Degradación imparable
Hace ahora un siglo, cuando la respuesta al cúmulo de desastres del 98 consistió en reanudar como si tal cosa el turno de partidos, la convicción de que todos los políticos eran iguales pasó a ser el elemento más arraigado y extendido de nuestra cultura política. Miguel de Unamuno no andaría muy lejos de lo que pensaba el último bedel de la Universidad de Salamanca cuando definió a los jefes de los partidos como "santones que tienen que oficiar de pontifical en las ocasiones solemnes". El desprestigio de los políticos, fueran liberales o conservadores, no ofrecía dudas: todos pertenecían a ese Iinaje de ambición que concita el rencor torvo y airado de todo un pueblo", según declaraba un grupo de escritores, con Pérez Galdós y Blasco Ibáñez a la cabeza, en uno de los primeros manifiestos de protesta de los que tan pródigo se mostraría el siglo que acababa de comenzar.Más que por los motivos de aquella actitud, la evocación de este elemento casi ancestral de la cultura política española interesa ahora por lo que expresaba de quiebra de la posibilidad de comunicación entre los políticos y amplios sectores de la sociedad. Los partidos de la Monarquía restaurada, encerrados en sí mismos, de espaldas a la opinión, acabaron hablando un lenguaje que sólo a los políticos interesaba, cortados por completo de las nuevas clases medias y profesionales entonces emergentes. Sin capacidad para establecer puentes que renovaran la vida política, los partidos se asfixiaron en su propia salsa hasta el punto de que cuando quisieron reaccionar tropezaron en su camino con el sable de algún general en funciones de salvador de la patria. Los dictadores que liquidaron sucesivamente el liberalismo de la Monarquía y la democracia de la República dispusieron de un terreno muy abonado para que creciera frondosa la planta del antipartidismo y de la antipolítica.
El desprecio hacia los partidos y el desdén por los políticos ha sido siempre la antesala del militarismo y de la dictadura. Nunca se habrá producido una deslegitimación de consecuencias tan profundas y duraderas para la vida política como la que se extendió por la sociedad española del primer tercio de siglo bajo la acusación de que todos los políticos eran iguales. Por eso, la recuperación de la dignidad política era una de las exigencias imprescindibles para que, tras la muerte del último dictador, se asentara una cultura liberal y democrática en España. A los 19 años de la Constitución, no puede decirse, sin embargo, que los políticos se hayan empleado en apuntalar su propio crédito. Más bien se diría que están empeñados en lo contrario, como se pone de manifiesto cada vez que se repite el ritual de la visita del líder de la oposición al presidente del Gobierno. No se trata de que estas visitas no sean ni parezcan cordiales, es que ni siquiera alcanzan el nivel mínimo de cortesía imprescindible para sentarse a discutir políticas de Estado.
Y no será porque falten políticas de Estado que discutir. Pero en lugar de someterlas a un sereno y discreto debate, cada cual se dedica a arrojar los trastos a la cabeza del otro mientras el coro de secuaces del partido en el Gobierno redobla sus insultos una vez finalizado el encuentro. El rito de la visita se convierte así en una muestra más de la degradación de las relaciones entre políticos, imparable desde las elecciones de 1993 y peligrosamente acelerada desde comienzos de este año con el permanente tono agresivo propio de patio de vecindad adoptado por el portavoz del Gobierno y por la legión de segundones ansiosa de acumular méritos ante sus jefes de fila. Con las relaciones entre los partidos degradadas hasta el punto de convertir una visita en una trifulca ¿qué esperarán que ocurra con la opinión del público sobre el conjunto de la clase política? A diferencia del pasado 98, esta vez no parece que los políticos necesiten de intelectuales en la tarea de desprestigiar su profesión: se bastan ellos solos.
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