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Tribuna:A propósito del V Centenario del Descubrimiento
Tribuna
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La integración de España en Europa

Hace menos de una década se cumplía el milenario de Castilla. También el de la lengua castellana, que tuvo su punto de partida en un hecho aparentemente más insignificante y anónimo que el de Colón: un texto muy breve de 43 palabras del año 977, el primero que se conoce en castellano, parte de las Glosas emilianenses, debido a uno de los monjes escribas del monasterio de San Millán de la Cogolla, en Logroño. Admirables 43 palabras de tan modesto origen que dieron nacimiento a una lengua como parida por la escritura, a la inversa de lo que ha ocurrido con la mayor parte de las lenguas del mundo. Lengua admirable que es hablada hoy por 300 millones de seres humanos, luego de ser el vehículo verbal del Descubrimiento. También en 1492 Antonio de Nebrija publica la primera Gramática castellana, en honor de Isabel la Católica. El mismo año en que los moros son vencidos en la guerra de la Reconquista, que dura casi ocho siglos desde Covadonga a Granada, y a lo largo de los cuales van surgiendo los reinos principales de España como núcleos activos de esta lucha de liberación. He aquí las sorprendentes simetrías que a veces dibuja la historia. ¿Pero es siempre fortuito el entrelazamiento de los hechos fundacionales? En este mágico tejido en que el azar y la necesidad mezclan o alternan sus agujas es donde podemos contemplar no tanto quizá las inciertas imágenes del pasado pero sí las del presente e intuir con bastante precisión las del futuro. "Al entrar en la última vuelta del camino de este siglo", advierte el rey Juan Carlos I, "en los umbrales de una etapa decisiva para la humanidad, la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento no se presenta sólo como una efeméride solemne y petrificada, en sí importante, en su estricto marco del pasado, sino también como una catapulta en clave de futuro". No es sólo, efectivamente, una fecha propicia para las conmemoraciones que exalten el espíritu de unidad en el contexto de las identidades, del entrecruzamiento de lenguas y culturas de nuestros países. Lo es también para la activación de los movimientos de ideas y opiniones que promuevan el todavía difuso proyecto de unificación e integración del desarticulado mundo iberoamericano en una comunidad orgánica de naciones. La celebración del V Centenario va unida así al esclarecimiento -en su doble acepción de clarificación y ennoblecimiento- de este concepto maltrecho y como olvidado de la unidad; situación cuya penosa evidencia se manifiesta en primer lugar por el desconocimiento mutuo de la historia cargada de resentimientos y remordimientos.Por otra parte, la historia no es sólo el pasado documentalizado con mayor o menor erudición por la historiografía. En esta época, en la que hemos llegado a un punto límite, el discurso histórico no puede ser, no es ya, únicamente, un saber. Es, sobre todo, una ética del conocimiento histórico. Ella exige, a su vez, un comportamiento justo y solidario a los miembros de una comunidad forjada por la historia; una comunidad que no puede dejarse a los albures de la real polítik, de las presiones y extorsiones de los grandes.

Es esta ética del conocimiento y del comportamiento históricos, transformada en pasión moral, convertida en conciencia crítica, la que no teme llevar su misión y su acción con prudencia, pero con firmeza inquebrantable, al cumplimiento de los grandes designios y objetivos en la realización de un proyecto viable de integración, de un modelo de nuevo tipo de sociedad o, mejor dicho, de una constelación de sociedades que giran, informes todavía, en la órbita de un destino común. Ésta es la pasión moral que llevó al padre Las Casas, a Motolinía, a Bernardino de Sahagún y a tantos otros a oponerse a los excesos, a los horrores, al sentido mismo de la conquista. Es la que enfrentó en un duelo dantesco a la alianza anticolonialista hispana. Pasión moral y conciencia crítica que producen una dicotomía irreductible en las dos líneas centrales y opuestas del Absolutismo y la Ilustración, desde la Conquista a la Emancipación y aún después.

La toma de conciencia crítica del proyecto de integración no tiende a un planteamiento abstracto o reduccionista de la compleja cuestión. Hay, ya queda dicho, una retórica de este proyecto un poco mítico, como hay otra nostálgica de los mitos y símbolos del fenecido esplendor imperial. Lo que no es en sí un fenómeno anómalo, por cuanto ambos repertorios reflejan, cada uno a su modo, la existencia de la vieja dicotomía. Y esta oposición, aun en su forma retórica, no es desdeñable, puesto que en la economía de los hechos humanos ninguno lo es. Lo normal sería que la oposición dicotómica verbal se transformara en una oposición dialéctica real, y que ella se orientara naturalmente hacia su síntesis.

La revisión crítica no es así un mero revisionismo. Es tratar de "poner las cosas en su punto", según lo advierte atinadamente Julián Marías en su libro La España inteligible. Este poner a punto "el análisis de la realidad histórica española, que no puede ser entendida plenamente sino en la superior dimensión de las Españas como puente entre dos continentes", es un esquema sugeridor en más de un sentido. Y lo que importa desde el ángulo de lo posible en cuanto al concepto las Españas es, justamente, establecer y organizar las correlaciones entre la España democrática y el conjunto de los países

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latinoamericanos que tienden a la democratización; entre "la España como proyecto o el proyecto de España" en su unidad con Europa, en su europeismo, pero también en su iberoamericanismo esencial. Quiero decir: unidad de España con Europa, de la que forma parte, y unidad con Latinoamérica, con la que forma un mundo aparte.

