Sade no es únicamente sádico
El marqués de Sade no significa para la gran mayoría algo más que la criatura fatídica que ayudó a definir una manía sexual. Y esto a pesar de los esfuerzos de Apollinaire, Gilbert Lely, Maurice Heine, Pierre Klossowski, George Daumas, Maurice Blanchot, Roland Barthes, George Bataille o Simone de Beauvoir (también en España, una excelente biografía de Rafael Conte). Pero Donatien Alphonse de Sade "no es sólo sadismo", nos han recordado estudiosos y artistas. En el fondo del delirio de sus criaturas, en el desboque de crímenes que van más allá de cuanto pudiera imaginar el más acreditado satanista, Sade representa el último desesperado intento de la razón para explicarse el gran caos del universo. En ese intento trasciende los límites de su infierno particular y se convierte en un original, un auténtico cuya capacidad de creación será siempre discutida porque aceptarla equivaldría a reconocer una propuesta básica: sólo la destrucción total nos devuelve al origen, y éste también es destrucción.Reconocimiento o no reconocimiento. Fama o no fama. He aquí el verdadero problema: el propio Sade lo enfrentó al escribir que se le habían imputado muchos más crímenes y abusos sexuales de los que tendría tiempo de cometer en toda su vida. Hay algo que, sin embargo, sabemos: más allá de su leyenda libertina, Sade entra, por derecho negado, en la gran línea de pensadores franceses que, mediante el cultivo y la mitificación de la razón, dieron nombre a un siglo ilustre. (¿Aceptamos la reflexión de Giovanni Arpino, que justifica la aparición de Sade como una mezcla de admiración, repulsión y envidia hacia los sabios oficiales? "El XVII", escribe Arpino, "fue con certeza el último de los siglos de oro. Inmediatamente después, corrompido y desvanecido el oro, tuvieron que inventar las Luces"). Pese a todo, Sade quiso figurar a toda costa en la lista de los ilustrados. Intentó por todos los medios que su obra teatral fuese representada en la Comédie, y el rechazo de esta institución le provocó disgustos y traumas verdaderamente insólitos para un maudit tan convencido.
Como todo intento de contra-moral, la obra de Sade viene condicionada por una lucha previa y agotadora que, al pasar a la literatura, revela contradicciones. La primera es su voluntad de orden. Ha ido librando un sinfín de escaramuzas consigo mismo y contra los demás, pero acaba sometiendo sus materiales dramáticos a una disciplina, a un proceso de meditación (léase las Reflections sur le roman o los Opuscules sur le théâtre). Con todo, en las luces de aquel siglo y del nuestro, Sade es el monstruo que ninguna academia llegará a aceptar.
Las sospechas son obvias. Para la conciencia de su tiempo y del nuestro, el legado de Sade es algo más que un testimonio dificil de asumir: representa una responsabilidad. En palabras de Scott Fitzgerald, refiriéndose a sí mismo, podríamos decir que Sade "descubrió los infinitos abismos que esconde el alma humana y, a pesar del horror, no vaciló en llegar hasta el fondo". Lo que en aquellas simas debió de encontrar escapa a los límites de resistencia, no sólo de nuestra moral, sino de cualquier otra que en el curso de la historia haya intentado ordenar el caos del alma humana.
En el corazón del mismo infierno, los crímenes reencontrados por ese autor maldito de su tiempo y del nuestro cultivan, contrariamente a lo que puede parecer a primera vista, una voluntad de luz más que tinieblas, de razón más que de locura. Sin embargo, las apariencias siguen condenando. Hemos descendido hasta los últimos peldaños de la degradación, hemos reconocido cara a cara "el supremo misterio de la iniquidad" (Melville); nos hemos sumido en la ciénaga donde todo está permitido, incluso la filosofía, al aplicar los sagrados preceptos de la destrucción a toda costa. Nada nos ha sido ahorrado -nada hemos ahorrado, al mismo tiempo- y nosotros mismos, que intentamos reivindicar la obra de Sade, no podemos evitar un gesto de repugnancia, un último reparo porque, si somos lúcidos, sabemos que acabamos de contemplar una dimensión comúnmente olvidada de nuestra miseria. (¿Olvidada o apenas pospuesta?).
Nos contemplan, entusiastas, veinte siglos de hipocresía. 0, en último término, veinte siglos de civilización. La máscara de un carnaval renovado año tras año, imperio tras imperio, ha concertado la ceremoniosa cabalgata de conveniencias que condena el opus sadiano en su totalidad. Complacientes, adoptamos dos actitudes: nos referimos a Sade con petulancia de estudiosos, le reivindicamos fuera de su tiempo, cadáver de lectores sin vivencias, curiosidad culturalista apta para consolar nuestros escrúpulos recordándonos que, si bien fue pornógrafo (nuestra idea de la pornografía), no dejó nunca de aspirar a ser filósofo (su idea del filosofar). Otra actitud, la más al uso: Sade prohibido, Sade nunca aceptado, Sade catalogado entre los demonios que sólo están autorizados a exorcizar algunas mentes calenturientas; o, en definición más piadosa, los supuestos enfermos sexuales de nuestra perfecta sociedad, donde el sexo es de plástico. Y ya sabemos que el plástico no sangra.
El desorden que Sade intuiría denunciando el de su propia clase social no ha sido resuelto. Vive entre nosotros, ha escrito alguien; es completamente actual, añaden otros. Y es muy probable que sea a partir de esta actualidad por lo que Sade continúa siendo temido, mientras han dejado de serlo todos sus colegas en libertinaje. (Cuando incluso Chardelós es asumido por el cine americano significa llanamente que sus relaciones peligrosas ya no lo son en absoluto).
