Ni derrochadores ni caprichosos: los jóvenes gastan en lo (poco) que pueden
Las nuevas generaciones abordan su falta de poder adquisitivo con humor y gastos en categorías aparentemente más frívolas, mientras que muchos ‘boomers’ ven en esos antojos la confirmación de su irresponsabilidad. Pero si no se tiene capacidad de ahorro, no hay ningún incentivo para no despilfarrar
Little treats: podría parecer otra tendencia recién importada de Estados Unidos y sin demasiado arraigo por aquí. De hecho, su traducción más habitual (indulgencias) no suena muy bien en español. Pero es un comportamiento generalizado y un síntoma que, paradójicamente, señala el empobrecimiento de las generaciones más jóvenes. Además, tiene posibles traducciones mucho más fáciles de entender como “caprichos” o “baratijas”. Los jóvenes están gastando más que nunca en productos o servicios baratos y relativamente inservibles, es decir, en eso que los especialistas en consumo llaman “gastos discrecionales de ticket bajo”. Y no lo hacen engañados por la publicidad o convencidos de su utilidad, sino a sabiendas de que no necesitan esas cosas y de que solo les proporcionarán un bienestar transitorio: el fugaz aumento de dopamina y serotonina que sigue a la compra y servirá, como mucho, para que se acuesten animados. Si son conscientes de que la satisfacción dura tan poco, ¿por qué se entregan a un consumismo tan aparentemente irreflexivo? La respuesta corta la da José Luis Nueno, catedrático en el IESE (Universidad de Navarra) y autor de Todo es terrible, pero yo estoy bien: “Porque no les queda otra”.
Cuando se habla de indulgencias, en realidad, se habla de un meme surgido en 2021 que, como casi todos los de su tipo, revela una realidad compleja bajo la ironía. Cientos de miles de jóvenes, tras una jornada de trabajo frustrante o extenuante, suben a las redes la foto de algo que acaban de comprar: un café caro, algo de ropa barata, un libro o un almuerzo sofisticado. El gasto puede aumentar y convertirse en unas vacaciones de bajo coste o un concierto. Eso son las indulgencias: pequeños dispendios que, según cuentan quienes los realizan, ayudan a soportar una situación laboral y un contexto social casi inasumibles. Y este meme tiene mucho que ver con ese otro que, peligrosamente asomado a la nostalgia, compara los gastos que en teoría se podía permitir una familia joven promedio hace 30 o 50 años (“acabamos de comprarnos esta casa con cuatro habitaciones y garaje”) y los que hoy preocupan al joven que se ve identificado y comparte (“después de adquirir estos dos aguacates tardaré meses en recuperarme financieramente”). Así que los jóvenes abordan su falta de poder adquisitivo con humor y premios de consolación, mientras que muchos adultos y boomers ven en esos caprichos la enésima confirmación de que se encuentran ante una generación de irresponsables y quejicas. Pero, ¿qué dicen los datos?
Números desalentadores que esconden el gasto en vivienda
“La mayoría de los gastos no discrecionales [vivienda, seguros, suministros] y muchos de los gastos de ticket alto [automóvil, mobiliario, electrodomésticos], los realizan los mayores de 35 años. Los jóvenes tienen presupuestos mucho menos solicitados por gastos recurrentes y obligatorios y, en cambio, los tienen más disponibles para el resto: en general, gastos menores y discrecionales como ropa y bares y restaurantes”, concluye Nueno en su ensayo. El profesor explica los resultados de su estudio: no es que los jóvenes vivan en la opulencia, sino que sus gastos se realizan en categorías aparentemente más frívolas porque les resulta imposible acceder al resto. “La inmensa mayoría no puede permitirse proyectos a largo plazo. En España tuvimos un bum del consumo a partir de los años sesenta, pero con más fuerza durante los ochenta. No había esta sensación masiva de frustración o de haber perdido el ascensor social. La crisis de 2007 remató cualquier optimismo y todo lo que ha pasado después de aquel año está manchado por esa enorme inseguridad. No es extraño que una persona joven que cobra 1.000 o 1.500 euros al mes no piense en grandes inversiones. Hay una distancia tan abismal entre el precio de la vivienda y los salarios que una casa se ha convertido en una inversión impensable”, argumenta el experto.
La periodista especializada en economía Inma Benedito coincide al señalar que buena parte de lo que agrava la situación de los jóvenes españoles tiene que ver con la vivienda, y no ofrece perspectivas optimistas: “La mayoría ni siquiera llega a salir de casa de sus padres. La media de emancipación está por encima de los 30 años y quien lo consigue se expone a precios del alquiler que baten máximos históricos cada año. Estamos en el país europeo con más inquilinos realizando un sobreesfuerzo o bajo el umbral de la pobreza. Siendo además los salarios de los jóvenes, de media, inferiores, la cantidad de ellos que no puede acceder a grandes gastos es superior a la que hubo en otras generaciones. Los expertos hablan de la trampa del alquiler: se come buena parte de tus ingresos, no puedes ahorrar, no puedes comprarte una vivienda y estás condenado a seguir así”.
