El teatro resucita
Según parece, el teatro vuelve en busca de su lugar de privilegio, de su esplendor tras años de discreto silencio en los que el cine le sumió. Es como si tras tanto defenderse mal, de sentirse cercado, recluido por su competidor, tuviera prisa por recuperar su vocación de fiesta social, gala y recreo de los españoles. Multitud de conjuntos, compañías, grupos, llenan con su prosa o gesto no sólo las salas tradicionales, sino cualquier rincón de nuestras viejas calles y ciudades, fachadas, claustros, patios, recordando su nacimiento. A sus múltiples festivales acuden ahora no sólo compañías nacionales, sino montajes de Europa y América, profesionales o no en desfile constante, en cualquier época del año.Un viento nuevo borra antiguas corrientes vigentes años atrás, llevándose consigo obras y autores cuyo nombre quedó perdido en el camino de la eternidad.
Hay quien achaca la razón de este nuevo auge de la escena a la escasa calidad del cine actual. Puede ser; pero, de todos modos, el teatro, como la novela, mal podía quedar indiferente viendo nacer un público en busca, como siempre, de cualquier novedad. Siempre fue así en España, pero con más lento paso quizá, porque los cambios venían por lo general de fuera desde Larra, traductor de comedias, a Barbieri, tratando de imponer sus zarzuelas italianas, en la tradicional escena madrileña.
El teatro español sufrió diversos avatares, como el país entero. Durante la última contienda se buscó para los repertorios los autores más acordes con las ideas que cada zona defendía. En la continua purga que siguió a los menos sospechosos fueron los de nuestro Siglo de Oro los mejor vistos en la llamada zona nacional.
Así, en Segovia conocí yo el barroco en El hospital de los locos, dirigido, si no recuerdo mal, por Luis Escobar, representado no sobre tablas de madera, sino pisando viejas losas memoria de lejanas muertes. Es curioso cómo una vocación puede nacer una noche cualquiera, ante una torre iluminada, al son de la voz de unos actores recitando un texto dificil de entender. Sin embargo, allí estaba, inquieto y fascinado por aquel mundo del que estaba dispuesto a formar parte algún día a pesar de las dificultades que fácilmente adivinaba. Son esos años en los que no se sabe bien qué camino tomar, dudando en el mundo de las letras. Mas a pesar de tanta dificultad, la vocación surgió a mi lado un día en las horas vacías de la facultad. Allí habíamos ido a parar unos cuantos a la sombra de su entonces moderno paraninfo, dispuestos a poblarlo de fantasía y realidad. Fue un renacer parecido al que en cada otoño se iniciaba con programas que nunca llegaban a cumplirse y en los que se anunciaban obras que por entonces no solían representarse en las salas más tradicionales. Allí, en Filosofía y Letras, hicimos unas cuantas, interpretadas y dirigidas por nosotros mismos, tal como entre noveles suele ser. Para aquel paraninfo, repleto de amigos, tradujo del italiano Alfonso Paso tres obras cortas: Auto de fe, La dama del insecticida Lakspur y Veintiséis toneladas de algodón, primeros ensayos de Tennessee Williams, y ¡Eh, los de fuera! de William Saroyan, dedicada por el autor a Bernard Shaw. Luego montamos nuestras propias obras, razón
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principal de tales trabajos, y al fin todo acabó definitivamente cuando la censura nos prohibió a Lorca.
Así, los años cincuenta pasaron para los que en la facultad coincidimos, entre un ir y venir por los pasillos, ensayos a la tarde y un no asistir a clase matando las mañanas en el bar.
No se sabía bien qué razón nos reunía allí, tal vez la vocación, una Universidad distinta de la de hoy, una ciudad hostil a la cultura que comenzaba a despertar en la que la política era más bien subterránea, feroz para los que ganaron, dura para los perdedores, ajena para las generaciones nuevas. También en la facultad la había, aunque de ella se hablaba poco y aún ocupaban lugares en los bancos alumnos que habían hecho la guerra. Cierto día apareció una pintada en aquel paraninfo, pidiendo una Universidad libre. Fue preciso picar los ladrillos para borrar el alquitrán, y era cosa de ver los nervios del decano buscando obreros, las miradas maliciosas de los que estaban en el secreto, así como la indiferencia de los más, a los que tales palabras poco o nada decían.
Poco a poco el teatro renacía, después de hallarse dividido; renovando en lo que pudo sus formas, aunque en el fondo siguiera el mismo. Es la época del final de un Benavente al que se respetó y que, a su vez, se hizo respetar acomodando su moral a aquella que regía los nuevos tiempos. Es sobre todo la hora de un Jardiel triunfante, más adaptado todavía a un público que comenzaba a medrar con negocios al margen de la ley y algún que otro permiso oficial. Para el autor de Eloisa está bajo un almendro, tras pasar la guerra escondido, se acabaron las bromas sobre Dios o la virginidad, conquistándose un público que al final, sin saber bien por qué, se le volvió enemigo, pateando sus obras con tan poca razón como antes las cubrió de elogios. Y por si fuera poco, al otro lado del mar también le esperaban los que nunca le quisieron perdonar sus ideas políticas, obligándole a volver a España a olvidar su fracaso, poco dispuesto a volver a trabajar.
Alguna compañía oficial y. trashumante representaba mientras tanto en pueblos remotos alguna que otra comedia o drama ante un público entre asombrado y atónito que escuchaba por primera vez los nombres de Lope o Calderón. Sin embargo, tales autores estaban tan lejos de ellos como el mar o el cielo; eran tan sólo nombres que se desvanecían a poco.
El teatro buscó refugio en las ciudades; en ellas aún vivía Jardiel con sus inventos de escenarios circulares que, según él, los ingleses querían robarle, y Valle-Inclán, que sólo importaba a estudiosos y, prosistas, aunque sus comedias bárbaras apuntaran a nuestro tiempo ya. Los Quintero, reducidos a uno solo, aún regaban sus macetas de geranios para El divino impaciente, de Pemán, y Azorín buscaba lo invisible en un espejo tras las huellas de Rilke o en la Comedia del arte, elogiada por el Times. Zorrilla cumple cada año con su Juan Tenorio, y Arniches se inventa un Madrid honrado y sentimental.
La escena se agostó; a una serie de autores como Buero sucedieron otros nacidos cuando no malogrados por la censura, que redujo en ocasiones sus obras a puros despojos. Fueron precisas nuevas generaciones para salvar la escena, dándola interés o al menos dignidad, un público capaz de comprenderla, de aplaudir sus aciertos y perdonar sus errores hasta, por fin, hacerla revivir.
Hoy día nuestro teatro parece despertar. Nadie sabe por qué. Es mejor ignorarlo, pues si la música empieza, como dicen, donde las palabras cesan, éstas terminan en un gesto, ante un público atento, aunque sea sobre un modesto tablado de madera.
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