Min Aung Hlaing, el general golpista que soñaba con ser presidente de Myanmar
El líder de la nueva junta militar, sancionado por EE UU, estuvo al mando del Ejército birmano durante la campaña contra los rohinyá
Barcazas sobrecargadas de adultos y niños aterrados. Columnas sin fin de refugiados a pie —ancianos, mujeres, bebés— que al llegar a Bangladés apenas podían sostenerse, extenuados. Muchos, deshechos en lágrimas y contando historias terribles de destrucción, violaciones y muerte. Muchos, con el terror de haber dejado atrás un ser querido asesinado o desaparecido. Todos, rohinyá huyendo del Ejército birmano, que entre agosto de 2017 y marzo de 2018 llevó a cabo una campaña de violencia y quema de aldeas contra esta minoría con el argumento de combatir el terrorismo. En total, más de 700.000 personas acabaron cruzando la frontera para escapar de lo que la ONU acabaría denunciando como un genocidio.
La persona entonces al frente del Ejército birmano es hoy el nuevo “hombre fuerte” de Myanmar (antigua Birmania). El general Min Aung Hlaing, jefe del Estado mayor birmano, de 64 años, lidera la junta militar surgida del golpe de Estado que el pasado 1 de febrero depuso al Gobierno civil que encabezaba de facto la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, de 75 años. Estados Unidos anunció este miércoles sanciones contra el militar y otros oficiales por el golpe de Estado, así como contra dos conglomerados controlados por las Fuerzas Armadas -Myanmar Economic Holdings y Myanmar Economic Corp-.
El golpe ha acabado bruscamente con la década de progresos del titubeante proceso democrático, y traído de regreso el fantasma de la dictadura militar que gobernó el país con mano de hierro durante el medio siglo anterior (1962-2011). La reacción ciudadana contra la asonada de unos mandos extremadamente impopulares ha desatado las mayores protestas en el país en 14 años, apoyadas, en algunos lugares, por la propia policía encargada de controlarlas. El país afronta la amenaza de una vuelta a la situación de paria internacional que devastó la economía nacional y la convirtió en uno de las más pobres del mundo.
“El Ejército birmano siempre está para defender a los ciudadanos. Siempre respeta la ley”, sostenía esta semana este hombre menudo y con gafas, en una declaración televisada a la nación para defender el golpe. Con camisa verde de uniforme, plagada de condecoraciones, y ante la bandera y el escudo del país, el general miraba intensamente a la cámara para asegurar que este mandato sería “diferente” al de dictaduras anteriores. Al mismo tiempo que la junta imponía la ley marcial y ordenaba un toque de queda en varias ciudades para tratar de atajar las protestas, el general prometía “estabilidad” y pedía al público “centrarse en los hechos y no dejarse llevar por las emociones”.
Min Aung Hlaing y la junta han justificado el golpe por un supuesto fraude electoral masivo en los comicios del 8 de noviembre en los que se impuso con contundencia la Liga Nacional para la Democracia (NLD) de Aung San Suu Kyi. Los observadores internacionales y la comisión electoral consideraron la votación “creíble”.
Aunque ese supuesto motivo oculta algo más profundo, según los expertos. “El Ejército birmano, o Tatmadaw, se ve a sí mismo como guardián de la nación, enfrentado a un dilema en torno a un acuerdo (tácito, durante el proceso de transición democrática) que se deshacía tras las elecciones: que los militares ostentarían el poder máximo, mientras que la NLD se encargaría de la economía”, explicaba Anthony Davis, analista para Birmania de Jane’s, en un seminario virtual organizado por Nikkei. Tras la victoria aplastante de la NLD, agregaba, “se dieron cuenta de que si no tomaban la iniciativa, entregarían Myanmar, su destino y su riqueza a un Gobierno civil, y eso es algo que no podían aceptar”.
