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REPORTAJE

Una odisea de Kubrick y Clarke

Dos genios se unieron para hacer la gran película de ciencia-ficción: '2001, una odisea del espacio'. Casi 50 años después de su estreno, viajamos a su génesis a través de material inédito

El atuendo de Clarke (izquierda) contrasta con un Kubrick desaliñado.
El atuendo de Clarke (izquierda) contrasta con un Kubrick desaliñado.

Estaba el escritor Arthur Clarke en Nueva York, en casa del cineasta Stanley Kubrick, manteniendo una de las primeras conversaciones sobre su colaboración en el guion de su proyectada película Viaje más allá de las estrellas, que pasaría a la historia como 2001, una odisea del espacio; Clarke había visto Lolita dos veces, “la primera para disfrutarla y la segunda para saber cómo estaba hecha”, y sabiendo que se las había con un gran artista, aceptó demorar su regreso a Ceilán (Sri Lanka), donde vivía, entregado a la escritura y el submarinismo, e instalarse durante una larga temporada en el Chelsea Hotel para redactar el guion –el primer guion–.

Por su parte, Kubrick sabía que, con el imaginativo autor de Las arenas de Marte y de cientos de relatos futuristas sólidamente basados en sus conocimientos en astronomía, contaba con el socio ideal para dar cuerpo argumental a su proyecto: “Una película de ciencia-ficción realmente buena”. El 17 de mayo de 1964, después de una reunión larga e intensa, un pimpón de ideas extenuante como le gustaba a Kubrick, salieron a relajarse un poco en la terraza y a las nueve de la noche vieron una mancha ovalada de luz resplandeciente cruzando el cielo claro y salpicado de estrellas de la noche primaveral. Confirmaron el avistamiento mediante el telescopio con el que el cineasta solía escrutar la bóveda celeste. Kubrick quedó sobrecogido por la visión; pero no porque se confirmase ante sus propios ojos la existencia de naves espaciales de otros planetas: eso no le sorprendía, estaba convencido de su existencia y hacía tiempo que esperaba que se manifestasen; no, lo que le turbaba era la posibilidad de que se precipitasen los acontecimientos, se estableciese contacto con los extraterrestres y la película en la que llevaba mucho tiempo pensando, leyendo y documentándose quedase desfasada y obsoleta. A la mañana siguiente solicitó al Pentágono un formulario de avistamiento que ambos firmaron y enviaron. Clarke además pidió a sus amigos del Planetario Hayden que consultasen sus computadores para resolver el misterio.

“Aún recuerdo, con cierta vergüenza”, explica Clarke en su autobiografía, “mis sentimientos de asombro y excitación, y también la idea que me asaltó: ‘Esto no puede ser una coincidencia. Ellos están actuando para impedirnos que hagamos esta película”.

Hombre meticuloso, detallista, cuando estaba metido en proyectos de gran envergadura como el de esta película, Kubrick se sentía obligado a controlarlo todo

Por ridícula que sea la suposición de que los alienígenas pudieran interesarse en semejante boicoteo, la anécdota da idea del grado de apasionado compromiso con que los dos narradores, que no eran por cierto un par de cretinos, sino dos inteligencias notables y cultivadas, se habían zambullido en cuerpo y alma en el proyecto, y también da idea de la atmósfera de presagio que se respiraba en ciertos ambientes, mediados los años sesenta, en plena carrera espacial. El nerviosismo de Kubrick volvió a excitarse al año siguiente, cuenta su biógrafo Vincent LoBrutto, cuando el Mariner 4 se acercaba a Marte: sintió la necesidad de desarrollar líneas argumentales alternativas en el guion que estaba escribiendo con Clarke por si la nave, que enviaría las primeras fotografías de la superficie del planeta rojo en julio, revelaba la existencia de bases o ciudades marcianas…

Hombre meticuloso, detallista, cuando estaba metido en proyectos de gran envergadura como el de esta película, Kubrick (K) se sentía obligado a controlarlo todo, de manera que incluso intentó asegurar la película en Lloyd’s contra la eventualidad de que la carrera espacial descubriese vida extraterrestre y dejase desfasado el argumento y las novedades de su obra. No pudo llegar a un acuerdo, el precio de un contrato así era astronómico (lo que revela, por otra parte, que en Lloyd’s tampoco descartaban sorpresas llamativas para mañana, o pasado mañana…). Por cierto que la respuesta del observatorio Hayden a Clarke fue tranquilizadora: lo que el cineasta y el escritor habían observado era el Echo I, el primer satélite de comunicaciones experimental de la NASA. “Si no hubiera sido así, no habría existido 2001, una odisea del espacio”. Y entonces no habríamos tenido una obra maestra del arte del siglo XX, un relato visual muy logrado y entretenido, una interesante meditación sobre la evolución humana y una benéfica influencia sobre tantos realizadores que cultivaron el género de la ciencia-ficción en las siguientes décadas.

