El Óscar del centenario
Freire impone su fenomenal talento en 'vía Roma' y conquista su segunda 'classicissima'
Se acercan a Óscar Freire los viejos sabios del ciclismo y le preguntan si no convendría cambiar un poco el recorrido de la Milán-San Remo, añadir alguna colina en los kilómetros finales, endurecer el trazado, acercar la meta al descenso del Poggio, cualquier cosa para intentar evitar las llegadas masivas, los sprints. Y el de Torrelavega, más sabio que ellos, también más joven, responde que por qué; que sí, que la classicissima puede que sea la carrera más fácil; que todos piensan que pueden ganar porque su única dificultad es su longitud, casi 300 kilómetros, pero que repasen el historial de una prueba que acaba de cumplir 100 años. "Sí, el ciclismo ha cambiado mucho. Cualquiera puede llegar al sprint en vía Roma, pero siempre lo gana un gran campeón. Eso querrá decir algo", les dice Freire, 31 años. Su modestia innata le impide citar su nombre en la nómina, pero, claro, va incluido en el lote. Y más después de lo de ayer.
"Iba delante en el Poggio y no me puse nervioso con los ataques. Sabía que se llegaría en grupo"
Lo que más desconcierta de las victorias de Freire, bastantes, la mayoría de gran nivel -tres Mundiales, dos Milán-San Remo, etapas en el Tour y la Vuelta, semiclásicas, alguna carrera por etapas-, lo que más obliga a rascar, a no conformarse con las apariencias, es la facilidad, la limpieza, que las envuelve. El aire de inevitabilidad. Como ayer. Diez grados. Tarde gris. Nubes negras sobre la rada de San Remo. Viento de espaldas. Tres hombres de azul en la última recta. Uno de naranja, a rueda. Dos de azul. Uno de naranja, imparable a 175 metros. Brazos en alto. Un orgasmo. Felicidad compartida. "Tenía las piernas", explicó Freire, la bala de naranja que, cuando partió, sin mirar atrás, sin sentir siquiera, tan lejano estaba, el aliento de Boonen, de McEwen, otros grandes de las llegadas, pasó doblando en velocidad al esforzado Petacchi. Al incrédulo.
Y, como Petacchi, nadie entendía nada. No entendían los de azul, culotte negro, que no eran otra cosa que el tren de Petacchi, el imperial sprinter que necesita una carroza para acelerar su gran carcasa: Ongarato, que se abre el primero y pide con la mano a Zabel, el segundo, el veterano ganador de cuatro San Remo reconvertido en peón, que acelere, que Petacchi se lo come; y Petacchi, que ve que la recta se acaba, que no acaba de coger su velocidad punta, que ve por el rabillo cómo Freire, sin obstáculos, le desborda por su izquierda, con toda vía Roma para él, el 53/11 moviendo la cadena, las ruedas, sin aparente esfuerzo. "Estaba tan bien que, aunque el sprint hubiera tenido 100 metros más, habría aguantado", dijo Freire, que lo vio claro cuando faltaban 150 metros, cuando comprobó que nadie le tocaba, que nadie le cerraba, que no había límites para su talento. "¡Es un fenómeno!", gritó su compañero de equipo, de habitación en los viajes, Pedro Horrillo, que lo entiende como si fuera su hermano pequeño, que lo ama como si fuera su mejor amigo.
Y esa claridad fenomenal, desconcertante, fastidiaba a los sabios, como si no fuera digna de uno de los monumentos del ciclismo. Como si fuera un final por debajo del drama intenso que se vive en una carrera que enlaza durante casi siete horas la gris Milán de buena mañana con la florida costa mediterránea después de ascender el Turchino, la bisagra entre la llanura padana y los relieves costeros. La tensión, el estrés. Las caídas. El asfalto mojado por cuatro gotas de lluvia. Los tubulares hinchados al máximo buscando el mínimo rozamiento, las llantas de carbono de perfil alto. Un toque de frenos ligeramente brusco equivale a un patinazo. Un patinazo es lo mismo que una caída múltiple. El pelotón, siempre con el viento de cola, preparándose para el ascenso a la Cipressa. El choque violento del lanzado Moletta contra una farola en una curva que se le hizo recta. La heroicidad de Bettini, tan raro en su maillot arcoiris de campeón mundial, súbitamente envejecido, encorvado, capaz de correr con una costilla rota y dejarse la piel por Boonen. El inevitable ataque en el Poggio del nuevo niño prodigio: Riccò. Tantos elementos para un final heroico. Y surge Freire y lo codifica, lo descodifica, lo reconstruye, lo transforma. Todo, desde su discreción, su presencia permanente en los lugares importantes en los momentos decisivos. "He estado concentrado en lo mío, en colocarme, en no caerme. Así que no me he acordado de mi hijo, Marcos, que acaba de cumplir seis meses", dijo Freire, que dedicó la victoria a su tío Antonio, el que le regaló su primera bicicleta, verde, cuando tenía nueve años y que está enfermo, y a quien no creía que la paternidad hubiera cambiado su forma de ver la vida: "Iba delante en el Poggio y no me puse nervioso con los ataques. Sabía que se llegaría en grupo y que yo iba a estar muy bien".
Freire ganó la Milán-San Remo del centenario 50 años después de que Miguel Poblet ganara la del cincuentenario. "Espero que otro español gane la del 150 aniversario", auguró. "Este Freire es sensacional", dice Poblet; "lástima de que no se prodigue más porque podría ganar muchas más carreras". Son otros tiempos, claro, aunque ambos hayan debido exiliarse para vivir de su talento. Pero, claro, Freire es otra cosa. "Me exijo ganar carreras de gran nivel", explica; "es que estoy marcado: que nadie olvide que la segunda que gané en mi vida fue mi primer Mundial".
Clasificación: 1. Ó. Freire, 6h 43m 50s. 2. A. Davis (Aus.), mismo tiempo. 3. T. Boonen (Bél.), m. t. 4. R. McEwen (Aus.), m. t. 5. S. O'Grady (Aus.), m. t.
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