El inconsciente aún nos ocupa
Cada vez son más los que prefieren comunicarse por teléfono o correo electrónico. Pero, por ahora, el subconsciente entiende más las palabras y los gestos que los algoritmos.
EN LA ACTUALIDAD, el espacio en el que se desenvuelve la conversación entre dos personas se ha ido colapsando de tal manera que hemos llegado al punto de preferir enviar un texto o un correo electrónico en lugar de tener una conversación cara a cara, o de comunicarnos por teléfono. Sin duda, estas formas de comunicación son muy eficaces, pero limitan el diálogo espontáneo en el que jugamos con las ideas, exponemos nuestra vulnerabilidad, aprendemos los unos de los otros, superamos traumas juntos. El lenguaje tecnológico lo devora todo. Incluso la gramática freudiana, como apunta Sherry Turkle, profesora de estudios sociales en ciencia y tecnología del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Entonces, ¿adónde se ha ido el inconsciente?
Hace poco me disponía a acomodarme en mi asiento del avión cuando me di cuenta de que una joven sentada al otro extremo de la fila en la que yo me encontraba estaba visiblemente inquieta. “No se alarme”, me dijo disculpándose con reserva al notar que la observaba. “En breve me van a cambiar de lugar, el avión me provoca ataques de pánico y algunas veces siento ganas intensas de vomitar”. En situaciones como esta, el dilema que me persigue es si revelar que soy psicoanalista y que son precisamente este tipo de síntomas los que estudio, o callarme y no decir nada. Al final resolví simplemente por responder con un gesto afirmativo de aprobación. “No se preocupe”, le dije. “Por mi parte, puede usted permanecer en su asiento, lo único que le pido es que si tiene la necesidad imperiosa de devolver, voltee la cabeza hacia el otro lado ya que no viajo con cambios de ropa adicionales”.
Por mucho que nos empeñemos en digitalizar la comunicación, una conversación cara a cara es capaz de resolver los peores traumas
Le sugerí, además, que considerara tener a mano la bolsa de papel que se puede encontrar en el respaldo del asiento de enfrente para casos de emergencia. Al escucharme, la joven fijó intensamente su mirada en la mía. En ese momento de la conversación, su sonrisa sutil me confirmó que nuestro intercambio había sido bien recibido. Quizá le hizo gracia lo inesperado de mi reacción. De hecho, optó por aferrarse a la bolsa de papel y la sostuvo como quien tiene en sus manos un talismán con poderes curativos. Efectivamente, en breve empezó a bostezar y gradualmente se sumergió en un estado de sueño tan profundo que a la hora de servirse la cena yo insistí en que no se la despertara. ¿Cómo explicar el dramatismo de este viraje tan súbito de un estado de profunda ansiedad al de su relajación hipnótica? Después de todo, nuestra conversación—y la experiencia emocional que compartimos—aunque limitada, abrió un espacio capaz de facilitar su transición del terror a la tranquilidad.
Esta escena podría ser un buen ejemplo de lo que ocurre con el osito de peluche al que se aferran los niños al separarse del adulto responsable de sus cuidados a la hora de irse a dormir, en el momento en el que se apaga la luz. El psicoanalista británico Donald Winnicott estudió en detalle estos objetos evocativos, capaces de activar un efecto auto-calmante y los denominó objetos transicionales por encontrarse simbólicamente situados en la zona de la frontera entre el yo del niño y el de la madre, pero que también podríamos entender como la zona intermedia entre la realidad y la fantasía. ¿Son acaso nuestros dispositivos tecnológicos los equivalentes del osito de peluche de la modernidad?
En un artículo publicado en 1983, que lleva el título de esta columna, el psicoanalista Theodore Shapiro, de la universidad estadounidense de Cornell, describe un intercambio breve pero significativo con Emily, de cinco años de edad, cuyos padres la trajeron a consulta porque padecía de terrores nocturnos. El doctor Shapiro descubrió que no hacía mucho tiempo, dos de sus primas habían fallecido en un incendio en una casa de campo y que sus dificultades aparecieron poco después de esa tragedia. El trauma imposible de ser procesado en su momento dejó a Emily con la idea de que dormir era equivalente a morirse, y por lo tanto, su mente asociaba el sueño a peligros mortales. Shapiro logró ayudarla a crear un espacio en la conversación a partir del cual le fue posible separar los dos conceptos que de alguna manera habían sido fusionados en su inconsciente como sinónimos.
En este caso fueron necesarias las condiciones de una conversación empática, una escucha atenta y flotante, cara a cara, entre el psicoanalista y el paciente, en un espacio en el que la niña se sintió segura–como también ocurrió en mi encuentro con la joven en el avión–. No hubo que adentrarse en intervenciones de psicología profunda. Ambos ejemplos dan testimonio de que el inconsciente aún nos ocupa, que está presente en nuestras interacciones con otros, en nuestras conversaciones. Por medio del lenguaje da forma a lo que sentimos y a lo que pensamos. Es entonces que el subconsciente se manifiesta y nos toma por sorpresa, retroactivamente, en los momentos en que estas experiencias han imprimido en nosotros una huella transformadora.
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