Borracheras, peleas y un talento indestructible: cómo Peter O’Toole sobrevivió a los bares
Cuando se cumplen 10 años de su muerte, la leyenda del actor británico se mantiene en los escenarios, en los cines y en los bares como alguien capaz de vivir la noche más salvaje y presentarse en el plató a primera hora
Programa nocturno de David Letterman, mayo de 1995. El presentador pide un aplauso para el que califica uno de los más grandes actores de todos los tiempos. La banda se arranca con la música de Lawrence de Arabia, la cámara enfoca el pasillo de entrada al plató y por él asoma Peter O’Toole (Leeds, 1932-Londres, 2013) a lomos de un camello. Traje cortado por el mejor sastre de Londres, gitanes con boquilla, exquisito acento británico. A juzgar por su edad y sobre todo por su aspecto, bajar de allí se intuye complicado y Letterman se acerca con una escalera de mano. Pero O’Toole sonríe, desciende con una agilidad asombrosa, abre una lata de cerveza que lleva en el bolsillo de la americana, se la da al animal y este se la vacía de un trago.
Eran años de reconciliación con un actor que tradicionalmente rehuía las entrevistas o, cuando le resultaba imposible esquivarlas, optaba por reventarlas desde dentro. Los espectadores que peinaban alguna cana aún recordaban aquella primera aparición en la televisión estadounidense unas décadas atrás. Había sido en el programa de Johnny Carson y O’Toole se había presentado tan borracho que apenas aguantó allí un par de minutos, los justos para romper las gafas, soltar un taco y salir corriendo. Entonces, pasada la barrera de los sesenta e incapaz de beber una sola gota de alcohol, su vida era otra muy diferente.
Más que una vocación, la interpretación había sido para O’Toole un hecho inevitable. El colegio no lo pisó hasta los once años y no duró mucho en él. De la Marina había sido expulsado por incapacidad mental. El periodismo fue una fugaz aventura de la que huyó rápidamente. Pero el veneno del teatro lo llevaba dentro desde niño y a por él se lanzó a la desesperada, jugándose el todo por el todo, como cualquier cosa que emprendió en su vida. Un buen día llamó a la puerta de la Royal Academy of Dramatic Art y allí comprobó lo que ya intuía: que la técnica que había desarrollado a golpe de intuición lo situaba a años luz de cualquiera de sus compañeros.
A los veinte años O’Toole ya encabezaba el reparto del reputado teatro Bristol Old Vic, a los veintiséis ya era la estrella de la compañía más prestigiosa de Inglaterra, la Royal Shakespeare Company. Allí dejaría un Hamlet que todavía hoy recuerdan las crónicas y que lo convirtió en cabeza visible de aquella revolución que estaba reinventando el teatro inglés de posguerra, la conformada por un puñado de actores jóvenes con talento descomunal y orgullo de clase en la que también militaban Richard Harris, Michael Caine o Richard Burton. Ninguno aspiraba al estrellato, pero sí a hacer de la interpretación la experiencia total de sus vidas.
Los responsables de la compañía no tardaron en conectar la campana que anunciaba el inicio de las funciones con el teléfono del pub de la esquina. Era la única forma de garantizar la puntualidad de su actor principal, que había decidido pasar allí cualquier minuto que no tuviera que vivir sobre el escenario. Porque a O’Toole le gustaba el teatro y también le gustaba beber. Y que nadie busque razones tortuosas para ello, porque no había allí traumas infantiles ni dramas que ahogar entre las brumas del alcohol: si le gustaba hacerlo era porque le divertía, porque le garantizaba un anecdotario interminable, porque le permitía alargar las noches junto a compañeros y amigos.
Inglaterra comenzaba a quedarse pequeña para el creciente prestigio del actor y el salto al estrellato mundial llegó por dos giros del destino. El primero fue su rechazo a la propuesta de Elizabeth Taylor para interpretar a Marco Antonio en Cleopatra; ante su negativa la actriz recurrió a Richard Burton y ahí comenzaría otra leyenda. El segundo fue otra retirada, aunque esta ajena: la de Marlon Brando del papel principal de Lawrence de Arabia. Inesperadamente, O’Toole entró en la ecuación de la mayor película que jamás había conocido la historia del cine.
