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Columna
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Golf

El golf es un deporte elegante que goza de prestigio social y a la vez de prestigio político. Enhorabuena. Lo único discutible es que el golf sea un deporte, no sé, porque ningún deporte puede ser elegante. Saludable sí, pero elegante no: elegancia y deporte son términos irreconciliables, incluso aplicado a la hípica, porque lo elegante no es la hípica como tal, sino en cualquier caso el caballo por sí mismo. Todos estamos de acuerdo en que el golf es una actividad más cercana al deporte que la consistente en irse al bar de la esquina, tomarse cuatro copas jugando al mus, fumarse una cajetilla y comerse una tabla de embutidos, pero, de todas formas, mucho me temo que el golf es un deporte en la misma medida en que los locutores de la cadena Cope son teólogos.

En época de sequía, muchos políticos se dedican a promover la creación privada de campos de golf, que es algo así como si en época de diluvios se incentivara con ayudas públicas la fabricación de sandalias. Pero es que los políticos están raros, y en virtud de esa rareza son capaces incluso de convertirse en apologistas del golf. Debe de ser porque está demostrado que los campos de golf son muy rentables, aunque no por los campos de golf en sí, sino por los complejos urbanísticos y hosteleros que se montan alrededor de ellos, sobre todo cuando se autoriza que los campos de golf estén en primera línea de playa.

Nada más lejos de mi intención que el desvelamiento de los misterios insondables de la política municipal, que son muchos y mareantes, pero creo que, en vista de la pertinaz sequía (todas las sequías son pertinaces por temperamento), lo sensato sería que los responsables políticos, en vez de fomentar la creación de campos de golf, fomentasen la creación de desiertos temáticos. A fin de cuentas, la política no es una rama abstrusa de la metafísica, sino una actuación concreta sobre realidades concretas, y lo de los desiertos temáticos podría convertirse también en un incentivo empresarial y en un reclamo turístico: se compran unos cuantos camellos, se montan varias jaimas aquí y allí (a la misma distancia que existe entre los hoyos en los campos de golf, por ejemplo), se disfraza de tuareg a un centenar de parados que finjan hablar en árabe y se les brinda una jornada inolvidable a los turistas que busquen emociones exóticas, incluida la de degustar un té verde y un cuscús o la de ser asaltados por unos bandidos bajo la luz de la luna. Tal vez no resulte tan elegante como el golf, claro está, pero por lo menos se ahorraría agua, y siempre se podría recolocar a los caddies como camelleros. No sé, todo es cuestión de estudiar la viabilidad de la propuesta y, si procede, llevarla a pleno. Como alternativa, en fin. Porque el problema del golf es que necesita césped, que el césped necesita agua y que los humanos necesitamos el agua que se bebe el césped. (Un campo de 18 hoyos consume al día la misma cantidad de agua que 9.000 personas, según dicen quienes saben.) Pero es lo que tienen las cosas elegantes: que están por encima no sólo del bien y del mal, sino también del sentido común. Donde esté la emoción de hacer un hoyo, que se quiten las penas. Y ya nos ducharemos con champán, que también pasa por ser muy elegante.

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