Karlos Gil: “La obsolescencia tecnológica es parecida al envejecimiento del cuerpo humano”
El artista de Talavera ha presentado ‘Declive’, una de las exposiciones del año en CAM2, pero su universo sigue expandiéndose
Si la obra maestra de Marcel Proust surgió de una simple magdalena mojada en té, el artista Karlos Gil (Talavera de la Reina, 39 años) encontró la suya en un kebab. Estaba paseando por el este de Londres cuando se topó con un local de comida rápida que se traspasaba y vio su letrero fluorescente a punto de ser sustituido por luces led. Convencido de que debía hacer algo con aquel viejo neón, se lo llevó a su casa para proporcionarle una nueva vida como al monstruo de Frankenstein. Y modificó su forma para convertirlo en una obra de arte donde ya no podía leerse el nombre del restaurante, aunque seguía conservando la apariencia de un signo. En esta transformación había ganado significados que tenían que ver con la semiótica y la comunicación, y también con las teorías cyborg. “La obsolescencia tecnológica es parecida al envejecimiento del cuerpo humano”, explica en su estudio en el barrio madrileño de Carabanchel, inusualmente ordenado para ser el espacio de trabajo de un artista. “Así que imaginé que cuando la tecnología envejece tiene miedo, igual que nosotros los humanos, que acudimos a la química y la cirugía para evitar la huella del tiempo”.
Desde aquel 2012 ha seguido elaborando obras de neón, siempre interviniendo luminosos antiguos que consigue en ciudades de todo el mundo, algunas muy remotas —en esta entrevista habla de Hong Kong, Minsk o Tokio— para transformarlos en piezas únicas que hacen pensar en arqueologías de una civilización futura: “Todas mantienen su tubo, su color y el mismo gas con los que cumplían su función original, y solo les cambio los diodos, además de la forma”. Así, al contrario de lo que ocurre con otros artistas conocidos por el uso de estas luces, las obras de Karlos Gil no ofrecen mensajes legibles —al estilo de Tracey Emin— ni efectistas composiciones geométricas y ambientales —como Dan Flavin—. Son enigmas cargados de implicaciones filosóficas que, contra todo pronóstico, él también ha convertido en sello de fábrica. “Son las que mejor me han funcionado comercialmente, tanto para coleccionistas institucionales como privados”, admite. “Pero tienen una complejidad tremenda a pesar de su lado fashion, que por otra parte también me encanta”.
En la exposición Declive, comisariada por Peio Aguirre, que hasta el 21 de mayo estará en el museo CA2M de Móstoles, sus piezas más características dan la bienvenida al espectador en la puerta de entrada. Son unas estructuras verticales con neones de varios colores que pueden aludir a edificios urbanos, pero que casi funcionan como tótems de una tribu interestelar. Una vez dentro, el despliegue de elementos habla de un artista capaz de formalizar sus ideas con los medios más diversos. Hay objetos que van degradándose con el tiempo dentro de unas urnas transparentes; esculturas sobre peanas elevadas que se dirían abstractas pero que de cerca remiten a piezas de aparatos electrónicos; tapices con imágenes creadas por ordenador y después materializados con telares de jacquard inventados a principios del siglo XIX; un vídeo (Peripheral) creado en imagen digital en 3D sobre el ciclo vital de unas medusas controlado por un programa de inteligencia artificial; y otro de imagen real (Origin), filmado con drones y robots en el subsuelo de Madrid, que cuenta una historia de ciencia ficción protagonizada por efectos de luz, humo y niebla. El conjunto define un universo cerrado donde el tiempo se desborda, el pasado y el futuro se entrelazan y se genera un clima entre el ciberpunk, Blade Runner (1982) de Ridley Scott y las películas de Andréi Tarkovski.
