Lidiar con el mito
A la entrada de la Maestranza pululaba una vendedora con aire de Carmen. Vendía programas sobre la ópera de cornetas y tambores de esmerada edición. Mónica, como una cigarrera moderna, despachaba con sonrisas las peticiones gratuitas -la historia escrita: a cuatrocientas- junto a la Puerta del Príncipe, allá donde murió la vendedora libertaria y nació el mito trianero. Sobre el albero, a pocos metros, el dramaturgo Salvador Távora acuchillaba de nuevo a la mujer alegórica y alimentaba la leyenda con su apoteosis triunfal. El coso, a sus pies. Al respetable, en realidad, se le notó una ferviente inclinación para la rendición incondicional desde los primeros minutos. Tres taconeos. Palmoteo. Un cornetazo. Aplauso. Incluso los areneros, erigidos en figurantes, se fueron con las alforjas rebosantes de ánimo. Hasta que el espectador teatral chistó e impuso sus normas. Y el devoto taurino aceptó reservarse para la lidia de los hermanos Luis y Antonio Domecq, jaleados en el rejoneo de un toro de Torrestrella. En la Maestranza convivió una fauna insólita y heterogénea, que tan pronto se asemejaba a una clac teatral como mutaba en afición taurina, que perseguía a voces al vendedor de agua y refrescos a precios urdidos para disparar la inflación. Mestizaje en las gradas La Cuadra materializó milagros durante las dos horas y media de espectáculo. Japoneses de clase media olvidaron el desplome bursátil a golpe de corneta y tambor. Taurófilos viscerales descubrieron belleza más allá de las suertes de siempre. Los modernos se reconciliaron con la plaza gracias al atrevimiento escénico de Távora, mitad torero, mitad dramaturgo, que estuvo en un tris de dibujar una verónica a la hora de saludar. Sobre las cenizas del mito a lo Merimée, Távora tejió nuevos tópicos, jaleados con entusiasmo por un público que adora entenderse a través de recreaciones pintureras. Lo bueno de los tópicos es que nunca defraudan. A Renata, una periodista alemana, le fascinó asistir a un montaje que reafirma el hecho diferencial del sur: "Me gusta el carácter temperamental español, tan diferente. Es impensable entre los alemanes". Entre Carmen y Otelo, dos mitos trenzados a golpe de drama, los extranjeros prefieren recrearse con la cigarrera sevillana, toda pasión y muerte. Para la lidia, Renata se parapetó tras el objetivo, un ojo frío que congela emociones, mientras barruntaba sus críticas ante el espectáculo: "El animal no tiene oportunidades, debe enfrentarse a demasiadas personas". A su vecino de grada, por el contrario, sólo la aparición del toro le arrancó de la resignación que desplegó para sobrellevar la obra, aunque no llegó a sumarse a la petición colectiva para premiar la faena de los Domecq con una oreja. El experimento de La Cuadra, un diálogo a tres bandas entre el flamenco, la ópera y la tauromaquia, busca "los orígenes del espectáculo dramático" perdidos entre "la palabrería y el libro", a decir de Távora. El dramaturgo lidió antes en Ronda (Málaga) y Nimes (Francia) con astados -en Barcelona se impidió el sacrificio- y en otras 289 ocasiones con toros figurados, pero el viernes, en la Maestranza, alcanzó el cenit. Como si le hubieran abierto la puerta grande, donde Mónica vendía programas con aire de cigarrera de Triana.
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