En este contexto, los hábitos están cambiando a la fuerza y el consumo de determinados bienes podría considerarse casi una revancha contra el sistema, una especie de desahogo. “No sé si es un consumo vengativo, porque esa sería una venganza contra uno mismo. Pero hay un consumo como reacción a un proyecto de vida frustrado. El ahorro necesita planificación financiera, pero si no tienes capacidad de ahorro, no hay ningún incentivo para no derrochar. Me cuidaría de tachar de irresponsable el comportamiento de los jóvenes porque eso estaría descontextualizando absolutamente su situación”, opina Benedito.
Además de la precariedad, influyen otros factores. Por ejemplo, cómo han evolucionado los símbolos de estatus, es decir, las experiencias y bienes que proyectan éxito social. En las sociedades contemporáneas el reconocimiento está mediado por algoritmos, así que tendemos a buscar productos que se relacionan con ellos de la manera más ventajosa (esos “contenidos aerodinámicos” de los que habla el escritor Alessandro Baricco), como un determinado teléfono o paisajes a los que sabemos que Instagram da más difusión. “La valoración de los demás sigue siendo fundamental. En la medida en que eso pasa hoy por las redes sociales, toda experiencia canjeable por reconocimiento social (en forma de likes, seguidores, comentarios...) es tentadora, así que se priorizan las experiencias que maximizan el reconocimiento con el mínimo coste económico”, comenta al respecto el sociólogo Daniel Sorando.
Una batalla generacional, un problema existencial… y una amenaza para la economía
Aunque también abrió un debate sobre nuevos sesgos de género dentro de los espacios virtuales, el meme Girl Maths (“si pagas en efectivo, es como si no pagaras porque la cuenta no desciende”) es otra prueba del nihilismo económico que practican quienes perciben que cualquier esfuerzo a su alcance sería inútil para abordar las grandes inversiones que, hasta no hace tanto, constituían ritos de paso hacia la edad adulta. Eso sí, por graciosos y absurdos que resulten los memes, que el consumo de varias generaciones se limite a la compra compulsiva de productos de bajo coste es algo que comienza a preocupar a los economistas y a las grandes industrias.
Los fabricantes de automóviles resultan paradigmáticos porque cada vez menos personas entre 20 y 25 años conducen. Ese desinterés de los jóvenes por el vehículo privado va a más y, en este caso, a la falta de renta disponible se le añaden cuestiones ideológicas y de incertidumbre tecnológica. “Tengo 64 años y no hay recambio para personas como yo: que compren coches, que compren bienes de consumo duraderos, que reformen su casa… La economía de consumo es el 70% de la economía, así que muchas cosas dependen de este tipo de gastos grandes”, comenta Nueno. Sorando está de acuerdo: la desigualdad (de clase o entre generaciones) no es buena para casi nadie a largo plazo: “Joseph Stiglitz, reciente premio Nobel de Economía, ha advertido de los costes de concentrar los recursos en las élites, incapaces de gastarlos en la economía productiva, a diferencia del resto de la sociedad, que a menudo se ve desprovista de esos recursos por tener que dedicarlos, por ejemplo, a la vivienda”.
Todas estas cuestiones también se han convertido en una batalla por el relato. En muchas tertulias se acusa a los jóvenes de derrochar y se enumeran todos los gastos (simplificándolo mucho: de las cuotas que cobran las plataformas de contenidos al pago a plazos de un teléfono móvil) que antes no existían y que, desde hace pocos años, son comunes. Este discurso pasa por alto todos esos gastos “de ticket alto” que hoy resultan inasumibles para ellos y también aquellos que fueron habituales durante décadas anteriores y ahora son casi extravagantes (joyas, mobiliario y utillaje especializados, vestuario a medida…).
En medio de estos debates, cabe preguntarse si es legítima cierta rabia generacional. La periodista Benedito cree que sí, y apunta: “El mito del joven irresponsable se desmonta de tres maneras: con datos, con empatía y con políticas públicas. En 1980, una vivienda representaba dos veces la renta de una persona joven; ahora es seis veces esa renta. La ratio renta/vivienda se ha triplicado y repetir esto es una manera de desmentir los tópicos”. Sorando prefiere no hablar de lucha entre generaciones, pero admite que demasiado a menudo “los mayores olvidan el cúmulo de facilidades (políticas y económicas) con las que han contado para acceder a una vivienda”. “En cualquier caso”, concluye el sociólogo, “se está colaborando intensamente en el seno de la familia para asegurar el acceso a vivienda de los descendientes. El problema es de desigualdad social: hay familias con mucho patrimonio inmobiliario, otras cuentan con la vivienda donde viven y otras no tienen nada. Es una cuestión de herencias, de lucha de clases y no entre generaciones”.
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