Bush: el imperio contraataca
De un ex gobernador de Tejas, aupado a presidente de los Estados Unidos con menos votos que su contrincante, que acumula sobre sus espaldas unas 120 ejecuciones de penas de muerte, algunas de personas menores de edad o de enfermos mentales, poco bueno se podía esperar. Pero la realidad amenaza con superar los peores augurios.
Ha pasado más de un año desde el pavoroso 11-S y las cosas, a nivel mundial, no han hecho más que empeorar. Existe un líder planetario, nadie lo duda, porque acumula el suficiente poderío económico y militar para imponer sus criterios, al servicio, siempre, del incremento sin límites de ese poder. Pero ha dilapidado su capacidad de convicción frente al resto de las naciones porque carece con demasiada frecuencia de argumentos legitimadores de sus actos.
El documento titulado La nueva estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos, hecho público por Bush el pasado 20 de septiembre, no tiene desperdicio. Escandaliza e inquieta a un tiempo. Parte de la creencia de que el gobierno de los EE UU está en su derecho para diseñar el orden mundial a su antojo, despreciando el consenso entre países, e imponiendo sin más la ley del más fuerte, que tan buenos resultados debió dar a sus antepasados en la legendaria -porque así lo ha querido Hollywood- conquista del Oeste. Con una sinceridad coincidente con la desvergüenza establece, de forma oficial y unilateral, que Estados Unidos está por encima de las instituciones internacionales en las que participa, como la ONU, con las que trabajará pero sin considerarse obligado a cumplir sus acuerdos, que sí rigen para el resto de los países. El incumplimiento de resoluciones de la ONU por parte de Irak es, precisamente, la excusa -ya que no han podido establecer una conexión entre Irak y el terrorismo- para la inminente guerra que prepara. Aunque el auténtico motivo para reintentar poner fin al régimen de Sadam Husein sea, como todo el mundo sabe, el interés por controlar la producción de petróleo iraquí y, también, sus ganas por complacer a la industria armamentística.
Esta filosofía americana de superpotencia imperialista y de doble rasero se veía venir desde hace meses, cuando los políticos estadounidenses exigían (continúan empecinados en ello) la impunidad para sus soldados ante probables atropellos a los derechos humanos en sus cada vez más abundantes intervenciones en el exterior de su territorio, y los reiterados intentos por desactivar la Corte Penal Internacional, o cuando se desvincularon del Protocolo de Kioto sobre medio ambiente, siendo EE UU el mayor contaminador del mundo, o cuando se negaron a aceptar la prohibición de producir y vender minas antipersonas o, cuando renuncian a suscribir el tratado contra la discriminación de la mujer. Iniciativas todas que persiguen un mundo mejor y más justo.
Bush apuesta, por el contrario, por mantener la supremacía militar a cualquier precio -sólo a ellos les está permitido producir y vender armas de destrucción masiva- y a reservarse el derecho a ejercer la autodefensa entendida, con cierto cinismo, como operaciones preventivas de ataque para destruir una posible amenaza, aún sin pruebas de que sea realmente una amenaza. No importa el coste en vidas humanas, sufrimiento y desolación que vaya dejando a su paso.
Tal vez acuciado por la necesidad de dulcificar su imagen termina, el documento citado, con unas breves consideraciones de orden económico. Manifiesta su deseo de promover en todo el planeta -tiene plena conciencia de su jurisdicción ilimitada- medidas que generen crecimiento económico y destaca entre ellas la desregularización de la actividad empresarial. Ante semejante recetario una no sabe si tomárselo a broma o considerarlo un insulto. Pregunten, por ejemplo, a los productores de café, de países pobres, a dónde les ha llevado la desregularización empresarial: a que cuatro intermediarios controlen el comercio mundial del café, imponiendo sus precios a los agricultores que han visto cómo en una década su capacidad adquisitiva se ha reducido a mínimos de subsistencia.
Bush no ha tenido empacho en quitarse la careta y mostrarse al mundo como el representante de una ideología absolutamente inmoral. No está a la altura de las difíciles circunstancias históricas que le han tocado dirigir como presidente de los EE UU. El problema es que no existe quien lo pare. La actriz Jessica Lange puso, con valentía, el dedo en la llaga el pasado día 25 en San Sebastián: 'No hay movimiento de derechos civiles o de estudiantes que se enfrente a un gobierno inaceptable'. El temor a que se les tilde de antipatriotas, y sufrir sus consecuencias, ahoga cualquier discrepancia. El resto de los líderes mundiales tampoco da la talla con su silencio complaciente. Aquí, en España, Aznar, junto a Berlusconi y Blair en sus respectivos países, compite por ser el primero de la clase, y convertirse en el perfecto correveidile de Bush en Europa. El futuro da miedo, pero el presente avergüenza.
María García-Lliberós es escritora.
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