El 'tercer mundo' ruso
Recorrido por un mercado de Moscú, donde un kilo de carne o tres kilos de fruta equivalen a la mensualidad de un jubilado
La cola de la vodka es una cola bullanguera. A una anciana vestida con un abrigo largo de lana verde oscuro, gorrito marrón claro y botas largas se le acaba de caer al suelo su botella de vidrio, que se ha roto. "¡Qué voy a hacer ahora! Después de esperar tanto, me voy a quedar sin la vodka. Por favor, que alguien me preste una botella", implora. Un poco más atrás, otra señora considera las ventajas de las botellas de plástico, que no se rompen en el peor momento. Lo malo es que apenas se pueden encontrar en Moscú.
La cola de la vodka es también una cola nutrida. Son casi las once de la mañana, a punto de abrirse la tienda de licores, y la cola ya se aIarga unos 50 metros sobre la acera del Bulevar Tsvednoi. La del alcohol es una de las pocas colas en las que abundan los hombres, que esperan inquietos junto a las ancianas jubiladas, que nutren mayoritariamente las colas callejeras de la ciudad. Hoy va a haber suerte, por que un empleado acaba de confirmar que ha llegado la vodka. Los sufridos clientes palpan en sus bolsillas los bonos de racionamiento.Hoy es un día caluroso para la época. Estamos en pleno noviembre y los termómetros marcan unos pocos grados por encima de cero. Ya nadie se acuerda de que el termómetro cruzó la barrera de los 10 grados bajo cero los primeros días del mes, y dos señoras comentan que parece que este invierno será benigno, como los dos anteriores.
En la tienda de al lado hay en estos momentos carne, y en su interior aguarda su turno un nutrido grupo de señoras. La carne que ha llegado es de seis rublos el kilo y de lejos parece comestible. En las tiendas del Estado, con precios adaptados a los 300 rublos de salario medio que se les calcula a los trabajadores rusos, el kilo de carne cuesta entre seis y ocho rublos; el de mantequilla, seis rublos; el de queso, 10 o 12; y la decena de huevos, tres. Pero esos precios están muchas veces colocados sobre estantes absolutamente vacíos. "Ya ni me acuerdo de cómo es el queso", comenta una anciana.
El contraste con los precios del mercado libre se puede apreciar con sólo andar unos pasos. Un poco más allá de la tienda de la carne, un chaval sentado detrás de una mesa desmontable vende latas de cerveza a 22 rublos y tabaco rubio a 20. Junto a la estación del metro, un grupo de hombres y mujeres tapa un tenderete donde se venden a cinco o seis rublos novelas policiacas y de misterio de editoriales privadas que están cubriendo los huecos que las empresas del Estado habían dejado. Al otro lado de la estación, un quiosco de diarios y más libros, uno de ellos con un título sugerente: Las ventajas de ayunar. En el tenderete de flores se exponen hoy también unas botellas de coñac por las que la empleada pide 200 rubios. Y un poco más arriba se encuentra, el Mercado Central, uno de los más conocidos lugares de venta libre de alimentos.
Pobres tenderetes
Tras atravesar la veda aparecen a derecha e izquierda, unos primeros tenderetes. Algunos son unos simples cajones de madera apilados, con una plancha metálica encima; otros son mesas metálicas de un metro de ancho. Tras una de esas mesillas, un hombre de mediana edad hunde las manos en los bolsillos de su anorak color crema; sobre el tenderete, 10 o 20 kilos de manzanas perfectamente apiladas; al lado, una balanza de color azul, y nada más. Un hombre ya maduro trata de vender una veintena de escobas, de esas sin palo que obligan al usuario a doblar el espinazo para barrer.Al final del pasillo, girando a la derecha, aparecen unos tenderetes algo mejores: tienen patas de hierro, los cubre una plancha metálica que algún día fue verde y están dotados de un techo de esos de plástico ondulado, que no pueden disimular su añeja suciedad. Aquí, los puestos ya tienen dos, tres y hasta cuatro tipos de productos distintos. Incluso se pueden ver frutos secos, pistachos sobre todo, y alguna que otra botella de Campari o de Coca-Cola llenas de aceite. Las mandavinas, los tomates o la uva cuestan 30, 40 o 50 rublos el kilo, según la calidad.
Llevado del pertinaz afán consumista del occidental, uno adquiere a una anciana caucasiana vestida de negro y tocada por un pañuelo, también negro, dos kilos de mandarinas y un kilo de tomates ciertamente hermosos: total, 130 rublos. Que es exactamente la pensión que cobran al mes la mayor parte de las ancianas jubiladas que siguen en la cola de fuera. Al cambio turístico oficial, esos 130 rublos son menos de 300 pesetas; es decir, el precio de un par de latas de cerveza en las tiendas para extranjeros de Moscú. El salario mínimo acaba de subir en Rusia a 200 rublos, el salario medio actual se calcula que ronda los 300 rubios y la previsión es que en los próximos meses, cuando los precios se disparen, el salario medio se sitúe en 700 rublos, unas 1.500 pesetas al cambio de los bancos o 1.000 al cambio negro.
Escasa clientela
Pasando entre los tenderetes se entra a los pabellones. El de la carne tiene unos 30 metros de largo y un gran mostrador en forma de rectángulo con las aristas redondeadas. Dentro del mostrador, una veintena de vendedores para atender a sóló cuatro o cinco señoras de mediana edad que no se acaban de decidir a comprar. "¿Qué cuesta esta carne de res?". "Ciento veinte rublos el kilo". En uno de los rincones, sorprendentemente, una cola con 25 o 30 señoras. Resulta ser el puesto de una cooperativa que hoy tiene costillas de vaca a 10,50 rublos el kilo. En otro rincón se muestran pollos a 75 rublos que nadie compra; al lado, huevos a 30 rublos la decena y, junto a la puerta, las joyas del mercado: tres preciosos y solitarios lechones a 350 rubios.La vaciedad del pabellón de los productos lácteos es aún más sobrecogedora: al entrar, 20 pares de ojos se clavan en el recién llegado, porque no tienen ningún otro cliente al que observar. Los 90 rublos que piden por medio litro de crema de leche espantan al moscovita que se atreve a entrar. El pabellón de frutas y verduras es otra cosa: hay gente. Pero la clientela, ahora que son ya casi las doce de un viernes, es mucho menor que la que uno encuentra en un mercado español cuando la mitad de los vendedores ha recogido ya sus bártulos. Ya fuera, al dar la vuelta por detrás de los pabellones en busca de algún tenderete más, una escena real: dos chovas, unas aves rapaces que son como los cuervos pero con el cuerpo gris, picotean en el suelo el pellejo sucio de una rata. Al oír los pasos, se limitan a volar hasta la tapia cercana: ese pellejo no se lo quita nadie.
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