Ciencia, caridad y esperanza
Ha cerrado ya la exposición que el museo Picasso tenía organizada alrededor del lienzo Ciencia y caridad, con el que el artista, entonces de 15 años, se presentaba a un concurso académico. Yo pude ver la exposición (de pequeño formato, muy interesante) y he leído en el catálogo las connotaciones históricas del tema, un lugar habitual de la pintura que reflejaba la admiración popular por los progresos de la medicina, la cara amable de la ciencia, y por los avances de la ciencia misma en general, a finales del siglo XIX. Aunque la enferma de este cuadro es socorrida por el doctor (la ciencia) y por una monja (la caridad) lo cierto es que se la ve pachucha tirando a mal...
Por cierto que esa fascinación decimonónica por los adelantos de la ciencia no ha dejado de crecer, mientras se hunde como un soberbio transatlántico que ha chocado contra el gran iceberg de la decepción, el interés de la grey por las enseñanzas de la literatura y las humanidades. Tanto en el programa televisivo de Punset como en las páginas de este diario he escuchado a Aubrey de Gray, un gerontólogo de Cambridge con una barba muy pintoresca, y a otros sabios que, como él, pronostican que pronto los avances de la ciencia y de la técnica nos van a permitir demorar mucho la muerte, y finalmente librarnos de ella, deteniendo el deterioro celular, dicen unos, o, según otros, transportando la conciencia personal a un ordenador, ordenador que no tiene por qué ser un robot metálico y frío, sino tal vez una cosa orgánica y sensible, quizá relacionada con el clon.
Ahora bien, lo más probable es que a usted y a mí, y los que conocemos y nos importan, no nos alcancen estos adelantos. El desarrollo de la inmortalidad necesita más años, más inversión. Pero quizá esto no sea tan mala noticia, pues también puede ser una calamidad, como en el relato de Swift en el que los "struldbrugs" o inmortales, a los que se reconoce al nacer por la mancha roja sobre la ceja izquierda, al cabo de unos siglos de vida demuestran ser "incapaces de amistad y estar acabados para todo natural afecto", y constituyen el espectáculo más doloroso que a Gulliver le es dado contemplar en su vida. También en el cuento de Borges los que alcanzan la inmortalidad se convierten, con el paso de los siglos y los siglos, en unos trogloditas apáticos. El mismo Homero, que es uno de ellos, ha olvidado que escribió La Odisea y, francamente, se comporta como un simio.
"El objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres", escribía Canetti en su Libro de los muertos. ¡Ay! Quizá si hubiera resistido unas décadas más habría alcanzado a ver cumplido ese propósito. ¿Quién sabe? Antes de que alcancemos la inmortalidad también podría ser que llegue el fin del mundo. Stephen Hawking repitió no hace mucho su tesis de que la única posibilidad de supervivencia para la humanidad radica en que sea capaz de colonizar otros planetas fuera del sistema solar en un plazo no superior a 150 años, más o menos, cosa que el gran físico considera factible e incluso probable que suceda. Otros son más escépticos, como los novelistas Philip Roth y Milan Kundera:
Roth: ¿Cree usted que el fin del mundo llegará pronto?
Kundera: Depende de lo que entienda usted por "pronto".
R: Mañana, o pasado mañana.
K: La idea de que la humanidad se encamina a la catástrofe es muy antigua.
R: Entonces, no hay de qué preocuparse.
K: ¡Al contrario! Si esa idea nos ronda desde hace tanto tiempo, por algo será.
En resumen, que no sabemos a ciencia cierta si lo que nos espera a la vuelta de la esquina son las tartas de cumpleaños con mil velitas o el Apocalipsis; ni sabemos siquiera qué es lo más deseable. Ahora vuelvo de Madrid, donde he asistido a unas jornadas sobre Cioran, con motivo del centenario de su nacimiento. El mejor amigo de aquel pesimista con tanto sentido del humor era otro rumano exiliado en París, Eugene Ionesco, al que por sus méritos teatrales le ofrecieron incorporarse a la Academia francesa. Cioran trató de convencerle de que no aceptase esa distinción, que ser académico en el fondo le degradaría y banalizaría. Es mejor ser oscuro y anónimo y marginal, en su opinión. El rango que más le cuadra a un escritor es el de maldito. El uniforme de gala, además, le parecía un chiste. Pese a tan sólidos argumentos, Ionesco se empeñaba en aceptar y ser nombrado académico. Cioran insistió e insistió en que no debía hacerlo, y solo dejó de presionar al advertir que su amigo empezaba a molestarse.
Por fin, cuando ingresó en la Academia, Ionesco le dice: "Ya está, estoy salvado, ya soy inmortal (les llaman así a los miembros de la Académie, "immortels"). ¡Y es para siempre!" Cioran le desengañó: "No, a veces los echan, recuerda los casos de Pétain, Maurras, Daudet".
Con una sonrisa contestó Ionesco: "Entonces, ¿aún hay esperanza?".
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