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Tribuna:
Tribuna
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Detrás del monumento

A falta de psiquiátrico donde enviarnos, y a fin de que fuésemos repasando las pendientes, a principios de agosto se nos abrieron de nuevo las puertas de aquel internado en el que se nos enderezaba a golpes la torcedura moral, fruto de los callejeos y relajamientos de la zona roja. Unos días antes los enemigos del padre Matallanas habían desembarcado en Sicilia, y en Getafe el grueso de los aliadófilos de quinto nos encontramos anticipadamente recluidos en un caserón por el que apenas circulaba lo más vetusto de la orden, los fámulos más derrengados y lo peor de cada curso. En funciones acumuladas de rector y de prefecto reinaba el padre Matallanas sobre una comunidad, mitad de santos, mitad de golfos, unánimemente flagelada por el feroz calor de los primeros veranos que siguieron al triunfo de la Cruzada. Cuando llegaba el crepúsculo y la temperatura en los aledaños de la estatua del Santo Fundador aumentaba en ocho grados, no podíamos concebir el final de aquella encerrona, el comienzo, sin solución de continuidad para nosotros, de un nuevo curso, que alguna vez la nieve volviese a cubrir aquellos calcinados páramos.-Anteayer mismo estaba yo ahogando topos en el río -rememoraba Domingo Pedregoso, más incrédulo que nostálgico-, y llega mi padre y sin más me anuncia que mañana, aquí a que me hagan hombre, aunque sean vacaciones. Me levanté por la noche y le rajé una rueda de la camioneta.

A la espera de los hielos que indefectiblemente traería la primera glaciación de la posguerra, el padre Matallanas estaba supuesto de ilustrarnos, además de en la ciencia matemática, que era lo suyo, en todas las otras materias de la universal sabiduría exigidas por el plan del 38. Pero, tras una primera lección que dedicó a la metodología multidisciplinar que pensaba aplicarnos hasta los exámenes de septiembre, el padre Matallanas desaparecía rumbo a inciertas ocupaciones. Apenas desayunada, la reducida horda era convocada para una clase de matemática general, unidad de acto docente que eliminaba las diferencias de curso y desdeñaba los niveles de ignorancia del alumnado. Así, alguno hubo que aprendió a sumar quebrados cuando ya estudiaba trigonometría.

-Está raro -comentaba Pedregoso, suspicaz- Pase lo. de que no se atreva con el latín o la geograria, porque hasta yo sé más que él y sería una usurpación por su parte. Pase que nos mande a repasar y ya no le volvamos a ver la cachimba hasta la hora del rosario. Pero lo preocupante es que está simpático, como de buen carácter.

Efectivamente así era, y en parte era debido a que, según las emisoras que el padre. Matallanas escuchaba, los ejércitos del Eje habían aniquilado al ejército invasor en las propias playas del desembarco. A nosotros el día se nos iba en largas siestas, vagabundeos por el desierto convento, amargas lamentaciones o apabullantes silencios. Nadie era capaz de jugar a la pelota en los llameantes frontones y en el llamado campo de fútbol, al primer pase el balón levantaba una esférica nube de polvo que quedaba suspendida en el aire durante horas.

-Yo prefiero estar aquí que en mi casa -confesaba el pequeño de los Armijo, con ese optimismo que nace de la desesperación-, porque en mi casa me obligarían a estudiar.

-Y a lavarse continuamente

-apostillaba Domingo Pedregoso, al que de sus nefandas incursiones al gallinero le quedaba un permanente olor a estiércol.

Después de mascullar el rosario en el estudio, y del puré y la sandía de la cena, llegaban, con la cesación oficial de toda actividad, las horas más penosas de la jornada. Poco a poco emergíamos de las obscuridades del parque y nos acomodábamos en la hierba pajiza del jardincilio en cuyo centro se alzaba la estatua del Santo Fundador. Allí esperábamos una brisa, que nunca llegaba, aplastábamos sobre nuestra piel mosquitos como cigarras, acumulábamos pacientemente valor para subir a las sofocantes celdas y alguien rememoraba el fastuoso esplendor que tendría en aquellos instantes la noche madrileña.

-En Aranjuez no hay furcias, ni salas de fiesta, ni la Gran Vía llena de autos y de anuncios. Pero a estas horas los merenderos de la orilla del río se llenan de luces y suena la música de la radio.

-Mingo, anda, cállate. Que nos pones de tango.

Habiendo averiguado la primera noche que las Cirilas por decisión familiar tomaban las aguas en Marmolejo, Fernández no había vuelto a escapar al pueblo. En aquel tiempo Fernández había descubierto en la biblioteca paterna a Manuel Machado y a Santos Chocano, y en la penumbra caliginosa del jardincillo nos recitaba, entonándolos, poemas galantes y selváticos, que trataban de mujeres malas fuera de la sociedad y de caimanes que vivían eternamente prisioneros en el palacio de cristal de un río. Estos últimos, de fauna amazónica, entusiasmaban a Pedregoso y Fernández accedía siempre al bis.

-Pero ¿ya se ha largado Mingo al gallinero? -se percataba alguno, de repente.

