfrentarse a algo así? ¿A un equipo y un estadio que parecen el escapista, exigiendo cadenas y más cadenas en aguas profundas para poder salir sin un rasguño?
Todo empezó en el exterior de la bota de Modric, que es el origen de las especies. La pelota, con el Real eliminado, voló asombrosa a un hueco en el que no había nadie, a donde van los mejores pases. Luka Modric envió un dron. Remató Rodrygo como Cristiano Ronaldo, sin mover una ceja, y el Madrid empezó otro partido. El Madrid siempre está empezando otro partido. No hay por donde cogerlo: ni sus aficionados, atónitos con el repaso del Chelsea durante ochenta minutos, ni los contrarios, incapaces de traducir a un equipo al que sólo se le despierta cuando se le mata.
¿Cómo enfrentarse a algo así? ¿A una plantilla y un estadio que parecen Houdini, exigiendo cadenas y más cadenas en aguas profundas para poder escapar sin un rasguño? Para el rival es desmoralizante. ¿Qué hubiera pasado si no marcase el PSG un gol en el Bernabéu? La pregunta debe seguir atormentando a Pocchetino; quizá, con un anestesiante 0-0, el tiburón blanco no hubiera abierto un ojo por considerar funcionaria la remontada. Es un adicto. No siempre pasa, claro, de hecho no pasa la mayoría de las veces, pero pasa muchas más veces que con los demás. El mensaje suicida es que sin emociones fuertes nada tiene valor, como si hubiese que perder el pulso para coger aire. ¿Se imaginan esta sensación de plenitud y euforia, de la que no había ninguna necesidad, si el Madrid hubiese pasado la eliminatoria con un 2-0? Esto es un infierno para todos, madridistas y rivales, con la diferencia de que al madridista que para entonces aún no sufra una arritmia le espera un final feliz.
Y eso que el Chelsea, conocedor de la casuística, esperó a poner la última pica. Fue en el 75 tras un baño en sentido estricto. Un campeón de Europa pasando por encima al rey del continente en todo, también en goles: uno al principio de cada parte, como dos preavisos de condena, y el tercero para el último cuarto. Con la eliminatoria ya igualada por el Madrid, se lesionó Nacho, que es alto pero tampoco es Manute Bol, y los blancos pasaron a jugar en defensa con Lucas Vázquez, Carvajal y Marcelo, que miden menos de 1,75, y Alaba, que mide 1,80 y salta menos que los otros tres. Este recital de señores bajitos se completaba con la presencia de Rudiger, que mide 1,90 y cada vez que llegaba al área tenía que agacharse para rematar sin oposición. Rematar o dejarla muerta, que es otra cosa que hizo el Chelsea muy bien en el Bernabéu: dejar muertos muchos balones, recoger muchos rechaces y finalmente dejar muerto al Madrid, un equipo alucinado y maldito deambulando por el campo sin fortuna.
Eso creyó el Chelsea -y todos- en la única de las cosas que hizo mal: creer que el Madrid había bajado los brazos en el Bernabéu y en Champions, con Modric y Benzema en el campo, y la afición entrando en ese éxtasis religioso del último cuarto de hora del entierro, cuando se echa encima de la caja para que el cuerpo se levante y camine por el área como se puso a caminar Karim Benzema antes de rematar con el alma, lo último que le funcionaba a esas horas, el último gol de la eliminatoria.
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