La corrosión de Sade vence el mero problema de la sustitución de una ética o de una clase social. Su discurso sobre la maldad como fatalismo universal le lleva a saltar hacia las épocas más distintas de la humanidad para demostrar que está hablando de los monstruos de siempre; al mismo tiempo, la idea de que sólo se encamina a la creación de un barroco del vicio -¿o un manierismo?- no puede ser más engañosa. Sade, en aprendiz de filósofo, intentó ir a la búsqueda de las verdades últimas del hombre, sólo que equivocó el camino que condujo a otros hacia el optimismo total y no se encontró con la academia, donde se cuecen las verdades irreversibles, sino con la jaula donde se devoran entre sí los monstruos de un fatídico Walhalla surreal.
¡Extraña paradoja para el más realista de los escritores satanistas! Y más paradójico resulta todo el asunto si se piensa
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Sade no es únicamente sádico
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que un autor capaz de edificar un mundo creacional de muy excelsa imaginación no hizo, a fin de cuentas, sino perder una batalla de reencuentros.
No es rigurosamente cierto que fuese la suya una "obra de la locura" y, desde luego, es mucho más que una exégesis del onanismo occidental.
Sade no se limitó a exorcizar a sus demonios interiores, como se ha pretendido, como se sostiene, incluso a nivel de defensa. Por el contrario, al descubrir las semillas el crimen en su propio interior, fue emplazándolas en una hábil perspectiva, que le permitía objetivarlas con voluntad de estudioso (una voluntad que puede parecernos contradictoria, no lo niego). Incluso el onanismo que fundamenta su obra diríase proyectado sobre una pantalla ajena a sí mismo; no convierte su masturbación en espectáculo gigantesco que ofrecen sus semillas del mal, convertidas en robustas plantas carnívoras al entrar en contacto con el mundo exterior. Con meticulosidad de enciclopedista, coloca racionalmente todos estos elementos y, como se ha dicho, se anticipa en un siglo a Freud, cuya misma maniobra de revelación del alma humana agita, conmueve, sanciona al mismo tiempo. Es, por otro lado, un intuitivo de movimientos posteriores: intuye el surrealismo en sus visiones plásticas, la vocación por el picturesque romántico y la exacerbación pasional, huisclos sartriano, el satanismo, y todo ello sin dejar de aspirar a la catalogación científica.
Es sintomático que la primera edición de Los 120 días de Sodoma no fuese realizada hasta 1904, con fines exclusivamente clínicos y anotaciones debidas al doctor Eugene Duhren. Así, en el momento de intentar cualquier aproximación al marqués de Sade seguimos tropezando con el obstáculo de su cuadro clínico, ese complicado entretejido de pasiones enfermizas que no se ha limitado a dar nombre a una patología sino que ha convertido a la obra sadiana en un caso cerrado. Conociendo este esquema, muchos de sus defensores han de recurrir a menudo a retorcidos psicoanálisis, disimulados bajo un tamiz de dudosa poética. Y esto afecta también a las aproximaciones estrictamente literarias. Donde se demuestra, una vez más, que la obra sadiana ha sido sobrepasada por la leyenda de Sade. Y él mismo, su gran drama vital, su problemática histórica, reducido a una radiografía del sadismo.
Pero en la hostilidad dirigida hacia esta leyenda personal hay algo que inspira respeto. Fueron aproximadamente quince años los que Sade pasó de cárcel en cárcel, acabando en el manicomio de Charenton, como se sabe, gracias a la vulgarización que Peter Weiss hizo de aquella anécdota en un gran espectáculo teatral. Son quince años de su auténtica carrera literaria, pues con anterioridad a un primer encierro Sade había escrito únicamente el Voyage d'Italie y algunos opúsculos. Estamos, pues, ante la literatura de un prisionero.
Pero más que la idea de una gran parte de vida pasada entre cuatro paredes, estremece la abierta hostilidad del mundo del propio marqués, que se ceba en su suerte con saña no empleada para con otros libertinos. Insisto en este detalle. Pensamos, naturalmente, que el libertinaje de Sade horrorizaba a sus coetáneos porque proponía una visión del mundo, una organización mental mucho más peligrosa que la exquisitez veneciana de un Giaccomo Casanova, escandaloso, ¿quién lo duda?, pero cuya lectura asusta sin deshonrar.
A falta de mejores noticias sobre el absolutismo sexual de Sade, y buscando especialmente la significación global de su obra, es evidente que la contrafigura de la moral que nos propone no se limita a lucubraciones abstractas; desde las simas de una naturaleza devoradora, las distintas naturalezas del crimen presentan su cuadro de honor, con personajes perfectamente trazados, adecuadamente acusados o defendidos. A veces con métodos elementales, justo es decirlo, cuando no rudimentarios y hasta ingenuos. Así, los personajes dominantes de Los 120 días de Sodoma (el duque de Blangis y sus compañeros de poder) presentan las características más tópicas del villano convencional, y esto se hace extensible a las descripciones de sus partes sexuales, que en más de una ocasión son descritas con extrema fealdad, ridiculizadas en oposición a la belleza de las víctimas (efebos que no en vano reciben nombres prestigiados por la antigüedad clásica). El juego se reproduce muy a menudo a lo largo de la obra del marqués. Éste no parece vacilar en demostrarnos que, dentro de un entramado erótico tan cruel como descabellado, hay una verdad última de condena o justificación. Quiénes son los condenados y quiénes los justificados es la gran pregunta que se esconde siempre tras la razón de Sade y la contra-razón de su combate mortal.
Terenci Moix es escritor.
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