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El lobo feroz

En la España de 2003 se mata a una mujer cada cuatro días. Un triste indicador de cómo marcha nuestra incorporación al mundo moderno. ¿Tendrá algo que ver con los bajos índices de lectura que padecemos? Casi siempre a navajazos, pero también se las estrangula o se las degüella, o se utilizan los martillos, las azadas o las hachas, las escopetas de caza, los atropellamientos, el fuego, o la simple fuerza muscular -un guantazo tras otro- dirigida hacia los puntos vulnerables de su cuerpo.

El agresor es un hombre que ha tenido o espera tener una relación intensa con la víctima. Un novio o ex novio, o aspirante a novio, marido o ex marido o, incluso, un familiar o uno que se hace pasar por amigo. Le anima el odio cultivado durante años de cotidianidad, el rencor, el deseo de venganza, el despecho, el complejo de inferioridad airado, la maldad pura y simple, o una combinación de estos factores. Sentimientos que pudieran ser compartidos por la mujer. La diferencia está en que él lleva a cabo la fechoría: se lo propone, lo planifica, en ocasiones lo anuncia, y luego mata. Confía en que puede, porque tiene más fuerza física y sabe que, de alguna forma, la sociedad lo ampara. Por activa o por pasiva. Porque durante años ha estado maltratando a su pareja sin que nadie le tosiera. O ha tenido conocimiento de otros que lo han estado haciendo.

Esta contraposición es, seguramente, lo que ha conducido a llamar a estos delitos violencia de género -masculino contra femenino-, una forma de camuflar bajo palabras neutras una violencia atroz que nos retrotrae al hombre de las cavernas.

Algunos dicen que la violencia doméstica siempre ha estado presente, como queriendo envolver estos hechos en un manto de normalidad -flaco favor nos hacen-, pero, apuntan, la novedad radica en que ahora los medios de comunicación los divulgan. Contribuyen así a quitar hierro al asunto. No es cierto, no en la proporción actual. Estos delitos aumentan de año en año de forma alarmante. Las estadísticas son implacables. Al igual que reflejan que los asesinos de mujeres son, en su inmensa mayoría, españoles -no cabe echar la culpa a la inmigración-, de pura cepa, y se encuentran agazapados en todas las capas de la sociedad.

¿Se podían haber evitado estas muertes? ¿Se puede evitar la próxima? ¿Hasta qué punto somos responsables? Con demasiada frecuencia comprobamos a posteriori que se trataba, parafraseando a García Márquez, de la crónica de un crimen anunciado. La víctima era conocida en comisaría por las denuncias presentadas contra su inminente verdugo. Había advertido que recibía amenazas serias hasta el cansancio, sin recibir ayuda. O nos enteramos de sentencias que producirán el efecto de envalentonar a los machos descerebrados que conciben su relación de pareja desde una superioridad pueril y preocupante. La semana pasada sin ir más lejos, un juez de Santander condenó a un hombre a un año de cárcel, después de probarse que había maltratado a su mujer durante 21 años seguidos. ¿Qué seguridad se le ofrece a esa esposa cuando salga tan campante en unos meses? Hace poco leímos que otro juez del Supremo había rebajado la condena en tres años a un hombre por considerar atenuante en una violación que no hubiera utilizado la fuerza física. Razonable si no nos hubiéramos enterado de que se trataba de un padre que mantenía relaciones durante años con una hija menor de edad. La fuerza moral de la figura del padre puede hacer innecesarios los tortazos. Parecen bromas pesadas. Cualquier persona con dos dedos de frente lo hubiera estimado como una circunstancia agravante de la pena. ¿Quién fiscaliza a estos jueces?

Tal vez no sea posible atender todas las situaciones de peligro. No se puede poner un guardaespaldas tras cada víctima potencial. Pero el sistema resulta negligente en exceso, cuando no tolerante. Son miles las mujeres que padecen solas un régimen de terror y que piden ayuda. Hay que poner más recursos al servicio de la seguridad de las mujeres y, también, endurecer las penas a los agresores y convertirlas en disuasorias.

Pero sobre todo hay que introducir cambios en el sistema educativo que conforma la familia, la escuela, la televisión. Cultivar desde pequeños la solidaridad doméstica, la igualdad entre hermanos, el respeto mutuo, el rechazo a la violencia, el menosprecio de la fuerza física frente a la de la razón, la necesidad de gozar de independencia económica. Cuestiones elementales que, sin embargo, navegan contracorriente. El panorama, con sólo echar un vistazo a los juguetes, películas, cómics, anuncios, o programas de televisión de más éxito, es desalentador. La violencia se presenta como un valor que sirve para transformar el protagonista en héroe. Parece que a nadie le importe.

Por poner un ejemplo, en el reciente debate parlamentario sobre el estado de la nación, este problema -un cáncer social en plena metástasis- no ha merecido ni una frase, ni siquiera con la boca pequeña cuando, hoy, en España, la maldita violencia de género produce muchas más víctimas mortales que el terrorismo.

María García-Lliberós es escritora.

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