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Corrupción y escándalos

No dispongo de los resultados de ninguna encuesta, pero estoy seguro de que si se le preguntara a los españoles cuál es el término que mejor definiría la cuarta legislatura constitucional, iniciada en las elecciones del otoño de 1989, la mayor parte de ellos optaría por el de corrupción.Desde sus mismos orígenes, esta legislatura ha estado empañada por los escándalos. Primero fueron los propios resultados electorales, puestos en cuestión en varias. circunscripciones (Murcia, Pontevedra, Melilla y Barcelona) con la incidencia en el calendario político de todos conocida. Y después, el diluvio: Juan Guerra, Naseiro-Palop, fraude del IVA 1, fraude del voto por correo en las municipales, fraude del PER, Hormaechea, juicio de la construcción en Burgos, fraude del IVA 2 en conexión con Renfe y sospechas ominosas sobre la conducta del actual ministro de Sanidad... No creo que pueda sorprender que entre los ciudadanos se esté extendiendo la impresión de que el sistema político está profundamente corrompido, tendiendo a pensarse que lo que conocemos es solamente la punta del iceberg.

La reflexión, pues, se impone. ¿Está justificada esa impresión? ¿Podemos realmente deducir de los escándalos conocidos que es el sistema democrático el que está corrompido? ¿Podemos, dicho en pocas palabras, equiparar escándalos y corrupción, como si de la existencia de los primeros hubiera que deducir inequívocamente la segunda?

Para responder adecuadamente estos interrogantes hay que hacer algunas consideraciones teóricas, sin las cuales resulta imposible situar la cuestión en una perspectiva adecuada.

Y la primera no puede ser otra que la de que la corrupción es la amenaza más grave que puede cernirse sobre el Estado representativo, porque lo ataca en su núcleo esencial, esto es, en aquello que lo hace ser superior a todas las demás formas conocidas de organización del poder político.

Pues, en último extremo, la superioridad del Estado representativo descansa en la desvinculación entre el poder político y la propiedad privada. Mientras que en todas las formas políticas preestatales el poder es un correlato de la propiedad privada y fundamentalmente de la propiedad de la tierra, con el Estado representativo ocurre algo diverso. El poder político deja de ser un accesorio de la propiedad privada, para autonomizarse en una instancia única, el Estado, que tiene el monopolio de la coacción física legítima.

Esta separación del poder político y la propiedad es la premisa indispensable. del principio de igualdad, de la división de poderes, de la afirmación de los derechos individuales y libertades públicas, de los mecanismos representativos, etcétera. Por decirlo en pocas palabras, todos los desarrollos de lo que hoy conocemos como Estado de Derecho arrancan de ella.

Justamente por eso es por lo que el Estado constitucional tiene que ser un poder representativo: porque se trata de un poder que tiene que representar unos intereses sociales y económicos con los que no coincide de manera inmediata. El poder no es de nadie, por mucha que sea su propiedad, sino que es un resumen, una síntesis del conjunto de la sociedad. Y por eso no está dado de una vez por todas, sino que tiene que renovarse periódicamente a partir de la manifestación de voluntad de la propia sociedad.

Obviamente, no podemos olvidar que el Estado representativo en cuanto producto histórico estuvo muy marcado en sus orígenes por una relación muy estrecha con la propiedad y que hicieron falta muchos decenios para conseguir que el Estado fuera realmente representativo, esto es, expresión del conjunto de la sociedad y no solamente de una parte de la misma. Y de ahí que a lo largo de todo el siglo XIX el sufragio censitario (y masculino, por supuesto), esto es, la participación política reservada a los propietarios varones, fuera la norma en las sociedades europeas. Pero desde el final de la Primera Guerra Mundial la generalización del sufragio universal ha resultado imparable, no existiendo la menor duda sobre el carácter representativo del Estado y acentuándose, por tanto, la separación del poder y la propiedad.

