Albarán de Miquel Roca
En el sótano de una clínica con sacos terreros en las ventanas, bajo un gran fregado de hierros, sirenas y reflectores antiaéreos que buscaban al enemigo en las altas tinieblas, aquella madre catalana empujó a su hijo hacia la historia. Algunos ginecólogos modernos hoy ambientan el paritorio con una melodía de Vivaldi para dar la bienvenida a unos recién nacidos que en el futuro tal vez serán estetas con las mucosas del subconsciente impregnadas de música clásica. Pero la guerra mundial también es un clasicismo. El parto de Miquel Roca vino acompañado por los ardientes timbales de Wagner, aunque el método no dio resultado. Él sigue siendo más frío que un pez.
Puestos a sufrir, mejor se estaba en casa. Todavía en pañales, con el chupete en la boca, Miquel Roca fue trasladado a Barcelona y en aquel tiempo en este solar unos ángeles con correajes aún separaban, al amanecer, el trigo de la cizaña contra la tapia de los cementerios. Su padre se quedó en Burdeos. Había sido uno de los fundadores de Unió Democràtica de Catalunya, partido de inspiración cristiana, republicano y conservador y personalmente él también era uno de esos caballeros bonancibles, que levantaba el sombrero con antigua prosopopeya para saludar al adversario político al cruzarse en el paseo de Gracia camino de una pastelería. Pero ahora los vencedores tocaban el piano con guantes de boxeo, operaban a los tibios con el serrucho del siete. Por ejemplo, a un correligionario suyo, el señor Carrasco i Formiguera, lo había picado Franco, aunque era de comunión diaria. El padre de Miquel Roca no volvió a España hasta 1942, cuando aquí comenzaba a escampar aquel nublado de vergas. Y el niño creció alimentado con el biberón de un silencio que daba por supuesto que su familia pertenecía a los malos, mientras las esferas celestes estaban entonces en poder de Radio Andorra y a ras del suelo la Iglesia triunfante formaba una red de hexágonos con los gobernadores civiles para cazar almas, y los estraperlistas, que viajaban en el techo de un tren borreguero, morían decapitados por un túnel de Garraf abrazando un saco de arroz y la gente del somatén hacía apostolado con un pistolón por los montes detrás de maquis o jabalíes y en el estadio de Las Corts, rebosante de patriotas con la escudella dentro, César metía inmensos goles con la calva.
-Dígame usted la lista de los reyes godos.
-Ramallets, Gonzalvo I, Gonzalvo II.
-¿Quién era Wifredo el Velloso?
-Interior izquierda del Barça.
-Aprobado.
La melopea de los reyes godos pespunteando el cántico de Prietas las filas y los héroes de la selección española de fútbol, que sólo podían jugar contra Portugal, era todo lo que daba de sí un imperio de alpargata Miquel Roca también tuvo que tragar doctrina por un embudo, pero él venía de una discreta familia catalana, liberal burguesa, amante de las tradiciones solariegas, nutrida por Prat de la Riba con algo de Liceo y pasta para sopa, aquel encanto que había sido suavemente vencido en la guerra. El destino de este vástago no podía ser otro: debía estudiar en el colegio Virtelia, una institución católica, seglar y catalanista, de un nacionalismo envasado por la devoción a la Virgen de Montserrat. Allí estaban ya algunos muchachos de su cuerda: Pascual Maragall, Xavier Rupert de Ventós, Ricardo Bofill y Jordi Pujol. La receta pedagógica era ésta: cierto amor a las cumbres, el primer laicismo de tienda de campaña, perfumadas hojas de marialuisa entre las páginas de un libro de Tihamer Toth, cirio en el congreso eucarístico de Barcelona, yoquei sobre patin es, canto del Virolai, algún grito soterrado de visca Catalunya por el colmillo tocando la armónica, y un resto que se componía de medias palabras, de cuitas hogareñas frente al plato de fideos acerca de unos personajes del pasado. Ninguno los había conocido, pero todos sabían su nombre secreto. En la atmósfera sepia de un álbum político flotaba la imagen de Lluís Companys y en la memoria anfibia de aquellos adolescentes estaba trazada la silueta de un éxodo con colchones en dirección a la Junquera, la huella de unos ignorados himnos de libertad, que ahora eran silencio.
-¿Qué fue de él?
-A Lluís Companys lo fusilaron los nacionales.
-¿Por qué?
-Era un patriota catalán. Lo más parecido a un santo.
-¿Hay algún libro?
Los chicos un poco pálidos de aquella burguesía liberal del Ensanche crecieron dentro de un concepto de naturaleza caída, aunque vivían en un ámbito social donde se impartía una enseñanza paralela soplada al oído. Sus familias tenían una biblioteca en el salón que no había sido expurgada del todo; en el cajón más íntimo de la cómoda guardaban viejas láminas de la República, fotos de camiones erizados de puños y banderas, revistas ilustradas con concentraciones y actos presididos por unos señores con bombín y cuello de piqué, las hojas muertas de un periódico en que aparecía tal vez el padre, cuando era diputado. En una membrana del subconscierte de aquellos niños de buena casa, pero vencidos, bailaban figuras de sombra, que antaño fueron héroes. Por lo demás, la trayectoria de Miquel Roca está fabricada con el molde de un joven inquieto, lleno de sueños igualitarios, según el gusto de la época. Llegó a la facultad de Derecho en 1956, año mítico en la lucha estudiantil, cuando los universitarios comenzaron a esprintar delante de la policía, a recibir golpes, a repartir octavillas y a iniciarse en la ceremonia del ciclostyl. Él estaba allí. Y era de vía dura: uno de aquellos alumnos agrestes que creía que eso de la reconciliación nacional, propuesto por los comunistas, no dejaba de ser una mariconada. Se había alistado en el FOC, lo que en Madrid fue el Felipe, y entonces no podía encontrarse en las aulas a nadie más combativo que a este muchacho. A la gente del PSUC la miraba por encima del hombro, con sus párpados entornados, no sin desprecio, a causa de su blandura. Lo suyo era la rabia intelectual, lo más ácido de la rebeldía de izquierdas. Estuvo en los gérmenes del sindicato democrático y había hecho de sí mismo la imagen auténtica del rojo sangre de toro. Eso le costó algún disgusto: un poco de cárcel, si bien no mucha, la degradación a soldado raso en las milicias, la expulsión de la revista Destino y de su cargo de profesor en la Universidad.
