Dignificar la vida pública
Suena a frase de programa electoral. ¿Cuántas veces repitió Aznar, con su tonillo de machacón maestro de escuela, que iba a dignificar la vida pública? Muchos le creyeron y hasta parecía oportuno después de que los socialistas la hubieran dejado bajo mínimos. Pero el asunto se les resiste y los españoles asistimos al rosario de comportamientos indignos protagonizados por miembros del gobierno y sus aledaños con tristeza, porque el asombro -tras el paseo lucrativo de Villalonga por Telefónica, el asunto de Gescartera, y el presumible uso de información privilegiada por parte de Alierta- hace tiempo que lo perdimos en el camino hacia el desencanto.
Este verano supimos que un Almirante de la Marina española, nada menos, utilizó instalaciones del patrimonio nacional para celebrar la boda de su hijo. No sólo eso, sino que obligó a militares bajo su mando a trabajar como camareros en el banquete, fastidiándoles además el día de descanso. Como en los viejos tiempos del franquismo, en que era fácil ver a un soldado haciendo de chófer de la señora del capitán o recogiendo a sus niños en la puerta del colegio. Lo peor no es que estos hechos hayan ocurrido, sino que no se haya actuado con contundencia contra el susodicho Almirante, dando la impresión de que aún existen las castas de intocables.
El asunto de la soldado Dolores Quiñoa en un cuartel de Cáceres no tiene desperdicio. Obligada a desnudarse en mitad de una noche fría para satisfacer los deseos apremiantes del teniente Iván Moriano, su superior, en un canallesco abuso de autoridad. Un Tribunal Militar lo ha condenado a escasos cinco meses de prisión. El teniente, quien tiene pendiente otro proceso de abuso sexual en Madrid, todavía es capaz de pedir el indulto con desvergüenza torera. De nuevo, y aunque los hechos produzcan horror, lo más reprobable es que todo se supo en su momento y la jerarquía militar se conjuró para silenciarlo. Y todavía veremos al presunto reincidente, cuando salga de prisión, con su graduación intacta, al mando de tropas.
Miguel Ángel Pérez-Huysman es un parlamentario autonómico de Madrid del Partido Popular. Era, en el momento en que se produjeron los hechos, Presidente de Nuevas Generaciones. A este individuo lo pillaron visionando vídeos porno en un ordenador portátil mientras en el Pleno del Parlamento se trataba, precisamente, el asunto de los malos tratos a las mujeres. Una forma como otra de mostrar su sensibilidad hacia el tema. El señor Pérez-Huysman ha presentado la dimisión, pero no por hacer algo indigno de un representante político, cuyo reconocimiento le hubiera ayudado a conseguir un perdón benevolente, sino con el argumento cínico de "liberar al partido Popular de proyectar una imagen a la medida de la oposición".
A don Manuel Fraga, Presidente de la Xunta gallega ya le conocemos. Es penoso que después de tantas décadas dedicado a la política tuviera la mala idea de irse de caza mientras la podredumbre del petrolero Prestige alcanzaba la Costa da Morte y sus ciudadanos sufrían las consecuencias del desastre ecológico. De nuevo, una vez descubierto, sus esfuerzos se dedican a ocultar lo evidente. Tan mal lo ha hecho que ni siquiera se le ha permitido, a él y a su partido, sumarse a la manifestación del primer domingo de diciembre en Santiago.
Aquí, en nuestra Comunidad tampoco faltan los ejemplos. Tomemos el caso del comportamiento del gobierno autonómico en torno a la privatización de la RTVV. El 28 de noviembre el Presidente de la Generalitat compareció ante las Cortes Valencianas para explicar los motivos de esa empecinada privatización. No sólo interesaba a la oposición sino a muchos valencianos. La respuesta resultó tan opaca como misteriosa: porque está incluido en el programa electoral. Era obvio que si hubiera tenido el más mínimo interés de satisfacer la curiosidad de muchos ciudadanos, lo que por otra parte entra dentro de sus obligaciones, hubiera explicado por qué se incluyó en el programa electoral, documento tantas veces burlado y elevado de pronto a categoría de Tablas de la Ley. Pero no era el caso. Prefirió desperdiciar tan buena oportunidad y contribuir a incrementar el cúmulo de sospechas en torno a intereses bastardos pululando en torno a unas empresas que son parte de nuestro patrimonio público, malbaratado por una pésima gestión de la que alguien debe dar cuentas.
Nuevas elecciones se vislumbran en el horizonte. No pienso leer ningún programa electoral, ni fiarme de aquellos que nos proponen dignificar la vida pública. Tal vez es que no se explican bien o que nosotros los interpretamos mal y cuando hablan de dignificar la vida pública debamos entender subida inmediata de los sueldos de los políticos, cuestión en la que enseguida se ponen de acuerdo, estatutos desmesurados para ex presidentes, apariencia, opacidad, oropel. O aquello que explicaba tan bien el personaje del príncipe siciliano creado por Lampedusa en la novela El Gatopardo: cambiar para que todo siga igual.
María García-Lliberós es escritora.
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