Fue un rodaje largo y complicado. O’Toole sufrió en él quemaduras de tercer grado, dislocamientos, esguinces, contusiones, roturas de huesos y hasta una desviación de la columna. Pero su trabajo se intuía tan extraordinario que comenzó a oscurecer el de los reputadísimos Alec Guinness y Anthony Quinn. Sus simpatías, sin embargo, habían ido hacia otro actor desconocido por aquel entonces. Se llamaba Omar Shariff y con él salía disparado hacia el aeropuerto en cuanto se presentaban unos días de descanso. Normalmente en dirección a Beirut, donde no dejaron un solo garito sin quemar. Pero también podía ser a Nueva York, a donde se acercaron para conocer al cómico Lenny Bruce y los tres acabaron la noche entre rejas.
Pese a tanto ajetreo, ni un solo día dejó O’Toole de cumplir ante las cámaras. La actriz Siân Phillips, que tras casarse con él vivía enterrada bajo una avalancha de coches estrellados, llamadas de la policía a altas horas de la madrugada y desapariciones repentinas que a veces duraban días, contaba a todo aquel que quisiera escucharla la dificultad de convivir con un hombre profesional hasta el ascetismo cuando tenía que trabajar un personaje y desquiciado hasta el extremo en cuanto se encontraba sin nada que hacer. Tras dos años de rodaje, la noche de estreno de Lawrence de Arabia se auguraba la más importante de la vida profesional de O’Toole. Llegó borracho a la sala. Pero a nadie le importó: aquella interpretación canónica en aquella película canónica le dio su primera nominación al Óscar y un aura de respeto como pocos actores habían conocido hasta entonces.
Claro que de todo esto O’Toole se enteraría años más tarde, porque el salto a la primera división del negocio conllevó también otro a la propia de las jaranas y, como confesaría, “puedo recordar cómo empezó la década y cómo terminó, pero por desgracia nada de lo que sucedió en el intervalo”. Y eso que el intervalo dejó un rastro memorable: películas tan señeras como Becket (1964), cintas de culto como su homenaje a Dylan Thomas Bajo el bosque lácteo (1972), más nominaciones de la Academia, montajes de Shakespeare que ensombrecieron el recuerdo de Laurence Olivier, otros de Bertolt Brecht que acabaron en fracasos monumentales. Y eso por no hablar del historial de conflictos: detenciones por cuerpos de policía de varios continentes, escapar por los pelos de ser masacrado por un comando de Jemeres Rojos en el rodaje de Lord Jim (1965), desayunos a base de whisky con John Huston en el de La Biblia (1966), peleas a puñetazos que lo mismo podían estallar en un restaurante parisino que en Via Veneto tras ver cómo unos paparazzi lo fotografiaban con Barbara Steele. El actor no parecía conocer límites y los rodajes se convirtieron en un continuo quebradero de cabeza para contenerlo.
Durante el de La clase dirigente (1972), los responsables de los estudios Twickenham decidieron instalarle un bar propio para intentar mantenerlo controlado tras verlo por televisión, güisqui en mano en el hipódromo local, cuando cinco minutos antes había anunciado que se retiraba un momento al camerino para repasar su papel.
Parecía que aquella vida social no tardaría en acabar con su carrera. Pero no sucedió: su profesionalidad siguió siendo infalible y sus interpretaciones memorables. Los compañeros lo adoraban por aquella rapidez de respuesta, por aquel ingenio desbordante, por aquel sentido del humor que podía con todo. Hasta una persona tan comedida como Audrey Hepburn buscaba su compañía pese a que tras su primer encuentro regresara tan borracha al estudio donde rodaban Cómo robar un millón y… (1966) que empotró su coche contra el equipo de luces. Y cuando O’Toole derrapaba en exceso asumía con humildad cualquier recurso para hacerlo entrar en vereda por drástico que este fuera: “Adoro a Kate aunque me pegue”, confesó a un periodista que le preguntó por su trabajo con Katherine Hepburn en El león en invierno (1968).
