Vivir en Afganistán con 75 euros al mes para 11 personas
La ONU cree que la llegada al poder de los talibanes puede sumir en la pobreza a casi toda la población
Una fosa séptica ha reventado y el callejón por el que se llega a las viviendas se ha convertido en un barrizal inmundo y pestilente. Los niños se lo toman como un juego mientras van colocando piedras sobre las que sortear el camino a saltos. A los mayores no les hace tanta gracia, pero se les ve acostumbrados a lidiar con estos asuntos cotidianos en esta zona humilde del distrito 17 de Kabul. No parece que su principal preocupación sea si gobiernan barbudos yihadistas o un presidente en manos de Washington. Lo primero para ellos, lejos de la posibilidad de llamar a la puerta de una embajada para intentar escapar del país, es tener un techo y comida. Ayudar al último estrato de la población de Afganistán sin que eso signifique impulsar el régimen talibán, que sigue sin recibir reconocimiento oficial, es uno de los principales retos que tiene por delante la comunidad internacional.
Jahan Zeb tiene 40 años, una familia de 11 miembros y un alquiler de 40 euros mensuales en este barrio kabulí. Llegaron a la capital hace un par de años procedentes de Jalalabad, donde regentaban un colmado que no les daba para vivir. Dice que los ingresos totales que entran en la casa ascienden a unos 250 afganis cada día, que corresponden a unos 75 euros mensuales. Las cuentas no salían antes y menos ahora con el alza de precios vinculada a la inestabilidad política y económica tras la llegada de la guerrilla talibán al poder.
El hombre se gana ahora la vida tirando de un carro en el que transporta mercancía de un lado a otro en el mercado vecino de Sarai Shamali. Es un empleo informal y sin ingresos constantes, como los de millones de afganos. Tiene nueve hijos, cinco chicos y cuatro chicas, de entre 20 y 3 años. Algunos han de buscarse la vida antes de ir al colegio para arañar unos afganis y aportar así su imprescindible granito de arena. Jahan Zeb explica que alguna vez los han incluido en listas para recibir ayuda, algo que nunca ha ocurrido.
Como esta, hay decenas de miles de familias en este país de 40 millones de habitantes en el que el riesgo de morir de hambre se ha disparado por los últimos acontecimientos. Afganistán ya sufría una grave crisis humana, sobre la que cae como una losa el aislamiento internacional de Kabul y el bloqueo de las cuentas oficiales. Las colas y los tumultos frente a los bancos, que solo permiten sacar 200 dólares a la semana, siguen golpeando la vida cotidiana.
El Emirato Islámico de Afganistán, como han bautizado los talibanes el Estado, podría ser arrastrado hacia la pobreza universal, con una tasa de afectados del 97% de la población, frente al 72% de meses anteriores, según datos del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Si se cumplen las previsiones para los próximos meses, la caída del producto interior bruto (PIB) podría alcanzar el 13%.
La Unión Europea estima que 18 millones de afganos necesitan ayuda humanitaria. La semana pasada aterrizaron en Kabul dos vuelos fletados por la Unión Europea con un total de 57 toneladas métricas de material médico y humanitario suministrado por la ONU y Save The Children.
El Gobierno de los fundamentalistas sigue reclamando reconocimiento en la esfera internacional, consciente de que no es capaz de afrontar por sí mismo el empeoramiento de la crisis. Por las sedes de los ministerios van pasando responsables de agencias y organizaciones humanitarias. El objetivo desde fuera es tratar de ayudar a la población sin que eso suponga dar alas a los yihadistas que detentan el poder.
El secretario general del Consejo Noruego para los Refugiados (NRC, por sus siglas en inglés), Jan Egeland, entiende que eso es posible si se canalizan los fondos de los donantes y el dinero para pagar los salarios públicos directamente a través de organismos internacionales y ONG con reconocida experiencia en países complicados como Afganistán.
Advertencia a los talibanes
“Cualquier interferencia en nuestro trabajo significa que dejamos de trabajar”, advirtió Egeland sobre la posible injerencia de los talibanes, en una entrevista con EL PAÍS durante su visita la pasada semana a Kabul. El secretario general del NRC, que tiene en Afganistán un millar de empleados, se reunió con el ministro de Asuntos Exteriores, Amir Khan Mottaki, y el de Refugiados, Khalil-ur-Rehman Haqqani. Les exigió, además, igualdad de derechos y trato para sus empleados hombres y mujeres. El país, según Egeland, ha heredado la “corrupción desenfrenada” del anterior Gobierno y eso facilita que ahora esté en “caída libre como si fuera una piedra”. Por eso, añade, lo más urgente es tratar de sostener a los más débiles frente a la dureza de un invierno que puede convertirse en mortal.
En casa de Jahan Zeb no hace falta esperar al rigor de las bajas temperaturas. Uno de los hijos, Hamed, de 12 años, permanece enrollado en una colcha sobre el suelo del salón aquejado de un problema de garganta. Ni se les ocurre ir a la farmacia. En plena presentación de las cuentas de la familia, aparece Shola, de nueve años, con la mochila escolar en los hombros. Acude al colegio de diez de la mañana a cuatro de la tarde. Antes, toca madrugón para ir al mercado de Sarai Shamali a vender bolsas de plástico entre los clientes de los puestos. Algunos de sus hermanos son limpiabotas. A 10 afganis (10 céntimos de euro) el par. Naweed, de 10 años, abre la cremallera de su mochila y en vez de libros, cuadernos y lápices, aparecen betún y cepillos.
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