Sobre la génesis y la realización de esta obra maestra del cine, como también sobre todas las demás películas de Kubrick, se dispone de un enorme volumen de documentos gracias a la obsesión perfeccionista del cineasta, que se extendía a sus archivos: conservaba perfectamente ordenado y clasificado todo lo relativo a su trabajo pasado y futuro, incluida la correspondencia con sus fans, a la que por otra parte no respondía salvo en casos excepcionales. Por cierto que llegar físicamente a esa documentación era sencillo: bastaba con ir a Saint Albans (en Inglaterra, adonde se mudó encantado con el relativo anonimato que le ofrecía la provincia inglesa), cruzar esta localidad a 35 kilómetros al norte de Londres, llegar por una “carretera privada” a una pintoresca urbanización llamada Childwick Green, dejarla atrás y cruzar una valla electrificada con la señal de “No pasar”; luego hay que cruzar unos bosques, y luego cruzar una verja blanca, y luego otra puerta electrificada, y luego otra puerta electrificada, y por fin se llegaba a una extensa propiedad rural; el césped, por donde antaño pastaban los caballos de carreras, está sembrado de contenedores, y los contenedores estaban llenos de cajas; las cuadras, llenas de cajas, y la espaciosa mansión donde vivía la familia Kubrick, con habitaciones llenas de cajas, que por cierto habían sido diseñadas por el mismo Stanley. La exhaustiva documentación contenida en esas cajas ha dado pie a la exposición itinerante que ha recorrido Berlín, París, Zúrich y medio mundo y actualmente puede verse en el Museo Nacional de Cracovia. Se puede contemplar allí un millar de objetos y multitud de documentos e imágenes sobre Lolita, Espartaco, Teléfono rojo, volamos a Moscú, Senderos de gloria, El resplandor… y también sobre Napoleón Bonaparte, el colosal proyecto largamente acariciado que debía movilizar a docenas de miles de actores y extras y que quedó frustrado precisamente por su propia grandeza, perfeccionismo y ambición.

Esos archivos también han dado pie al monumental libro de sobremesa de la editorial alemana Taschen, lleno de documentos, diseños, fotografías e imágenes inéditas sobre 2001.

El argumento de la película –una experiencia visual, la denominó el director– se divide en tres partes. En la Primera parte, ambientada en la noche de los tiempos, la presencia de un enigmático monolito, negro y liso, infunde en una tribu de primates el conocimiento de las armas y las herramientas con las que el hombre dominará el mundo; en éxtasis triunfal después de matar a una presa con un hueso, uno de los simios arroja a lo alto el hueso, que en la elipsis más audaz y celebrada de la historia del cine se transforma en un cohete, uno entre muchos de los que navegan por el cosmos al compás del vals El Danubio azul; estamos ya en el año 1999, y en una de esas naves, un transbordador a la Luna, viaja Heywood Floyd, funcionario de la Agencia Espacial, para estudiar el hallazgo de un monolito negro de origen extraterrestre, que ha permanecido enterrado desde hace millones de años y envía una señal de radio hacia el planeta Júpiter. Segunda parte: 18 meses después se dirige hacia Júpiter la nave Discovery, tripulada por cinco astronautas, tres de ellos en hibernación, y el ordenador de a bordo, llamado Hal 9000 y dotado de una gran inteligencia artificial y emociones y sentimientos. Para encubrir la comisión de errores que le humillan, Hal asesina a toda la tripulación por los métodos más ingeniosos, salvo al capitán, el aún más ingenioso Dave Bowman –interpretado por Keir Dullea, con su rostro adecuadamente pétreo y su sugestión de latente psicosis–, que tras un paseo por el espacio en una cápsula unipersonal logra, en otra escena memorable e inolvidable, regresar a la nave pese a la oposición de Hal y desconectar una tras otra sus funciones desoyendo sus lastimeras peticiones de “empezar otra vez su relación desde cero” y su enternecedora versión de la canción Daisy Bell, que le enseñó el ingeniero que lo creó: “Daisy, Daisy, / give me your answer, do / I’m half crazy / for the love of you…”.