Con tenedor al Palacio de Invierno
En Barcelona reinaba el notario Porcioles, coronado de inmobiliarias, y las palmas del Domingo de Ramos las bendecía monseñor Modrego Casaus; la Costa Brava comenzaba a llenarse de francesas en biquini y habían aparecido los primeros pollos al ast, pero Miquel Roca iba embalado al asalto del Palacio de Invierno armado con un tenedor. Nadie lo hubiera dicho. Aunque tenía una inteligencia corrosiva, aquel sarpullido tan caliente no obedecía a su entorno. Lo suyo debía ser más suave. Una hermana estaba casada con Antón Cañellas y otra se uniría después a Francesc Casares, diputado socialista en el Parlamento de Cataluña, encanto y discreción. Era amigo de Joan Reventós y de Narcís Serra, un par de flemáticos que tampoco lograban calmarle.
-Vamos a ver, ¿tú qué quieres?
-La revolución.
-¿Toda? .
-La de Catalunya.
-¿Cómo?
-Con la dictadura del proletariado.
-Los proletarios son de Almería.
-Lo mismo da.
Eso le pasaba por haber sido poco montserratino. En vez de andar cazando setas al pie del Montseny, ahora estaba ya en el colegio de abogados buscando pelea, mientras en Barcelona ardía una fiesta de capuchinos democráticos y los curas batían el récord de los 100 metros libres perseguidos por los guardias, y la televisión, para compensar, sacaba de nuevo la quema de los conventos con imágenes de momias levíticas secándose al sol de la República y el gobernador civil Ibáñez Freire abría el foso de los leones. Durante este tiempo, en el ánimo de Miquel Roca se produjo un cambio cualitativo. A medida que en la calle iba subiendo el ruido de la algarada con aquel empastre total previo a la democracia, el nivel de su fiebre revolucionaria fue bajando hasta dejarle sentado en compañía de Narcís Serra en un bufete especializado en asuntos urbanísticos, pero entonces comenzó a exhibir esa calidad fría que le ha hecho famoso.
El lío de su alma
Miquel Roca, que es un gran calculador, eligió bien un punto en la encrucijada. Como abogado, tenía el gusto de defender a comunistas, anarquistas y socialistas ante un tribunal militar. En las negociaciones secretas de la clandestinidad era partidario del compromiso histórico, y en los primeros años de la transición hizo de puente con el PSUC. Ganó dinero en pleitos administrativos y lentamente el lastre del despacho lo fue adrizando hasta dejarlo escorado a estribor, es decir, a la derecha según se mira desde popa, donde se hallaba Jordi Pujol con la pipa de marinero de las finanzas. Éste es el lío de su alma. Miquel Roca tiene el corazón a la izquierda, la cartera en el bolsillo interior de la derecha y en medio una larga nariz latina de una profunda sutileza para detectar pequeñas piezas o cuestiones de medio alcance. Es el rey del trato, el dueño y señor de la contrapartida. Le preguntas cualquier cosa y antes de contestar este hombre eleva las cejas hasta mitad de la frente, se las mira un rato desde abajo con ojos de mercader que está haciendo números y luego comienza a despedazar el asunto con un helado rigor de balance. Al final de la conversación, aunque se haya hablado de una puesta de sol, uno queda enterado también de los costes. Cuando en tiempos de la Constitución el Congreso era un carrusel napolitano, Miquel Roca se había convertido en especialista en sacar tajada de cualquier enfrentamiento o punto muerto en el debate, hacía un maravilloso juego de manos de gran belleza mercantil para extraer ventajas en favor de su minoría. De ahí le vino la fama.
-Te cambio este párrafo del artículo 43 por línea y media del apartado segundo.
-¿Y tú qué me das?
-Un voto en contra.
-Lo quiero a favor.
-También.
Se mueve como nadie en la trastienda política y luego en la tribuna es un parlamentario lleno de una seca oratoria cartesiana que se cierne con largas cuchilladas de inteligencia certeramente hacia el fondo de la cuestión. Contra lo que la gente piensa, no es un prototipo de catalán. Existe un tópico de corredor de paños o viajante de comercio imbuido por la peseta. Pero el catalán medio es un ser muy sentimental. Prueba de ello es que ha quebrado la banca de su país y nadie ha protestado. Miquel Roca es sólo un político pragmático, que no bebe, no fuma, ni toma café. Duerme con la oreja levantada, como las liebres, y tiene un instinto de insecto para reducir cualquier filosofía a un estado de cuentas y alcanzar una especie de mística pitagórica o trasverberación política en medio de un corro de contrata. Ahora se ha lanzado a una campaña reformista que no en vano se llama operación Roca. Este hombre nació bajo un bombardeo, pero es más frío que un pez. A mí no me importaría que me administrara el dinero.
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