Conforme la noche progresaba (sin parecerlo), se hablaba del desembarco en Sicilia y del frente ruso, se generalizaba un debate estratégico y los más sagaces profetizaban nuevas armas, definitivamente destructoras, pero que nunca estallaban en forma de hongo. La mayoría deseaba que España entrase en la guerra, y hasta los pacifistas soñábamos algunas noches en combates sobre la nieve. Cuando Mingo atravesaba el parque hacia el caserón, cabizbajo por los remordimientos y sosegada la carne, la conversación, a los pies del Santo Fundador, giraba a la mujer y sus efectos.

-Pues un primo mío me ha dicho que las ladillas son una enfermedad venérea.

-Pues dile a tu primo, macho, que la sífilis también se puede coger subido a un árbol, como Balmes, pero con una sifilítica en las ramas.

Un atardecer, constituidos en delegación, nos presentamos en el cuarto del padre Matallanas los que ya no aguantábamos. Nos recibió en calzoncillos largos atados a los tobillos y en camiseta de invierno. Nos escuchó mientras daba cañamones al canario. Luego encendió la cachimba, reflexionó y dijo:

-De acuerdo. Entiendo que os canse tanto estudio. Yo os buscaré distracción. Por lo pronto, antes del rosario os daré todos los días una charla de formación del espíritu nacional.

-Muchas gracias, padre. Pero que sea sólo de espíritu nacional, sin mezclar para nada la ignominiosa, inacabable y cruelísima agonía de Voltaire, que con estos calores no estamos para lo del pus y las entrañas corroídas por los vermes.

-Ya teníais que saber que de la ejemplificadora agonía de aquel degenerado únicamente trato en sermones de solemnidad.

Incluso algunas tardes las charlas patrióticas del padre Matallanas hasta nos ilusionaban. Pero, sobre todo, en cumplimiento de su promesa, nos encontró ocupaciones recreativas, bien en la huerta, bien en la cocina, bien en la iglesia. Domingo y yo fuimos encargados de ir desmontando el monumento, que, sin saberse por qué, seguía erigido desde la pasada cuaresma en la capilla de santa Clotilde.

-Lo más urgente -dictaminó Mingo Pedregoso con ímpetu de santero novicio- va a ser quitarle el paño morado a la santa Clotilde. Luego bajamos los candelabros y los floreros. Y después empezamos a desclavar el armatoste.

El tiempo se nos iba en el templo con apacible rapidez. Una relativa frescura, el silencio, las formas y el viuo sin consagrar que consumíamos en la sacristía, aquel olor, nos embebían las horas. Cuando no hacíamos eco gritando pensábamos en cosas o explorábamos los ámbitos litúrgicos. Daba mucha paz, sentado en un banco, meditar sobre la inexistencia de Dios. Desde el púlpito se sentía un extraño dominio, la certidumbre de una hermosura inútil.

-Ven, ven -susurró una mañana Mingo desde detrás del monumento, donde investigaba algunos trozos desprendidos del retablo.

Tras las tablas arrancadas, la entrada en el muro apenas era mayor que una gatera. Tardamos en decidirnos a penetrar en las tinieblas, provistos de cuatro candelabros.

Allí dentro nunca hablábamos. Nos instalábamos en la pútrida oscuridad del recinto, resistiendo el sobrecogimiento, siempre que no imaginásemos la altura que podía haber sobre nuestras cabezas. Hacía frío y las piedras de los muros rezumaban humedad. Nos juramentamos para mantener secreto el descubrimiento, y ambos cumplimos el juramento.

-¿Te acuerdas el día que encontramos el esqueleto?. -recordaría Mingo durante la Semana Santa del siguiente año, cuando a los dos nos castigaron sin vacaciones.

-¿Qué esqueleto? Lo único que encontramos, cuanto tú le robaste la linterna al lego de la portería, fue un montón de números de la revista Crónica, con desnudos artísticos, que nos repartimos.

Sin embargo, mientras pasaba el verano y pasábamos los exámenes, mientras comenzaba un nuevo curso interminable e incluso llegaba aquel frío de los sabañones dolorosísimos como la agonía de impío Voltaire, mientras vivíamo la subversión de las reglas cala sancias que supuso la aparición de Treviso expulsado de un internado de jesuitas, resultaba cada vez más congruente recordar que habíamos encontrado un esqueleto un zapato de tacón alto, una ardilla disecada y una garduña viva como quería recordar Domingo. Y quizá porque la luz de la linterna nunca llegó a la bóveda de aque ábside amurallado, la fuerza de la costumbre no acabó de habituar nos al misterio del recinto, como muchos años más tarde nos habituaría a la vida la costumbre de vivir. Y con todo, allí me fue posible experimentar el presagio de una juventud eterna, que pronto dejaría de cumplirse, la seguridad tempranamente perdida, frente a caos, una esperanza, no defrauda da hasta ahora, de recordar en e futuro la tiniebla voraz y acogedora. Para mí no constituyó la meno enseñanza de aquel verano la humillación de compartir el prodigio con un ser tan rastrero como Mingo.

-Me acuerdo yo -me diría Pedregoso, cuando vino a verme a despacho para embrollos administrativos, recién heredadas las tierras ribereñas del Tajo, que su padre había comprado en aquellos años perdidos con los beneficios del estraperlo-, y te tienes que acordar tú, la vez que desnudamos a la santa y la escondimos detrás del altar. ¿A que sí te acuerdas?

Sí. Porque probablemente nunca conseguimos salir.

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