María Martín, una de las primeras cocineras del Hotel Palace e historia viva de la gastronomía de Madrid
De vender pan de estraperlo de niña en la plaza de Cascorro a cocinar en uno de los hoteles con mayor prestigio de la capital. A sus 93 años, esta cocinera jubilada hace memoria de una vida dedicada a la hostelería

“La cocina no tiene misterios. Solamente requiere tener paciencia”, cuenta María Martín desde su piso en Puerta del Ángel (Madrid). A sus 93 años, Martín ha pasado una vida cocinando. Primero, en casa, para su marido. Y luego, en restaurantes. “En El Zamorano estuve 20 años y nueve en el Hotel Palace”.
Hija de Madrid de varias generaciones, Martín vivía en El Rastro con sus padres y cuatro hermanos, y solía correr, perola en mano, hasta La Chispera de la Arganzuela, “una mujer con un delantal blanco muy limpio”, recuerda, o hasta Embajadores, en busca de la cena que más le gustaba a su padre y que hoy también más le gusta a ella: las gallinejas.
“Ya no quedan gallinejerías”, se queja, y recuerda todos los viernes que fue a cenarlas en las que había en la calle Tribulete de Lavapiés, en Puerta de Toledo o en Casa Enriqueta, en Carabanchel. “Las gallinejas y los entresijos, las finas y las negras, es lo más madrileño”. Martín ha visto cómo la gastronomía de la ciudad cambiaba para todos y ella misma ha celebrado algunos cumpleaños en La Tasquería de Javi Estévez. Su abuela Rafaela, cocinera para los marqueses de Cubas, guisaba una cocina ilustrada para los nobles y traía nuevas formas de hacer más ricas las gachas dulces para su casa. “Yo siempre estaba pendiente de lo que hacía mi abuela y por ella me ha gustado tanto cocinar”.
Cocinera y gata hasta la médula, vendía pan de estraperlo con su hermana, de niñas, en la plaza de Cascorro. Su madre cosía camisas y monos para la Falange, que había encarcelado a su padre durante siete años y cinco meses “por rojo”. Trabajó desde niña en una fábrica de bolsas de papel, en Onena, en la calle del General Lacy. “Pero a los 15 años estaba tan harta de trabajar que me puse a servir a la mujer que me daba la catequesis. Al salir estuve en el bar Doré, en el pasaje del mismo nombre, donde antiguamente se ejercía la prostitución, tirando cañas de cerveza, y también en una pastelería”.
Del Zamorano al Palace
Gambas con gabardina, huevos cocidos con mahonesa, cocletas, calamares rebozados, entremeses y pollo con patatas panadera. “Y más adelante, añadieron filetes”. Este era el menú que se preparaba para todo tipo de banquetes en El Zamorano, restaurante ubicado en Puerta del Ángel y que empezó como un bar en los años cuarenta. Allí, Martín empezó fregando los salones con jabón y estropajo, de rodillas (“y Asperón para las escaleras de piedra”) y lavando manteles, y pronto creció como restaurante. Un día que hubo una baja en la cocina, la llamaron para cubrir el puesto y solamente salía de ella para seguir limpiando los salones, hasta que pudieron contratar una chica.

