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Ricos y mariachis

La política fiscal sirve, en primer lugar, para que el Estado obtenga recursos. También se utiliza como instrumento de intervención en la marcha de la economía. Pero tiene su faceta más noble y eficaz como medio de redistribución de la riqueza. Así se explica en las facultades de Economía. Es fácil de entender la lógica subyacente, aunque disguste a una minoría de privilegiados, de que quien más dinero gane pague proporcionalmente algo más de tributos directos, como una forma de paliar las desigualdades. Y en este sencillo razonamiento se basa el establecimiento de tipos progresivos de impuestos que imperan en casi todos los países desarrollados, si bien con una progresividad cada vez más suave, pues cada reforma fiscal, utilizada vehementemente con fines electorales, tiende a disminuir la capacidad redistributiva del sistema impositivo. Es lo que se ha puesto de moda en las dos últimas décadas de liberalismo triunfante. Todos sabemos que en ese tiempo las diferencias entre los muy ricos y el resto de la sociedad se han agudizado de forma notable, aún en el caso de que ese resto de la sociedad haya visto mejorado su nivel de vida.

La prensa económica de las últimas semanas se ha ocupado, con discreción -no conviene airear demasiado asuntos que perjudican a la élite económica-, de un tema preocupante. Las grandes fortunas en España han encontrado en las sociedades de inversión de capital variable, conocidas como sicav, el instrumento idóneo para pagar a Hacienda el impuesto de sociedades aplicándose el tipo simbólico del 1%, cuando las empresas normales pagan el 35%. Estas sociedades fueron concebidas para incentivar el ahorro colectivo y deben cumplir una serie de requisitos, entre ellos, sumar más de 100 accionistas y alcanzar un patrimonio de 2,4 millones de euros. Parece que en España hay unas 3.000 sociedades de este tipo, con un patrimonio que supera los 30.000 millones de euros, controladas por los líderes de las principales empresas nacionales, los que encabezan el ranking de mayores fortunas y patrimonios, que se acompañan, para alcanzar la cifra de cien accionistas, de un conjunto de inversores de paja que en la jerga financiera se conocen como los mariachis. Porque es de todos conocido que dichas sociedades, concebidas en un principio para alentar el ahorro colectivo, se han transformado en la vía legal para que los más ricos no paguen a Hacienda. Lo escandaloso es que ante una ofensiva efectuada por los inspectores fiscales que han iniciado más de 300 expedientes por incumplimiento de los requisitos, la respuesta de este selecto club de capitalistas haya sido la amenaza de trasladar su dinero a Luxemburgo, lo que supondría la salida del país de una masa de capital significativo. Ya se sabe, para algunos su verdadera patria es la infancia, para otros su lengua y cultura, pero para los auténticos millonarios, su única patria es el dinero.

Varias cosas apestan en esta cuestión. La primera afecta a Luxemburgo, que es miembro de la Unión Europea. No estamos hablando de una república bananera del hemisferio sur cobijo de capitales fraudulentos, aunque pueda parecerlo. Saber que dentro de la Unión Europea se permite la existencia de paraísos fiscales que con su sola presencia pueden boicotear las políticas económicas de sus socios, produce sarpullidos. La armonización fiscal entre los países de la Unión Europea es indispensable para que la libertad de movimientos de capitales y personas entre las naciones miembros que propicie el mercado se efectúe con una mínima neutralidad e impida estos comportamientos chulescos de los poderosos. Tal vez, si estas cuestiones se hubieran arreglado ya, el camino para una Constitución común fuera más fácil. La segunda atañe a nuestra regulación fiscal. Las sicav surgieron en 1997 con unos objetivos a los que en la práctica se les ha dado la vuelta como a un calcetín. Procede modificar la legislación cuanto antes y que se devuelva a esas sociedades, si de verdad son necesarias, su función de estimular el ahorro colectivo e impedir que seamos el resto de los ciudadanos los que nos sintamos mariachis ajenos bailando al son de los más ricos. Queda la impresión de que nuestro sistema fiscal es injusto. El grueso de la recaudación procede de los impuestos indirectos y las grandes fortunas han encontrado escapatoria con cobertura legal para pagar los impuestos directos.

Estamos en pleno período de declaración de la renta, un momento propicio para reflexionar sobre la solidaridad económica. Ésta debe basarse en que cada individuo contribuya al gasto público en función de sus posibilidades. Saber que en España existen normas jurídicas que inducen a que quien más tiene menos pague, indigna y desmoraliza. Te hacen sentir estafado. El gobierno socialista debería atender esta cuestión cuanto antes, y devolver a la fiscalidad su papel protagonista en la política de redistribución de rentas.

María García-Lliberós es escritora.

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