La chispa comenzó a humear a mediados de los setenta. Siân, que acababa de conseguir la independencia económica gracias a su participación en la serie de la BBC Yo, Claudio (1976), lo abandonó al enterarse de que se había comprado una mansión en Puerto Vallarta y convivía en ella con una mexicana veinte años menor que él. Para entonces, la vida familiar era un absoluto desastre: cuando su hija pequeña enfermó, O’Toole fue a verla al hospital y la niña preguntó a su madre quién era aquel señor tan simpático. Pero nada de todo aquello fue vivido como un drama por el actor. Su problema real era que una reciente visita al médico se había saldado con una operación por vía de urgencia y los doctores le habían prohibido radicalmente la bebida. Su nivel de alcoholismo era de tal calibre que un solo trago más podría matarlo.
Cerca de cumplir los cincuenta, O’Toole entendió que allí comenzaba un segundo capítulo de su vida, que no dejó de hacer girar en torno a los pubs por mucho que ahora tuviera que ser a base de limonadas. “Me gusta estar rodeado de personas con jarras en sus manos. La gente sobria no es para mí”. Pero la reincorporación al negocio tras el parón no se intuía sencilla. Cuando el actor vio que Calígula (1979), su gran regreso a la pantalla, pasaba de cinta rigurosa con guion de Gore Vidal a película pornográfica gracias al añadido de material explícito, entendió que su momento había pasado. El auge de una nueva generación de actores norteamericanos encabezada por Robert De Niro y Al Pacino había ensombrecido la suya y los papeles dejaron de circular con fluidez. No se preocupó porque le quedaba el teatro, donde sabía que su figura seguía envuelta en un aura mitológica. Dos décadas después, en 1980, volvió al Old Vic para levantar un Macbeth que se convirtió en un auténtico fenómeno popular.
Pero el cine tampoco lo olvidó. Puede que fuera por vía de comedias que no hicieran gracia a nadie, de lamentables papeles autoparódicos o hasta de películas de superhéroes que provocaron un cierto rubor ajeno –ahí queda su participación en Supergirl (1984) para demostrarlo–, pero O’Toole tenía claro que el resultado de las películas no era su problema y supo encontrar retos interpretativos a la altura: su papel en El último emperador (1987) volvió a propulsarlo a primera línea. Y siempre marcando terreno, porque los años no habían aplacado su espíritu irreductible y el actor nunca cedió ante la industria. O’Toole era tan capaz de participar en una superproducción como Troya (2004) y abandonar el estreno a los quince minutos gritando a los periodistas que aquello era una mierda como de dar lo mejor de sí en películas ínfimas destinadas directamente al reducto televisivo.
Puede que no fueran los años más brillantes de su carrera, pero el actor sabía que guardaba todavía balas en la recámara: cuando en 2002 la Academia le ofreció un Óscar honorífico por el conjunto de su carrera protestó porque, afirmaba, esta no había terminado. Y tenía razón: en 2006, con 75 años, aún conseguiría una última nominación (por Venus). Era la octava y volvió a quedarse sin premio, un récord que a día de hoy solo ha igualado Glenn Close.
O’Toole anunció su retiro definitivo en 2012. Sabía que el tiempo que le había dado aquel cáncer de estómago detectado cuatro décadas atrás estaba a punto de agotarse. La muerte le llegaría el 14 de diciembre de 2013. En una de sus últimas apariciones públicas, un periodista le preguntó por aquellos frenéticos años de juventud y O’Toole respondió con una indisimulada satisfacción: “Era joven, imbécil y borracho y me convertí en una parodia de mí mismo. Pero joder, cómo me lo pasaba aquellos días en los que salía a echar un trago y me despertaba preguntándome: ¿Cómo coño he llegado yo a Marsella?”.
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