Cita estas referencias al enumerar sus fuentes de inspiración. A cambio no menciona a Proust, escritor que hace más de un siglo también reflexionó sobre los meandros del tiempo, pero sí la literatura de Stanislaw Lem, William Gibson, Ursula K. Le Guin, China Mieville y Bruce Sterling. O el cine de Kubrick, Léos Carax y Gaspar Noé. Y la música experimental de Karlheinz Stockhausen o Luciano Berio, junto con el techno al que se aficionó hace más de una década en Berlín. “Y también he hecho mis pinitos con el ocultismo, vía Aleister Crowley”. Pero mucho antes que eso, cuando era niño, empezó a formar su mirada visionaria gracias a la colección de obras completas de Julio Verne de la casa de su familia, en pleno Toledo rural. “20.000 leguas de viajes submarino era el libro más importante para mí con seis años”. De Verne tomó un sentido narrativo que está presente en toda su producción como artista, además de la fusión entre el pasado y el futuro: “Me gusta la idea de colapsar el tiempo, que en lugar de ser lineal se vuelva cíclico”.
Por eso en su vídeo sobre las medusas recurre a la inteligencia artificial, que opera como una especie de dios que constantemente altera el orden de sus secuencias, de manera que el espectador se enfrenta cada vez a una experiencia visual distinta. “Es una obra que se construye todo el rato a sí misma”, la define Gil. “Una película sin tiempo sobre estas especies animales que viven hasta 500 años”. No cree que la inteligencia artificial suponga una amenaza para la creación artística, como últimamente está de moda advertir: “Para mí la idea es buscar otro interlocutor. La inteligencia artificial está en la pieza, pero no es la pieza, ni tampoco es su propósito. Igual que si pinto un cuadro y para ello uso un pincel”. Se ha dicho de él que su obra trata sobre la dualidad entre lo natural y lo artificial, pero él no comparte esta afirmación: “En mi obra está todo mezclado, como ocurre con el pasado y el futuro”.
La que quizá sea la obra más ambiciosa de la exposición, el vídeo Origin, la grabó el pasado verano en condiciones extremas, en entornos subterráneos de mal acceso y peor estancia: “Rodamos con EPIs, seguridad privada y ambulancias. Tuvimos algún desmayo en un rodaje que duró dos semanas y que empezó en el tanque de tormentas (depósito de aguas residuales) que es el más grande de Europa, un lugar infecto, y siguió por los túneles de servicio abandonados de la M-30, donde por no haber no hay ratas, porque ni ellas quieren estar ahí”. Es una historia de fantasmas sin presencia humana visible, ambientada en las profundidades de la tierra, donde el espacio cobra vida y se contamina de una amenaza difusa. “Esa idea del tecno-animismo la descubrí en un viaje a Japón en 2019″, recuerda.
La del CA2M es la muestra por la que ha obtenido más repercusión, pero antes de eso Karlos Gil (que se formó en la School of Visual Arts de Nueva York y la Universidad Complutense, entre otras escuelas) ya había expuesto en galerías como García Galería (Madrid) y Nogueras Blanchard (Barcelona) o en instituciones como el Centre Pompidou parisino, el HKW de Berlín o Gasworks de Londres. Ahora trabaja en su próxima exposición, otra individual con Francisco Fino, su galerista de Lisboa (que ya llevó algunas de sus piezas a la última edición de ARCO), programada para la próxima temporada: “Estoy hablando con un arquitecto para intervenir ese espacio que es prácticamente como un museo”. Este otoño formará parte de una colectiva en CaixaForum de Madrid, que después viajará a Barcelona. Y para más adelante prepara una muestra institucional: “una individual grande de la que aún no puedo hablar”. Como la del CA2M, todas ellas suponen apuestas fuertes en las que transportará al espectador, y a sí mismo, hasta otros universos: “Me gusta que me lleven a un lugar que no conozco y tener una experiencia que no he tenido antes. Es lo que quiero lograr como artista. Aunque sea difícil mantener siempre esa intensidad”.
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