Otra posible razón del golpe involucra a los intereses personales del jefe del Estado Mayor. Descrito por quienes le conocen tanto como una persona culta como un hombre ambicioso, poco dado a la negociación y convencido de que ha “nacido para mandar”. Algo que le abocaba a chocar con Aung San Suu Kyi, su némesis y, como él, dueña de un estilo de gestión autoritario.
“Es un secreto a voces que el general Min Aung Hlaing tenía los ojos puestos en la presidencia del país”, escribía el periódico birmano The Irrawaddy el domingo. Un sueño que se habría esfumado el verano próximo, al cumplir los 65 años, la edad obligatoria de retiro, que ya había retrasado hace cinco. Con la NLD en el poder, también se arriesgaba a perder privilegios —entre ellos, el control de los lucrativos conglomerados militares que extienden sus intereses empresariales por casi todos los sectores de la economía del país— o la inmunidad de que ahora disfruta.
Antiguo estudiante de Derecho en la Universidad de Yangón, ingresó en la academia de infantería del Ejército al tercer intento, en 1974. En sus comienzos no destacó especialmente. Como la mayor parte de los mandos militares de su generación, se forjó como soldado en unidades de combate, en operaciones a menudo brutales contra las milicias étnicas y del extinto Partido Comunista de Birmania, precursoras de las perpetradas contra los rohinyá años más tarde.
La gran mayoría de los altos mandos militares birmanos ha vivido una experiencia similar. “Este sentimiento de ser un grupo fraternal les genera un estatus de élite, de superioridad, de destino. Cuando tienes ese sentimiento, básicamente no te puedes equivocar. Sabes lo que más le conviene al país para avanzar”, destaca Davis.
Su ascenso fue lento, pero seguro. En 2009 quedó al frente del departamento de Operaciones Especiales-2, encargado de supervisar las actuaciones militares en el levantisco noreste del país, en zonas habitadas por minorías étnicas. Una de ellas, en la región de Kokang en el Estado de Shan, provocó que decenas de miles de personas huyeran hacia la frontera con China.
Fue nombrado jefe de Estado mayor en 2011, el año en el que comenzó la transición democrática y la apertura de Myanmar al exterior tras décadas de aislamiento. Su protagonismo creció en los años siguientes, apoyado por el Gobierno del promilitar Partido de la Solidaridad y Desarrollo de la Unión (USDP, por sus siglas en inglés). Con su cuenta de Facebook estuvo muy presente en las redes sociales de un país que empezaba a descubrirlas con intenso entusiasmo.
Si el choque con La Dama comenzó ya desde los primeros momentos de Gobierno de la NLD tras la primera y aplastante victoria de ese partido en las elecciones de 2015, de puertas para afuera no lo dejaron entrever. La premio Nobel de la Paz llegó a describir a los mandos militares como “encantadores”.
El papel de Min Aung Hlaing al frente del Ejército durante la campaña contra los rohinyá hizo que en agosto de 2018 el Consejo de Derechos Humanos de la ONU recomendara que se le investigara y juzgara por “genocidio en el norte del Estado de Rakhine (hogar de los rohinyá), así como por crímenes contra la humanidad y delitos de guerra en Rakhine y los Estados de Kachin y Shan”. Facebook cerró su cuenta. Washington y Londres impusieron sanciones contra él por violaciones de los derechos humanos. Pero en 2019 Aung San Suu Kyi defendía personalmente la actuación del Ejército contra las acusaciones de genocidio hacia los rohinyá en el Tribunal Internacional de Justicia de la ONU en La Haya.
La nueva victoria de la NLD en 2020, más arrolladora que la anterior, fue la gota que colmó el vaso. El 27 de enero, el general advirtió que, si no se atendían las reclamaciones de fraude electoral del Ejército, “se aboliría la Constitución”. Aunque el día 30 las Fuerzas Armadas desmentían los rumores de un golpe, el día 1 Myanmar se despertaba con los tanques en la calle.
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