Baño turco en Estambul
Ateridos, con dos calcetines en cada pie e intentando protegernos de la lluvia con un pequeño paraguas que nos habían prestado en la recepción del hotel, mi mujer y yo caminábamos un atardecer de enero por las calles de Estambul. Antes de salir de viaje, un amigo nos había asegurado que allí el clima era tan benévolo que la gente iba siempre en mangas de camisa. Nunca una información fue tan retorcidamente incierta, pues, si bien los turcos iban todos ligeros de ropa, estábamos a tres grados bajo cero y no cesaba de caer una llovizna racheada y persistente."No es una buena época para venir a Estambul -nos había dicho en el aeropuerto una guía de confesión musulmana, aunque rubia y con aspecto de estudiante de Princeton-. Ayer acabó el ramadán y hoy empieza el Seker Bayrami, la fiesta del azúcar, que dura tres días. Hay muchos lugares cerrados".
Aquel gélido atardecer intentábamos recuperarnos de la visita que habíamos hecho a la cisterna subterránea de la Basílica, tan inmensa que costaba creer que sólo a mediados del siglo XVI fuera redescubierta por un viajero al observar que los vecinos de aquel barrio sacaban agua, y a veces hasta peces, con cubos que introducían en orificios practicados en el suelo de sus casas. Lo peor del asunto era que nos había impresionado tanto que permanecimos largo rato paseando por su interior, actividad nada prudente si tenemos en cuenta que aquella cisterna bizantina podía considerarse el congelador de la nevera en que se había convertido Estambul.
Los habitantes de la ciudad eran felices porque después de un mes de abstinencia comían de nuevo con normalidad, eran felices y organizaban al aire libre mercadillos y ferias donde se atiborraban de pinchitos y grandes nubes de azúcar. Por nuestra parte, mi mujer y yo conocíamos a aquellas alturas todas las mesas de todos los cafés, pero ni el té ni el raki podían calentarnos las entrañas. Tiritando bajo nuestro mínimo paraguas prestado, nos detuvimos en una esquina batida por el viento. Propuse regresar al hotel a meternos en la bañera. Mi mujer me miró con fastidio. "Tú haz lo que quieras -me dijo-, pero yo me voy a un hamam".
Daba la casualidad de que estábamos a un paso de los baños turcos de Cagaloglu, construidos en 1741 por el sultán Mahmut I y destinados a mantener con sus ganancias la biblioteca de Santa Sofía. Mi primera impresión, al oír el nombre de aquel lugar, fue sin embargo muy poco literaria. Recordé el famoso cuadro de Ingres y tuve una exótica ensoñación oriental: un grupo de mujeres ociosas y desnudas atendidas por esclavas de raza negra. No me daba cuenta de que mi propia ensoñación me excluía.
A los baños de Cagaloglu acceden los hombres y las mujeres por puertas y hasta por calles distintas. Tras despedirme de mi mujer, doblé la esquina y entré en ellos. Me encontré en un amplio vestíbulo -el camekan- con una fuente en el centro. Varios clientes, cubiertos con una toalla anudada en torno a la cintura, leían el periódico o tomaban el té. Avancé con cierta inseguridad hasta que un hombrecillo me tomó de un brazo. Con amables aunque ininteligibles palabras me pidió que me quitara los zapatos, me entregó una toalla y unos zuecos y me encerró en un camerino en el que había sólo un camastro.
Maldecí a Ingres y también a mi mujer por su reciente odio a las bañeras. Me desnudé y me envolví en la toalla. Luego, subido en lo alto de aquellos zuecos que tenían tanta pendiente como la cara más inaccesible del Everest, salí del camerino intentando revestirme de una razonable dignidad. No lo conseguí, pues a cada paso los zuecos, imposibles de controlar, golpeaban el suelo con un ensordecedor martilleo de tabla.
Avancé por un corto pasillo que desembocaba en una estancia intermedia, el sogukluk. Allí, para mi pasmo y definitivo alejamiento de la fantasía orientalista, me esperaba un turco descomunal provisto de un mostacho del tamaño de un cepillo escobero. Entreabrió una cortina de cuero para que yo pasara al hararet, o sala caliente, revestida de mármol y llena de un vapor que parecía brotar de todas partes. No había nadie. El silencio, profundísimo, lo era más al verse roto tan sólo por las gotas que, al condensarse el vapor en la cúpula, caían sobre el suelo mojado.
En el centro de la sala había una gran losa octogonal. El gigante turco me indicó que me tumbara allí. Tras dejarme a solas unos minutos, regresó para iniciar el baño. Primero me dio un largo masaje que desterró de mi cuerpo los últimos temblores del frío de la calle. Luego me hizo sentar en un escalón junto a una pila en la que corría el agua. Me enjabonó y comenzó a frotarme vigorosamente con un guante muy áspero. Me sentí como un pescado al que desescamaran. A continuación, me pasó por el torso y por la cabeza una especie de crin de caballo de fibras vegetales llena de espuma, y acabó tirándome agua con un balde.
Cuando regresé a la calle era noche cerrada. Sentía un agotamiento esencial, placentero, muy parecido al agradable entumecimiento con que salimos de una noche de sueño intenso. Había quedado con mi mujer en un café cercano y hacia allí me encaminé, descamisado, sin protegerme de la lluvia como un musulmán feliz tras el ramadán. Quizá en baños como el que yo me acababa de dar se escondiera el secreto de la imperturbable animosidad de aquella gente, o quizá no. En cualquier caso, aquella noche no hizo frío en Estambul.
Pedro Zarraluki (Barcelona, 1954) es autor de La historia del silencio (Anagrama, 1995). Su último libro es Para amantes y ladrones (Anagrama, 2000)
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