Si se me ha seguido hasta aquí, se comprenderá por qué decía que la corrupción es la amenaza más grave para el Estado representativo. Pues la corrupción no es, en última instancia, más que la "privatización del Estado", la subordinación por vías soterradas y espúreas del Estado a la propiedad, lo que imposibilita que pueda ser el representante del conjunto de la sociedad y tomar decisiones con el grado de independencia que es posible en las sociedades humanas. La corrupción es, por tanto, la negación de la razón de ser del Estado, es algo que lo hace retroceder a formas premodernas y bárbaras de organización del poder, que imposibilita la formación de la voluntad general, que impide la racionalización del poder, que es en lo que consiste la afirmación práctica del Estado constitucional.

Ahora bien, este retroceso es una amenaza permanente para el Estado, y, además, una amenaza radicalmente insuprimible, ya que la eliminación de la propiedad privada, que sería la única forma en que se podría atajar el problema en su raíz, se ha manifestado en los países en los que se ha ensayado el experimento (los países del llamado socialismo real) como un remedio peor que la enfermedad.

Quiero decir con ello que toda democracia representativa tiene que saber que va a tener que convivir con escándalos. Que los escándalos son insuprimibles, porque la condición humana es la que es y siempre hay que contar con un porcentaje de conductas que se desvían de lo que es un comportamiento jurídicamente correcto y socialmente aceptable.

Por eso la historia de todas las democracias está jalonada de escándalos, no siempre pero sí por lo general, de tipo económico. En el Washington Post (National Weekly Edition, 11-17 noviembre 1991) puede leer quien esté interesado un artículo de Dan Batz y Ricard Merin (Un electorado dispuesto para la rebelión) en el que, sobre la base de encuestas realizadas desde 1952 hasta 1991, ponen de manifiesto cómo el electorado asocia el término político con corrupción, avaricia, escándalo y mentira. Y bastaría memorizar un poco para recordar los escándalos financieros en Japón, que han obligado a dimitir a dos primeros ministros; la "autoamnistía francesa", que ha conducido a un conflicto muy serio con el poder judicial, y muchos más que se podrían mencionar.

Los escándalos son insuprimibles. No hay democracia que pueda librarse de ellos. Y, por tanto, no es su existencia lo determinante. Lo decisivo es la forma en que se les, hace frente, la forma en que se los reprime. Aquí es donde está la clave para ver si los escándalos pueden lle-

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gar a alcanzar la categoría de corrupción. Iván Boesky y Michael Milken, los reyes de los junk bonds (bonos basura), dominadores de Wall Street con métodos fraudulentos en la pasada década, están en la cárcel. El escándalo no se pudo evitar, pero a sus autores se les aplicó la ley de manera rigurosa. Esto es lo importante.

Y para mí esto es lo más preocupante de los escándalos españoles de los que estamos teniendo noticia. Por razones históricas conocidas, que pueden reducirse a nuestra escasísima experiencia democrática, el Estado español ha sido un Estado extraordinariamente privatizado, en el que la subordinación del poder político a la propiedad ha sido mucho mayor que en los países de nuestro entorno.

Justamente por eso es un Estado extraordinariamente mal preparado para luchar contra los escándalos, corriéndose el grave peligro de que degeneren en corrupción. No existe en el país una conciencia social de la monstruosidad que supone esta subordinación de lo público a lo privado; ni una tradición en la supresión de este tipo de conductas; ni unos instrumentos administrativos, policiales y judiciales adecuados para este tipo de delitos; etcétera.

Aunque el Estado nacido de la Constitución de 1978 es, con mucha diferencia, el intento más serio de construcción de un Estado representativo en toda nuestra historia, el Estado más autónomo y menos subordinado a intereses privados que se ha conocido en este país, continúa, siendo un Estado muy mal dotado para enfrentarse a la degeneración que los escándalos económicos representan, y sometido, por tanto, al peligro de la corrupción de una manera difícil de sobrevalorar.

Por eso, para mí, más escandaloso que el fraude del IVA ha resultado que el Ministerio de Hacienda solicite del ministerio fiscal que no investigue y persiga a los compradores de facturas falsas. Lo terrible no son los escándalos, sino la impotencia del Estado para reprimirlos. Ésta sí que es una hipoteca del poder que pesa como una losa sobre el Estado representativo español.

Javier Pérez Royo es rector de la Universidad de Sevilla.

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