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La invención del drogadicto

Fernando Savater

Las sociedades necesitan terrores y odios bien codificados frente a los que unirse, a los que achacar sus males e insuficiencias. No hay que escandalizarse demasiado por esto ni considerarlo un síntoma más de "la crisis" o del "a dónde hemos llegado": lo único nuevo de esta situación, que con sus debidas variantes también conocieron los súbditos de Asurbanipal, Tiberio o Lorenzo el Magnífico, es la caracteriología de los chivos expiatorios actuales. Un viejo y querido amigo republicano me decía hace tiempo que uno de los aciertos de la derecha mordiente (es decir, que muerde) de este país desde la guerra civil hasta al menos el final de la dictadura es el invento de los rojos. Todos éramos rojos: comunistas, anarquistas, socialdemócratas y democristianos, cualquiera que protestara un poco, viviera irregularmente, quisiera mejorar la Seguridad Social o llevara la contraria al patrón en lo que fuese, los vascos, los catalanes, los pobres menos resignados, los militares que permanecieron fieles al Gobierno legítimo de la República y los penenes que pedían contrato laboral... ¡Qué hallazgo! Ser rojo era -¿es?- dar la lata y estársela buscando. Los rojos, por nuestro lado, no encontramos un descalificativo global de semejante impacto (lo de fachas no permeaba suficientemente todos los recodos de la conducta reformista). Y es que para acertar en esos títulos de oprobio hay que estar en el poder y desde allí grabar a fuego la divisa adecuada en el ternero descarriado.Uno de los inventos más fecundos y remuneradores que el control social ha lanzado al mercado en los últimos años es el drogadicto. Pasto de sociólogos y psicólogos, de médicos y policías, de jueces, sacerdotes y políticos, esta dócil criatura mitológica -nuestro semejante y hermano, hipócrita lector- es sentimentalmente tan polivalente como un cuchillo de excursionista: infunde pánico, inspira compasión, suscita desprecio, merece castigo o readaptación, es objeto de estudio, simboliza y expresa como un logotipo penalizado los males de este siglo que le conjuró. Pero, a todo esto, ¿quién o qué es un drogadicto? Alguien muy ingenuo respondería: "El que toma drogas". Y entonces, inmediatamente, todos nos convertimos en drogadictos, pues todos tomamos o café o alcohol, o tabaco o cocaína, o Valium o anfetaminas, o té, o heroína o ginseng... Como verán ustedes, he evitado hablar de las drogas que se toman por razones médicas y sólo menciono las que se toman por gusto, para disfrutar más o mejor. Claro que muchas veces nuestro gusto está en la manía de curarnos o regenerarnos... pero dejémoslo así. Un interlocutor más sutil y melodramático definirá al drogadicto como "quien se deja esclavizar por las drogas". La esclavitud, eso sí que es grave: desdichadamente, no resulta tan fácil precisar quién es esclavo, quién aficionado, quién amigo íntimo o simple aliado táctico. "Pero... ¡es que el drogadicto se convierte en una piltrafa humana!". Hombre, tampoco hay que insultar. Los muy aficionados al café pueden buscarse una bonita úlcera y los fumadores empedernidos han sido ya advertidos de que pueden contraer cáncer; los bebedores de alcohol solemos farfullar poco inteligiblemente a las cuatro de la madrugada y no sé si los aficionados al agua tónica (que contiene quinina, otra droga, aunque no tan evidentemente célebre como la revelada por la primera parte del nombre Coca-Cola, que este popular refresco incluyó en su composición hasta 1903) padecen algún trastorno típico: pero de ahí a ser una piltrafa... "¿Y las otras drogas, las duras, las malas de verdad?"'. Dejemos de lado la hipocresía mojigata: numerosísimos líderes políticos, grandes capitanes de industria, artistas, profesores de universidad... y por supuesto policías y magistrados, toman habitualmente cocaína o heroína sin por ello hacer cosas más raras o reprobables que el resto de la población. No sé si tomar unas copas o pincharse de cuando en cuando mejora a nadie; admito que la salud pueda resentirse: pero el que cualquiera se convierta por ese medio en una piltrafa babeante de forma obligatoria es obviamente falso. Los hay que van al fútbol a pegarse con el vecino por un quítame allá ese gol y los que disfrutan olímpicamente del espectáculo: a unos la pasión futbolística les sienta mejor y a otros peor. .. Hace falta mucha química para convertir en piltrafa a quien no tiene vocación, mientras que sin química ninguna puede esclavizarse a multitudes.

