La timidez del hombre que coleccionaba ‘porsches’: así era Karajan, el músico que vendía ‘adagios’ como si fuesen rock
Una nueva biografía de Herbert von Karajan acerca un mito de la música clásica a nuevas generaciones y describe a un hombre brillante, obsesionado por su imagen y cuyas mareantes cifras de ventas no lo salvaron de sus propias inseguridades
No ha habido un director de orquesta como Herbert von Karajan (1908-1989). Ni siquiera Toscanini. La leyenda dice que un día, al subir a un taxi y preguntarle el conductor dónde quería ir, él respondió: “No importa, me quieren en todas partes”. Así era, peculiar y desproporcionado. Sus ventas, además, fueron excesivas a todos los niveles. Valga un ejemplo: en 1994, cinco años después de su muerte, su mujer recibió en Madrid diez discos de platino por las ventas de Adagio Karajan, una selección de fragmentos que incluía clásicos de Mahler, Albinoni, Brahms, Sibelius o Pachelbel. “Ni en Francia (180.000 ejemplares vendidos), ni en Italia (75.000) han alcanzado una cifra parecida”, contó entonces en EL PAÍS Juan Ángel Vela. Según datos de la NPR (la radio pública estadounidense) sus ventas se estiman en 200 millones de discos. Unas cifras más cercanas a Madonna que a un conductor de orquesta.
Sin embargo, hoy su obra parece abandonada. Si uno se adentra en viejos foros o escudriña las páginas de revistas especializadas de aquí y de fuera, su presencia es prácticamente nula. Algo que puede que empiece a cambiar en breve. Javier Jiménez es el director de Fórcola, la editorial que acaba de publicar uno de los trabajos más vibrantes centrados en su figura: Karajan. Retrato inédito de un mito de la música.
El libro repasa una cantidad ingente de anécdotas. Cómo cuando Monserrat Caballé pasó por la Scala y fue abucheada en su representación de Anna Bolena; el puñetazo que recibió Placido Domingo en una pelea entre Carlos Kleiber y Renato Bruson; el maltrato que recibió Karajan en Milán, donde se le acusó malamente de no querer lidiar en la representación de una ópera; o su afición a travestirse, para no ser reconocido, y acudir a ver obras en las que estaba interesado; o la relación, posiblemebte compleja, que mantuvo con su pasado nazi; o esa villa que recibió en contraprestación por programar al hijo de un rico empresario; o su afición a beber Châteauneuf-du-Pape y fumar cinco –y solo cinco– cigarrillos al día.
“Para los de mi generación, que pasamos ya de los cincuenta, Karajan ya estaba ahí cuando despertamos a la música clásica. Mi iniciación, propiciada por mis padres, vino de la mano de Radio Clásica, y pasó sin solución de continuidad por las cintas de casete, los vinilos y finalmente el compact disc. La música grabada y la radio han formado a muchos melómanos aficionados como yo. En todos estos formatos, nunca me faltó alguna grabación del maestro, de tal forma que mi primer Beethoven, incluso mi primer Mozart, cuyas grabaciones no son del agrado de todos, fueron los de Karajan”, recuerda Jiménez.
“También supuso mi iniciación a la ópera, primero con las de Wagner, claro, pero sobre todo con las de Puccini. Y aquí topamos con su legendaria versión de La bohème, con Freni-Mimì y Pavarotti-Rodolfo, que Karajan grabó en 1972 al frente de la Filarmónica de Berlín, y que protagoniza un capítulo entero del libro. Mi sonido mental de La bohème es el de esta versión, de forma nítida”
El texto, escrito por el pianista Leone Magiera, que trató a Karajan entre el periodo de 1963 y 1988, resulta cercano. Magiera estuvo con él en reuniones privadas y cenas, por lo que podemos conocer de primera mano cómo era en la intimidad. “Durante toda su vida artística, Herbert von Karajan cuidó, con extremo celo, su imagen pública, controlando tanto sus retratos fotográficos (Siegfried Lauterwasser fue durante décadas el fotógrafo oficial del maestro, quizá el artista más fotografiado de la historia, que elevó a arte la ciencia del marketing personal) como todo aquello que se escribía sobre él. Recordemos que el periodista Roger Vaughan fue personalmente escogido por el propio Karajan para escribir su biografía de referencia”, apunta un Jiménez exultante por lo que tiene de especial esta edición, prologada por el especialista operístico Fernando Fraga, traducida por Amelia Pérez de Villar y cuya edición italiana incluía un prefacio de la desaparecida soprano Mirella Freni, mujer de Magiera entre 1955 y 1978, además de una habitual de las óperas del Maestro.
