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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Eterno mensaje

Inglaterra, entre dos guerras. Por aquellos tiempos se pensaba mucho, desde el laicismo, en adónde iban los muertos (millones en Europa), en el tiempo (había llegado Einstein); hasta en el socialismo como redención del país más clasista de Europa. J. B. Priestley era uno de esos preocupados; y socialista fabiano, una rama intelectual; creían en la manera pausada del socialismo, y tomaron el nombre de un general romano, un Fabius (Cunctator) que ganaba sus batallas sin prisas. Creían también en la conciencia, en la buena naturaleza humana, porque venían de Rousseau y la Enciclopedia.Escribió varias obras (y novelas) sobre estos temas: la más famosa en España es ésta, que se llamó La herida del tiempo (por Luis Escobar, María Guerrero). En 1942, con nuestros muertos encima, y algunas desesperanzas, con el III Reich y sus epígonos mandándonos, con su misterio y su pena, impresionó.

El tiempo y los Conway

De J. B. Priestley, traducción de Begoña Barrena. Dirección: Mario Gas. Intérpretes: Alex Casanovas, Victoria Peña, Pere Ponce, Mónica López, Rosa Renom, Rosa Boladeras, Lluisa Castell, Jordi Boixaderas, Jaume Mallofré y Montserrat Carulla. Escenografía: Ezio Frigerio. Vestuario: Franca Squarciapino. Diseño de luces: Quico Gutiérrez y Mario Gas. Teatro Albéniz. Madrid, 15 de enero.

Hoy impresiona de otra manera. No importa nada la reversibilidad del tiempo; no nos interesa el mundo de lo teórico, ni el de los presentimientos y el imaginario paso de los ángeles sobre los momentos de silencio, ni los balbuceos del porvenir.

El desencanto ha comenzado a pasar: de una monótona desgracia se ha convertido, para una mayoría, en un deseo de venganza y de aprovechamiento de la vida como explotación, como acumulación de dinero o poderes, aunque fuesen pequeños. Recuperar el tiempo perdido en el idealismo. Para otros es un cierto aliciente de lucha renovada, un estímulo, una fuente de inconformismo.

Y el gran núcleo de la nación está preocupado sólo en sobre vivir, no tiene interés en teorizar ni en suponer, y desde luego no va al teatro, ni lee: dice que no tiene tiempo, y lo que tiene generalmente, es despecho por la cultura. Y sospecha de su institucionalización.

Pero hablamos de los que van al teatro, y a éste en concreto: y escuchan, sobre todo, la palabra socialismo, sus esperanzas y sus decepciones. Pueden tener alguna razón para sentirse aludidos. La dolorosa comedia es así: termina la guerra de 1914, la familia Conway -de Birmingham- celebra una fiesta; restaña los malos recuerdos, se divierte, considera su futuro: las bonitas y soñadoras chicas, los emprendedores y valerosos jóvenes.

Una de las chicas es socialista, como Priestley: piensa en el mundo que viene, en la abolición de clases sociales, en la igualdad, en los trabajadores, en la libertad. El tiempo salta el segundo acto (sin interrupción, en esta versión) transcurre 20 años después, y aquella familia ha sido derrotada, los especuladores han vuelto a ganar, el socialismo no se ha realizado ni siquiera aproximado; cada uno de aquellos personajes ha fracasado, está amargado. Y están en la ruina.

Premonición

Salto del tiempo: el tercer acto (también sin interrupción: y es un acierto esta soldadura) vuelve a ser la prolongación de la velada del primero, en el mismo punto en que se interrumpió; pero con la suficiente sutileza como para que veamos cómo el mismo desastre que conocemos con anticipación se va anudando, preparando: es un efecto inquietante y angustioso. El autor tiene cuidado de no presentarlo como un juego propio, de creador-dios, de dueño de los destinos: hay presentimientos, sobrentendidos, datos de vestuario y decoración, como para que comprendamos -o creamos, si queremos- que ese segundo acto que en un orden lógico sería el tercero no es un adelanto técnico, sino una premonición: que está entrevisto, soñado, pensado o como se quiera por algunos personajes.

Este esquinazo del tiempo se acentúa con lo que llamaríamos premoniciones inversas: quien sabemos que va a morir exclama que quiere vivir; quien se dedicará a entrevistar a estrellas de cine de segunda clase insiste en que quiere redimir al mundo con su escritura.

Pasado el medio siglo de los que la vimos por primera vez, podemos encontrar que es demasiado ostensible este tipo de efectos, como lo son los que añade el director, Mario Gas; la ruptura del mundo de los Conway es una grieta en la casa misma, que aumenta o disminuye según la situación; las edades de los personajes se acentúan con un exceso de juventud teatral o de sequedad en el acto trágico, y los trajes se exageran para que los personajes sean arquetípicos -la maestra, la periodista; la solterona, la malcasada...-, y parte de la delicadeza, del misterio, de la bruma -que también es ostensible en el gris difuminado del decorado- se pierden, se hacen demasiado duros.

No me atrevo a decir que Mario Gas y sus colaboradores hayan hecho mal en estos excesos, como en los de la interpretación demasiado característica, más de arquetipos que de humanos; pueden tener la desconfianza de que el público no entienda bien lo que sucede, y lo quieren recalcar.

No sé, sinceramente, cual puede ser el efecto en nuestro momento sobre alguien que no conozca aquella versión, y algunas otras que se han realizado (la más delicada, la de Morera). Pienso que el público está muy acomodado a las nuevas sintaxis del cambio de tiempos, y que podría no necesitar los subrayados, más marcas en rojo de lo que debe percibir.

También pienso que el discurso puede ser demasiado largo, demasiado literario a la antigua. En los 50 años del estreno en Madrid han transcurrido muchas cosas y la herida del tiempo- las mismas cosas.

A juzgar por el público, sobre todo el del estreno, llega el mensaje: el de Priestley, el de Mario Gas; y el que cada uno mismo engendra cuando recibe estas palabras bien escritas, con más profundidad que apariencia, con la tesis flotante. La acogen con el reflexivo silencio necesario, la aplauden con entusiasmo.

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