Casi un primer amor
Yo vivía una dolorosa incertidumbre y durante unos meses repartí mi adoración entre ella y Sofía Loren. Luego triunfó el espíritu sobre la carne. Le escribía cartas de amor en clase de francés y un día don Claudio, el profesor, leyó delante de todos una frase apuntada al margen de una página del diccionario: Grace Kelly es la mar de pochola. Me morí de la vergüenza. Tenía un cuaderno donde pegaba fotos de artistas y había una suya, de perfil, luciendo aquellas preciosas narices, que recorté de un Photo-play de 1954, de aquellos que vendían a duro en los puestos de Navidad de la calle de Torrijos. "La chica bésame, pero no lo cuentes", ponía debajo. En un Paris-Match descubrí otra fotografía del verano en que oficialmente conoció al príncipe, durante el rodaje de Atrapa a un ladrón. Tenía amores con Jean-Pierre Aumont y aparecían juntos en un castillo francés; "El idilio de año", rezaba el pie. Y ella, en slacks y zapato bajo, hacía calceta en una butaca de petit-point. Cuando me decidí por ella a pesar de todo y dejé a Sofía, mi primo y yo jugábamos a ser, respectivamente, Carlo y el príncipe. De cama a cama, a oscuras, dis-Pasa a la página 10
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cutíamos problemas matrimoniales recorriendo, en descapotable, la carretera de La Corniche y los alrededores de Nápoles. La boda fue de muchos nervios. Mi tía Josefina, que la vio en París por televisión, contó que claro que no era el detalle del cine, pero que se había visto divinamente cómo Grace lloraba durante la ceremonia. Y mi hermana, que también había estudiado en La Asunción, pero no en Filadelfia, sino en la calle de Santa Isabel, comentaba, muy compenetrada al verla tan flaca, que había que ver lo que debía estar pasando esa chica. El verano de su boda decidí escribirle para terminar con tanto sufrimiento. Mi primo me convenció de que no lo hiciera con la disculpa de enseñarnos nuestros respectivos idiomas, como yo había pensado, porque ella no iba a querer hacerlo gratis. Así que mandé una carta bastante impertinente declarando mi amor y anunciando mi propósito de cubrirla de joyas. A los quince días me llegó un sobre con matasellos del Principado. Contenía una foto autografiada y una tarjeta blanca con sus bustos en relieve dándome las gracias. Una niña que recibió otra parecida salió retratada en Chicas, pero yo no quise hacer declaraciones. De viaje de novios vino a España y fue de compras a una tienda de la calle de Lista, dos manzanas arriba de casa. Conseguí verla en los toros, no parecía tan delgada, pero llevaba guantes blancos. Veía Fuego verde en el cine Alcalá una y otra vez y escuchaba su voz en el disco de Alta sociedad, que otra hermana más cosmopolita había traído de París. Amor verdadero, amor verdadero, cantaba. Creo que detuve mi crecimiento erótico dos o tres años por su causa. Mi primo ya no amaba a Sofía y mis hermanas se habían pasado a los encantos más caseros de Sarita Montiel. Yo seguía apasionadamente fiel. Había en las comisuras de su boca y en su cuello largo y en sus estupendas narices algo que nadie en la vida real conseguía igualar.
Superé arrepentido una nube de verano con Jennifer Jones en Duelo al sol, que repesqué en programa doble en el cine Colón. Con ella tuve mi primer sueño erótico. Pero con Gracia Patricia siembre fue diferente. Soñé que hacía la maleta muy decidida, vestida con una blusa camisera y una falda tubo muy elegante de esas que llegaban a media pantorrilla y tenían un corte detrás. Hacía la maleta y decía que se iba, que me abandonaba sin remedio. Me desperté llorando. Tenía doce años y era la primera vez que lloraba por una mujer.
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