En la Tercera parte, el ahora completamente solitario Bowman sigue un viaje alucinado y lisérgico años-luz “más allá del infinito”, donde se encuentra, entre otros prodigios sensoriales, en una habitación en parte futurista y en parte decimonónica que los extraterrestres le han preparado para que se sienta en un entorno cómodo, y donde puede contemplarse a sí mismo envejecido y agonizante, antes de regresar a la Tierra transfigurado como bebé astral… y… THE END.

Rozando la extravagancia por la parte de dentro, el perfeccionismo, el celo insobornable de Kubrick en obtener la máxima excelencia visual y la máxima veracidad científica y verosimilitud sobre incluso el aspecto más insignificante del futuro diseño de aeronaves, vestimenta, objetos, mobiliario y condiciones de la vida del hombre en el espacio, y ello a cualquier coste económico y de tiempo, casi desesperó a Clarke, que, siguiendo sus sugerencias, tuvo que rehacer una y otra vez el guion, y al equipo de más de cien personas, incluidos 36 diseñadores y 25 técnicos en efectos especiales, que trabajando durante años dieron forma al universo de 2001.

Pero a Kubrick –que por otra parte no era un autor minoritario, sino un cineasta americano, veterano de Hollywood, dotado de un certero instinto comercial, e incluso un jugador y ganador en el mercado de valores– nadie le regateaba tiempo ni esfuerzo, convencidos todos de que de su mano participarían en una obra literalmente histórica. Y todos acertaron: la MGM obtuvo cuantiosos beneficios; Clarke, aunque tuvo que sudar tinta, demorar la publicación y endeudarse, acabó ganando una fortuna con la novela que escribió a partir del guion y con las secuelas que escribió en años siguientes; y él y todos los demás colaboraron en una obra de arte que no sólo alzó el género de la ciencia-ficción a otra dimensión, sino que ha aguantado muy bien el paso de los años.

Antes de empezar a rodar, el director asimiló en tiempo récord una ingente cantidad de información y especulación sobre la evolución y astronomía. Para cada uno de sus proyectos se hacía enviar todo lo que sobre ese tema se hubiera escrito y filmado en cualquier lugar del mundo. Para 2001 proyectó en el cine de su casa y vio sin flaquear hasta la peor de las películas para niños y adolescentes japoneses sobre monstruos del ultraespacio, y leyó todo lo que pudo encontrar y comprender. Contaba además con un equipo de especialistas a los que podía consultar; entre ellos, varios ingenieros de la NASA y del departamento de diseño de IBM; el mismo Sagan, autor de Intelligent life in the universe, y Frederick I. Ordway III, autor de Intelligence in the universe, a cuyos conocimientos y consejos podía recurrir, y por cierto recurría con sus faxes a cualquier hora del día o de la noche…

Kubrick creía en lo que hoy se conoce como el “principio de mediocridad”: la tesis de que el planeta azul no es una excepción en el universo, sino uno de tantos en un inmenso conjunto de cuerpos celestes con parecidas condiciones, y por consiguiente lo que ha sucedido en la superficie de la Tierra es probable que haya sucedido también en muchos otros lugares. La convicción en la existencia de vida extraterrestre, postulada entre otros por el astrónomo Carl Sagan y por el físico Francis Crick –el descubridor de la estructura del ADN–, y también refutada por quienes subrayan que en realidad no hay muchos planetas como la Tierra (es decir, con las condiciones de permanente estabilidad alrededor de una estrella como el Sol), le conducía también a la idea de una divinidad omniconsciente y omnipotente: “El concepto de Dios está en el corazón de 2001”, le contaba a Eric Norden. “Pero no una imagen tradicional, antropomórfica de Dios. Una vez has aceptado que hay aproximadamente cien mil millones de galaxias sólo en el universo visible, y que cada estrella es un sol proveedor de vida… Dado un planeta en una órbita estable ni demasiado caliente ni demasiado frío, y dados unos pocos miles de millones de años de reacciones químicas causadas por la interacción de la energía solar con los elementos químicos del planeta, está claro que puede emerger la vida, en una u otra forma; y es razonable suponer que de hecho tiene que haber miles de millones de planetas en que ha brotado, y las posibilidades de cierta proporción de que esa vida desarrolle inteligencia es alta. Ahora bien, el Sol no es una estrella vieja, y sus planetas son meros niños en la edad cósmica, así que parece que en el universo no sólo hay miles de millones de planetas donde la vida inteligente está a un nivel inferior que la humana, sino también otros miles de millones donde está a un nivel parecido, y además otros en donde está a cientos de miles de millones de años por delante nuestro. Si piensas en las maravillas tecnológicas que el hombre ha sido capaz de realizar en pocos milenios –menos de un microsegundo en la cronología del universo–, ¿te imaginas qué evolución puede haber seguido una vida mucho más antigua?”.