Pasaron los años al frente de los fogones de El Zamorano y Martín acabó formando a un buen número de cocineros. Uno de ellos, en 1986 la llamó para trabajar como cocinera de la comida del personal de todo el hotel Palace. “Junto a Antonia fuimos de las primeras cocineras del hotel. Tenía que guisar para 160 personas. Si ese día tocaba Jamón York al Oporto, tenía que hacer 360 láminas de jamón. Por suerte, la cocina estaba bien equipada, y los 5 litros de mahonesa o el mojiji para las gambas en gabardina que en El Zamorano me tocaba hacer a mano, aquí podía hacerlo con una máquina”. Martín trabajó casi una década en el Hotel Palace, donde se ocupaba de dar las cenas, de 15:00 a 20:00 horas, Antonia, su compañera, daba las comidas, y el resto de cocineros, unos 60, se ocupaban de la oferta que comerían los huéspedes, como Michael Jackson, Sara Montiel o Julio Iglesias. “Un fin de año comieron filetes de corzo, cocletas de castañas pilongas, ciruelas pasas en aguardiente y uvas empanadas”. Al principio, aquella cocina rezumaba hostilidad, todo eran hombres excepto ella, y todos cobraban lo mismo. “No te vamos a ayudar”, le dijeron. “Cuando te pida ayuda, me la rechazas, pero hasta entonces, mejor te callas”, contestó ella. Su carácter y su fuerza hicieron que se ganara el respeto y se abriera paso, literalmente: ella misma cargaba con las enormes y pesadas ollas de zinc (de hasta 35 kilos), que los picas lavaban en el sótano de la cocina.
“He trabajado mucho, pero he podido con todo”, dice Martín. “Me traje a mis padres y a todos mis hermanos aquí; éramos 10. Había días que salía a las ocho de la mañana y volvía a las doce de la noche. Limpiaba la casa y dejaba la comida lista. Me acostaba a las tres y me levantaba a las siete para darle el desayuno a mi marido, que en paz descanse”. La enfermedad que acabó con Eduardo Albasán la retiró temporalmente de los fogones: “yo tenía que estar con él”. Pero lo que la jubiló hace ya 34 años fue el nacimiento de su segundo nieto, Eduardo Yuguero, que también tiene gusto por la gastronomía y es socio en las hamburgueserías Hype de Barcelona. “Quería darle de comer yo”.
Dice Martín que ella no ha sido “mujer de su casa” porque ha trabajado. “Mi familia me decía que para qué tanto trabajar, si luego me lo gastaba, y para eso mismo trabajaba: para ir al bingo, a cenar y de viaje con mi marido. No he esperado a que él trajera el jornal a casa”. Más tarde se apuntó al IMSERSO y visitó el litoral español, pero no por su marisco, porque lo que más le gusta es de aguas frías: angulas, percebes y almejas de roca. “Y nécoras. Ahora ya me he cansado, pero hasta hace poco me compraba tres nécoras a la semana: una para el viernes, otra para el sábado y otra para el domingo. Las cocinaba con agua y sal, y si acaso una hojita de laurel, y me las comía tomando una cerveza”.
“Yo nunca he aprendido recetas”, dice la cocinera, que se alfabetizó a los 65 años. “Al Palace iba mucha gente a hacer recetas para que los cocineros que servían al restaurante aprendieran y, cuando venían, yo me iba detrás de ese señor, para enterarme. De ahí aprendí a hacer los calamares en su tinta, para los que necesito dos días”
María Martín se declara fan de José Andrés porque “pisa mercados” y tiene un consejo para los que no cocinan: que aprendan observando y que tengan paciencia. “La cocina es sagrada y hay que estar pendiente para que nada se pase ni se queme”. Para los que dicen no tener tiempo para cocinar, dice: “Que lo preparen el día antes. El tiempo, si quieres, le sacas”.
Antes de terminar, comparte una receta que la enorgullece. La recibió de su familia y es la de los filetes a la madrileña. “Se los vi hacer a mi abuela y a mi madre toda la vida, pero nunca los he visto en un restaurante”, afirma. “Se hacen muy rápido: En una sartén, se vierte un poco de agua y se añaden las aceitunas partidas, la zanahoria cortada en rodajas y el laurel. Se deja cocer. En otra sartén con aceite muy caliente, se echan los filetes rebozados en harina y se les da un vuelta y vuelta. En la primera sartén, se agrega un poco de harina y una botella de vino blanco para ligar una salsa. Se colocan los filetes y se deja cocinar, y así el sabor de la zanahoria y las aceitunas penetra en los filetes”.
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