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Columna
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Nacionalismos deportivos

La celebración del partido de fútbol entre las selecciones de Cataluña y Euskadi, el pasado fin de semana en Barcelona, ha vuelto a poner sobre la mesa un debate que, de manera recurrente, aparece cada cierto tiempo en los medios de comunicación y en la vida social e institucional: aquél que se refiere al derecho, a la conveniencia, o a la posibilidad, de que existan selecciones deportivas propias que representen a una nacionalidad como el País Vasco en las competiciones oficiales internacionales de unas u otras disciplinas. Se trata, además, de un asunto que, como todo lo que rodea a los debates identitarios, levanta pasiones en una u otra dirección.

El deporte se ha convertido, en los últimos tiempos, en uno de los principales ámbitos de expresión de las identidades nacionales, en la misma medida en que algunos símbolos patrios han perdido notoriedad. Hoy en día cruzamos de un país a otro sin apenas enterarnos, compramos en euros o con dinero de plástico, el inglés juega un papel creciente de nuestras vidas como lengua universal, ya no vamos a la mili, sino que pagamos a emigrantes de otros países para que llenen los cuarteles.... Así las cosas, las banderas y las selecciones deportivas se tornan elementos distintivos de nuestra identidad, a la vez que ocupan un espacio cada vez más amplio en los medios de comunicación. Es normal, por tanto, que unos y otros concedan importancia política a este asunto, sin que tenga demasiado sentido pretender que se trata de algo estrictamente deportivo, sin implicaciones políticas.

Cuando se intenta enjuiciar la cuestión con cierta serenidad, hay varias cosas que llaman la atención. La primera es que, como sucede con otros temas similares, los sentimientos son más o menos importantes, más o menos respetables, según sean de uno u otro signo. Si el Rey, o el presidente del Gobierno, se muestran eufóricos con el triunfo de una selección española, se trata de algo normal. Sin embargo, la euforia que puedan manifestar el lehendakari o el presidente de la Generalitat durante un partido de la selección vasca o catalana es tratada muchas veces como algo folclórico o provinciano. Y lo mismo sucede al revés. Estos días he podido escuchar en una emisora pública del País Vasco diversas mofas acerca del sobretratamiento dado en los medios de comunicación españoles a la fórmula 1 y al triunfo de Alonso, sin que esos mismos medios reparen en lo que ellos mismos hacen cuando se trata de resaltar las hazañas de un deportista vasco, de uno de los nuestros. Al parecer, las emociones propias deben ser siempre respetadas, pero no así las ajenas, lo que no constituye un buen punto de partida para tratar con serenidad un tema como este.

Pero, además, se me ocurre que hay otro problema que dificulta gravemente la búsqueda de una salida a esta cuestión. Como es de sobra conocido, tanto en Euskadi como en Cataluña -y, por supuesto, en otros lugares- existen identidades compartidas. Es decir, que hay personas que, sintiéndose en parte españoles, se identificarían con una selección vasca de fútbol, y otras que, sintiéndose principalmente vascas, son capaces de disfrutar de lo lindo con la selección española de fútbol, de baloncesto, o de waterpolo. Por ello, en este contexto de identidades mezcladas y compartidas, cualquier deportista vasco, llegado el momento, debería poder decidir con qué selección preferiría jugar, en función de sus sentimientos o de sus preferencias de diversa índole. Ahora bien, ¿se imaginan ustedes, que en un país donde se insulta al personal llamándole "español", un jugador del Athletic, o de la Real, en el ejercicio de su libertad, decidiera que le apetece más jugar con la selección española que con la vasca ? Pobrecillo.

A mi modo de ver, tienen razón quienes se quejan de que Euskadi no pueda tener sus propias selecciones deportivas. No parece lógico que, en nuestro entorno cultural y entrado el siglo XXI, se intente encorsetar por la vía legal la expresión de sentimientos pacíficos. Además, los argumentos que puedan esgrimirse son, casi siempre, reversibles. Ahora bien, no es menos cierto que, al menos en nuestro caso, los excesos del nacionalismo vasco y la actitud despectiva e insultante de buena parte del mismo ante los sentimientos identitarios españoles no contribuyen nada a avanzar en este asunto.

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