Puente entre dos continentes en la superior dimensión de su realización histórica. No es otro en verdad el papel de España en la Península; el papel de la Península con España como puente. Al fin y al cabo, las carabelas de Colón no fueron sino los pontones adelantados de este puente entre dos mundos que tienden a ser uno solo. Aun cuando la Península "transeuropea", pegada al continente, formando parte de él, no fue siempresino la periferia desdeñada, separada de Europa, cuando, por el contrario, constituye uno de sus núcleos excéntricos más creativos y originales. Alternativamente rechazada o admitida, invadida o aislada por las convulsiones de las Europas (que también hay varias), España en cambio nunca fue cortada del tronco común. Lo cual es histórica y biológicamente normal.

Algo semejante ocurre con Portugal y Brasil -ya que en general, nos estamos refiriendo a la Península Ibérica en sus relaciones con América-. Este intervalo de grados separó a veces, por las vicisitudes históricas, lo lusitano de lo hispánico; intervalo de separación que la rivalidad imperial agudizó y se reflejó en la hístoria política, en las culturas, en los modos de ser de ambos componentes peninsulares e iberoamericanos, y que se refleja incluso hoy en la incomunicación entre Brasil y los países hispanoamericanós. Lo que no impide su unidad potencial, sino que la fomenta. Los aportes culturales comunes, las mezclas raciales, las mismas tensiones político-sociales en un ámbito de sobredeterminaciones "geopolíticas", digámoslo así, los fuerzan a la unidad y coparticipación.

En cuanto a España e Hispanoamérica, si algo quiere significar realmente y plenamente, de una manera inteligible, la superior dimensión de las Españas, este concepto de carácter histórico-filosófico no puede querer expresar otra cosa que la pluralidad en la unidad virtual de sus componentes. Pluralidad que no niega, sino que afirma y enriquece el complejo sentido de lo que entendemos por unidad; incluso, la no menos compleja y problemática realización de la integración. Por una parte, el mismo ingreso de España y Portugal en la Comunidad Económica Europea (lo del Parlamento es harina de otro costal), luego del "purgatorio" de una larga antesala, es, qué duda cabe, un significativo triunfo político para ambos países, y no un simple acto de desagravio y reconocimiento (de "agnición", diríamos en términos de retórica poética). Un triunfo por ahora político que los pone en pie de igualdad formal y jurídica con las potencias centrales superindustrializadas.

El ingreso, también de una manera indirecta, Ponsolidará la estabilidad democrática de los dos países y los impulsará a la emulación en los niveles de la reconversión y producción tecnológica. Abre, asimismo, a sus economías un campo potencial de expansión bajo las leyes del complicado interjuego económico, político y, desde luego, estratégico, de los países de la CEE, sin que los aportes y obligaciones de ambos países, de seguro incrementados por la tardía admisión, vulneren las estructuras de base de sus economías; por ejemplo, para España, la industria siderúrgica y pesquera, la producción agrícola, cuyo volumen y calidad corren el riesgo de enfrentar, en los extensos circuitos de distribución, verdaderas guerras de religión. Y esto sin ánimo de ironizar sobre tan graves cuestiones.

Por otra parte, para los países de Latinoamérica, el ingreso de España y Portugal en la Comunidad Económica Europea constituye, como es obvio, una modificación importante en el sistema de correlaciones materiales (económico-financieras, de intercambio, etcétera). No creo, sin embargo, que ella incida desfavorablemente en el campo de las relaciones culturales, políticas y sociales. De nuevo aquí, el concepto de "puente entre dos continentes" juega, no ya metafóricamente, sino estructuralmente, en favor de la unidad y de la progresiva integración de la España democrática y anticolonialista y de Portugal, cuyo sistema colonia¡ se halla en vías de extinción, con los países de Latinoamérica; y todo ello pese a la gran crisis de la situación de dependencia de éstos con respecto al Imperio y al hecho de que en algunos de ellos se padecen aún regímenes déspóticos y totalitarios cuyos ejemplos flagrantes son los de Chile y Paraguay.

Desde este punto de vista, la actitud de España y Portugal con su entrada en la Comunidad Europea no constituye una deserción en la lucha por la integración. Por el contrario, es una opción normal que fortalece su posición desde el momento que se insertan en el núcleo económico y político de Europa, relativo contrapeso al poder hegemónico del Imperio. Y el hecho de que al menos España se mantiene fiel a la unidad del mundo iberoamericano y a los designios de la integración indica, precisamente, que no ha renunciado, sino que ha ampliado el sistema de cooperación con Iberoamérica, especialmente en el campo cultural.

El gran proyecto de la integración, en ese nuevo y tal vez inédito modelo de una constelación de sociedades, sólo podrá cumplirse por etapas graduales como producto del consenso mayoritario de nuestros pueblos, en una atmósfera de efectivo pluralismo democrático, multirracial y cultural. Y este consenso mayoritario es lo primero que hay que lograr en un mundo sometido -por lo menos en lo que toca al segmento latinoamericano- a las exacciones del poder imperial, al cáncer terrible o sutil de la dependencia que no ahorra a ninguno de los países que lo componen y al atraso que esta dependencia genera incluso en los que pretendan hallarse en la categoría un poco casuística de "países en vías de desarrollo".

En este cuadro no precisamente demasiado alentador del área latinoamericana y que por ello mismo debemos defender como la parte rescatable del mundo iberoamericano, es problemático por ahora, pero no imposible, trabajar conjuntamente para el logro de ese consenso en la democracia, en la paz y en la solidaridad como base del proyecto de integración. Proyecto realista y, al mismo tiempo visionario -como lo fue el del Descubrimiento- que se objetivará a condición de que contenga en .germen el desarrollo global, en su plenitud, de una comunidad orgánica de naciones libres e independientes a imagen del viejo sueño de los libertadores. Entre lo utópico y lo posible, éste es un reto de la historia. O lo que es lo mismo: un desafío del porvenir.

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