El fin de nuestra historia: ¿ha destronado 1992 a la Guerra Civil como el escenario preferido de los autores?
El año de la Expo de Sevilla y de los Juegos de Barcelona es el nuevo escenario predilecto para escritores, músicos y cineastas españoles
¿Es 1992 un buen título para una historia de terror? De la serie que Álex de la Iglesia está rodando para Netflix, aún sin fecha de estreno, se sabe apenas que su argumento gira en torno a unos crímenes unidos por un inquietante símbolo: Curro, la mascota diseñada para la Expo de Sevilla 92 por Heinz Edelmann, el dibujante del Yellow Submarine de los Beatles. En el cartel provisional, aquel pájaro híbrido con pico multicolor aparece magullado y sucio, como un peluche viejo y mefistofélico. ¿Qué habrán visto esos ojos? Si una generación dura entre 20 y 30 años, los 31 que han transcurrido desde 1992, el año de España, son un margen prudente para empezar a hacer historia.
De la Iglesia ya estaba haciendo Acción mutante (1993) a principios de los noventa, así que es probable que haya tirado de memoria propia para retrotraerse a 1992. Más complicado resulta saber cómo entienden aquella época quienes no la vivieron. El escritor Enrique Llamas (Zamora, 33 años) tenía dos años cuando Martín López-Zubero se subió al podio. Pero, tras escribir una novela ambientada en el tardofranquismo y otra en la Movida, ha dedicado la tercera, Lo nuestro (AdN), a 1992. Los dos relatos de iniciación que la componen giran en torno a una figura, Arantxa Sánchez Vicario, a la que la actualidad judicial ha consagrado como una suerte de chivo expiatorio de aquellos excesos. “Era joven, exitosa, muy trabajadora…, parecía la imagen misma de la casi recién estrenada democracia española”, explica. “Mi generación, que se ha tenido que desenvolver tras ver sus expectativas truncadas tras la crisis de 2008, observa 1992 como una quimera, un momento en el que en este país parecía que estaba todo hecho, un poco en la línea de El fin de la historia, de Fukuyama, que además es del mismo año”, añade aludiendo al ensayo que promovió la visión de un mundo sin conflictos ni tensiones tras la caída del muro de Berlín.
De símbolos de aquella época, en todo caso, va sobrada la memoria colectiva. El año pasado, en su reordenación de la colección permanente del Museo Reina Sofía, Manuel Borja-Villel dedicó una sala a los proyectos arquitectónicos de la Expo de Sevilla. El arquitecto Lluís Alexandre Casanovas, uno de los comisarios del proyecto, contempla de forma positiva la otra gran transformación urbana de la época, la de Barcelona. “El tiempo ha demostrado que el principal legado arquitectónico de los Juegos en Barcelona no son los diferentes edificios, sino el conjunto de operaciones urbanísticas que tejieron barrios desconectados, dotaron a la ciudad de más vivienda, y recuperaron el frente marítimo y Montjuïc”, responde. “Esta conexión con lo existente y la revitalización de infraestructuras degradadas supuso una estrategia innovadora frente al modelo de concentración de equipamientos en campus segregados que proponían otros macroeventos, como es el caso del recinto de La Cartuja de la Expo 92″.
La ficción es una herramienta apropiada para un ajuste de cuentas extraordinariamente fotogénico. Si la arcadia poligonera de Jamón, jamón (Bigas Luna, 1992) sigue viva en los videoclips de varios ídolos de la nueva música urbana, hace ya una década que Alberto Rodríguez empezaba a escarbar en la trastienda de la Expo con Grupo 7 (2012). En fechas más recientes, El año del descubrimiento (Luis López Carrasco, 2020) ha profundizado, esta vez desde la memoria obrera de Cartagena, en las cunetas de una época en que la monarquía cosechaba éxitos y archivaba rumores.
Poco a poco, los primeros noventa aspiran a sustituir a la Guerra Civil como el gran relato preferido por los novelistas y cineastas españoles con conciencia y memoria histórica. De Chirbes a Bárbara Rey, el desmantelamiento de aquella España de grúas, medallas y cocaína se ha documentado a través de series como Fariña y El inmortal. Al gran ajuste de cuentas se le multiplican las instantáneas susceptibles de ser resignificadas. Llamas, que abre la novela con el desfile del entonces príncipe Felipe en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos, cuenta que, una vez superado el síndrome del impostor por escribir de una época que no recordaba, le sorprendió descubrir que la mayoría de los testimonios no eran críticos, sino felices. “Quizá eso fue lo que me atrajo, preguntarme si todo había sido fachada, entender el momento y, sobre todo, la envidia que me daban quienes pudieron vivir, aunque fuera un periodo corto, en esa comodidad”, reconoce. En esa mezcla de euforia y fracaso está una de las moralejas de aquella España. Saber gestionar el éxito es importante, pero no menos que saber gestionar la resaca.
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