“Magiera no pretende hacer una nueva y novedosa biografía del personaje, sino compartir con el lector una versión cercana, personal y amena del músico, que nos hablase de su carácter más ‘irónico, socarrón, malicioso’, apta para públicos no especialmente iniciados en la música clásica”, nos indica Jiménez. “Entre sus páginas encontramos al hombre, desde sus gustos gastronómicos hasta su afición al cotilleo sobre el mundo musical de la época, y al artista, un director muy exigente consigo mismo, que preparaba cada partitura durante semanas hasta aprendérsela de memoria, y con los músicos y los cantantes con los colaboraba”.
Si queremos hacernos una idea del tipo de retrato que construye deberíamos tomar como referencia el de otro escritor con quien habló y que lo dejaría por escrito: José Luis de Vilallonga, quien en Gold Gotha. La café society de estos días le dedica un descriptivo capítulo lleno de ironía, firmado junto a las aguas de la bahía de Cannoubiers: “En pantalón de terciopelo habano, pullover celeste de cuello volcado y zapatos ingleses de suela doble, Herbert von Karajan camina tan rápidamente como yo, a pesar de nuestra diferencia de estatura. Paso vivo, ritmado, militar”.
Los dos charlan, y a su lado desfilan La Callas y la Tebaldi, el apodo de sus dos perros. “Dentro de apenas media hora estaremos de retorno a la casa. Un almuerzo de doce personas, seguido de un cóctel a bordo de un barco y de una cena en el Café des Arts, me robarán el resto de la jornada”. Karajan tenía 56 años, había vuelto a casarse y derrochaba sabiduría y sapiencia. “En los alrededores de los cincuenta nos atrapa el deseo furioso de recomenzarlo todo”, diría.
Falleció treinta años más tarde y logró casarse una tercera vez (con su última esposa Eliette). También le dio tiempo a atesorar una colección de coches sin parangón, en los que se incluían diferentes Porsche: un 356 Speedster, un 550, un Spyder, varios 959 y varios 911, su favorito. Sobre su megalomanía y su pasión por las mujeres, los deportivos y los aviones escribirá Norman Lebrecht en ¿Quién mató a la música clásica?, que reproduce varias conversaciones con Norio Ohga, el todopoderoso presidente de Sony (la compañía que mejor supo vender el CD gracias a Karajan, el artista introductor de este formato en 1981). “Era encantador pero tímido. Siempre que se compraba un nuevo avión, me pedía consejo. Le di una de mis ideas para el diseño de la cabina del piloto”, se puede leer en una de sus páginas.
Al rememorar aquel pasado glorioso, con la clásica en las discotecas de cualquier casa más o menos instruida, Jiménez concluye: “Conocer y valorar nuestro pasado nos permite, no tanto ser más sabios como impedir que caigamos en lo que Ortega y Gasset muy acertadamente denominó nuevo adanismo. Estoy convencido de que el legado de Karajan sigue y seguirá iluminando a directores de orquesta, a cantantes y a músicos. Es un legado vivo. No dejan de venderse y reeditarse copias de sus grabaciones, tanto en cedé como en deuvedé, que continúa formando la sensibilidad musical de iniciados y profanos”.
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