Desde luego, Kubrick había reflexionado mucho sobre el tema (y sí, también es obvio que le gustaba mucho la expresión “miles de millones” –billions, en inglés–)… Sin embargo, su fe en la posibilidad de conocer a los extraterrestres iría palideciendo según fueron pasando los años y las décadas y él constataba que no se manifestaban y que los testimonios de avistamientos no eran fiables. Acabó creyendo que las distancias en el espacio son demasiado grandes, y que por mucho que se desarrolle la tecnología ellos nunca llegarán hasta nosotros ni sabrán dónde estamos, y viceversa…

Kubrick casi desesperó a Clarke, que, siguiendo sus sugerencias, tuvo que rehacer una y otra vez el guion, y al equipo de más de cien personas

Clarke había ideado una escena final en la que el Discovery se encontraría con una enorme nave espacial alienígena, de formas redondeadas, bellas y extremadamente “sensuales”; pero Sagan recomendó no mostrar la apariencia de los extraterrestres. Kubrick estuvo de acuerdo: de hecho, además de las muchas cosas maravillosas pero plausibles que se muestran, parte del poder hipnótico de la película reside en las que se escamotean: en la supresión deliberada de explicaciones lógicas y cerradas a los acontecimientos por decisión del director, convencido como estaba de que “menos es más”, como predicó un célebre arquitecto. Así la película comenzaba con un largo prólogo, de carácter documental y rodado en blanco y negro, en el que una veintena de distinguidos científicos, astrónomos, teólogos y filósofos respondían a la pregunta “¿Estamos solos en el universo?” y otros temas futuristas. A última hora, Kubrick decidió que la película tenía que sostenerse sin el socorro de esos discursos y suprimió ese prólogo. Canceló también la voz en off que facilitaba la inteligencia del argumento, explicando entre otras cosas la función del monolito negro enterrado en la Luna como “señal de alarma” o centinela para avisar a los alienígenas de que la raza humana estaba empezando la conquista del espacio, según el relato de Clarke El centinela, punto de partida del guion. ¿Tenía que decírsele al espectador que las primeras naves espaciales, meciéndose en el vacío al son de un vals vienés, como descendientes que son de las primeras armas de los homínidos, van cargadas de bombas nucleares? Kubrick decidió que no hacía falta. Viajando hacia América en el Queen Elizabeth –tenía incluso carnet de piloto de aviación, pero había desarrollado fobia a volar–, en un camarote donde había instalado una cabina de montaje, seguía suprimiendo y cortando. Durante el preestreno en Nueva York observaba la reacción de los espectadores, y esa noche en las oficinas neoyorquinas de la productora siguió cortando. En dos horas de película sólo 40 minutos son de diálogo, y además el carácter de ese diálogo es a menudo deliberadamente de una trivialidad que contrasta con las imágenes espectaculares y el silencio absoluto del espacio exterior. Sobre la sólida construcción estructural del relato, las supresiones y silencios lo estilizaron y le aportaron ambigüedad, lirismo, sugestión simbólica.

Kubrick tenía un lema: si algo se puede imaginar, yo lo puedo filmar. El espectador sigue viendo 2001, una odisea del espacio como un logro de elegancia incesante y un espectáculo deslumbrante. El libro y la exposición eran innecesarios para saber que lo es, pero se constituyen en un bienvenido recuerdo.

The making of Stanley Kubrick’s ‘2001:A space Odyssey’, el libro al que pertenecen las imágenes de estas páginas, está editado por Taschen. Son cuatro volúmenes. www.taschen.com

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