La prohibición y sus consecuencias

Peter Laurie, en su libro sobre las drogas, afirmaba que droga "es la sustancia química de tales o cuales características, que produce tales o cuales efectos, y, que está prohibida". Por aquí sí que nos acercamos al meollo del asunto. Porque realmente drogadicto es el que toma drogas prohibidas, le sienten bien o mal, esté esclavizado o tan contento. Es la prohibición lo que convierte a la droga en droga y son las consecuencias de la prohibición las que han servido para inventar el mito del drogadicto. En gran arte de los casos los mayores males del usuario de drogas le vienen precisamente de la prohibición que las veda; no sabemos si también sus más inconfesables contentos... Pero, a cambio de estos inconvenientes, ¡qué útiles son los drogadictos! De ellos se puede decir casi cualquier cosa: en un país sin auténticamente fiables estadísticas de delincuencia, se puede afirmar sin temblor que "el 80% de los delitos los cometen drogadictos", y, mientras los médicos que no hacen concesiones a la mitomanía dudan de qué significa realmente hablar de adicción fisiológica, no faltan ministros de Sanidad que establecen taxativamente que "el 80% de los heroinómanos son irrecuperables". Mientras, sociólogos y psicólogos definen desde sus distintas perspectivas los mecanismos del drogadicto: risum teneatis! Por ejemplo, un reciente informe elaborado en Euskadi asegura que la mayoría de los drogadictos "están muy apegados a sus madres y viven demasiado pendientes de ellas aún con veintitantos o 30 años". ¡Pues vaya nota distintiva que me busca usted! Si en Euskadi la amatxo es la auténtica heroína... Otros aseguran que el drogadicto tiene problemas laborales, inadaptación, dudas sobre qué hacer con su vida, desencanto político... o que quiere imitar a sus ídolos, ganarse amigos, integrarse en un grupo, establecer complicidades, sentir algo nuevo, vencer la rutina. ¡Qué original es el drogadicto! No hay más que verle para saber que nació diferente.

¿Qué se ha logrado con la prohibición de las drogas? No desde luego acabar con su consumo o tráfico, sino hacerlas más caras, más adulteradas y más interesantes: de un lado la rutina reprimida, de otro lo prohibido y peligroso... El recientemente nombrado fiscal especial contra la droga asegura que éstas, por fomentar la "irracionalidad", van contra los valores de nuestra civilización. Sancta simplicitas! Los valores de nuestra civilización los inventaron unos piratas mediterráneos cuyos ritos más sagrados de inmortalidad se iniciaban bebiendo un secreto brebaje alucinatorio; fueron reforzados por la aportación de una secta herética judía que tenía, como ceremonia fundamental, la ingestión de vino y una oblea de poderes mágicos espirituales; se han completado a través de los años con las aportaciones de poetas, artistas y pensadores aficionados al vino, a la absenta, al ajenjo, al láudano, al éter, al opio, a la ginebra, etcétera. No, no es la defensa de la civilización lo que esa prohibición consigue, sino el auge de un negocio tan fabuloso que sus perseguidores y denunciadores oficiales son a fin de cuentas los menos interesados en que acabe jamás, lo que indefectiblemente ocurriría si (y sólo si) se legalizasen las drogas. Pero no hay que olvidar la utilidad que para el control social tiene además la existencia de la red mafiosa y policial en torno a los estupefacientes, las posibilidades de espionaje, registro, acusaciones en que lo moral y las buenas costumbres encubren la maniobra de aniquilación política, el soborno, el chantaje, la delación comprada en especias, etcétera. Añádase a todo esto la invención científico-mítico-penal del drogadicto como chivo expiatorio posmoderno, y tendremos una de las prohibiciones más fecundas en consecuencias útiles al poder desde aquella famosa de la manzana en el primer jardín.

Pero ¿y quiénes desean a toda costa dejar la droga y no son capaces, sea por razones de la índole que fueren? Necesitan ayuda, desde luego, médica y social, sobre todo humana. Como tantos minusválidos, pacientes mentales, raros y acomplejados, ancianos, adolescentes sin trabajo ni familia, enfermos incurables que desean un desenlace rápido y digno a su agonía, como tantos abandonados a los que la sociedad ignora o explota, a los que quizá simple y trágicamente el azar maltrata... Inventar una categoría, un nicho teórico para su desventura -"son drogadictos"-, no es comenzar a asistirles, sino seguir utilizándoles de otro modo.

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